Entrevista a Jaume Figueras, cronista cinematográfico, en el marco de la exposición “La quadratura del Cercle A”, en la Filmoteca de Cataluña. El encuentro tuvo lugar el lunes 15 de enero de 2018 en su despacho en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jaume Figueras, por su tiempo, conocimiento, generosidad y cariño, y a Jordi Martínez de Comunicación y Prensa de la Filmoteca, por su tiempo, generosidad, amabilidad y cariño.
“Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España”.
Miguel de Unamuno
La película arranca en aquel fatídico 12 octubre de 1936, en Salamanca, con la Guerra Civil en total ebullición, en la que Miguel de Unamuno (1864-1936) como rector de la Universidad, se dispone a abrir el curso académico en presencia de las autoridades franquistas. Una mujer joven, Cala, le recrimina su actitud de benevolencia frente a los fascistas. Después de este breve e intenso prólogo, la película viajará hasta 1923, a la isla de Fuerteventura, en Puerto Cabras, un pequeño pueblo de campesinos y pescadores, lugar en que el insigne escritor pasó 6 meses de exilio forzoso por sus duras críticas a la dictadura de Primo de Rivera y al Rey.
Manuel Menchón (Málaga, 1977) que ya había demostrado sus dotes para las historias humanas y críticas a favor de la justícia y contra el fascismo, en su debut en el largometraje con el documental Malta Radio (2009) donde filmaba la odisea de los nueve días que vivieron unos pescadores que rescataron unos inmigrantes del mar, y se vieron obligados a mantenerlos en su pequeño barco, debido a que Malta se negaba a auxiliar a los refugiados. En La isla del viento (hermoso titulo que obedece a ese lugar aparentemente bello, pero también, lleno de dolor) Menchón recoge un corto período donde seguimos a Unamuno, aquí interpretado de forma soberbia y primorosa por José Luis Gómez (que deja momentaneamente aparcado su teatro que tanto le ha dado) en la que nos olvidamos del magnifico actor onubense (que realiza una composición de alta escuela, donde la contención y la mirada componen de forma concisa todo lo que encierra el interior de Unamuno) para centrarnos en la figura del hombre, un hombre cansado, vilipendiado y huido, alguien que llega a la isla y se enconde de todos, y sobre todo, de sí mismo, alguien que ha sido expulsado por alzarse contra la barbarie de aquellos que gobiernan y mantienen al pueblo en la ignorancia y la miseria.
Menchón cimenta su relato a través de la mirada del escritor, la camera lo sigue por la isla, inicialmente como un paisaje extraño y agobiante para Unamuno, pero que el tiempo, convertirá en su hogar, en un escenario donde también la injusticia y la maldad se extienden, apaleando la frágil voluntad de un pueblo hambriento y triste. Aquí nos olvidamos de la parte más conocida del escritor (estamos hablando de su extensísima obra con decenas de cuentos y relatos cortos, sus novelas de gran calidad como Niebla, La tía Tula, Abel Sánchez o San Manuel Bueno, Mártir, entre otras, su faceta como filosofo, como académico, en el que brilló como trabajador incansable por una universidad moderna y pedagógica, y no menos, su labor como político, a favor de la República y los valores de libertad y humanismo). Menchón dirigí nuestra mirada al alma del poeta, a su interior, al armazón que cubre esa severidad y hastío del inicio que lentamente dará paso al hombre comprometido con su tiempo, su tierra y su gente.
La envolvente y excelente luz del cinematógrafo Alberto D. Centeno (autor de la extraordinaria imagen de El árbol magnético, de Isabel de Ayguavives, ente otras) ayudan a plasmar las emociones que marcan ese paisaje que emana más tristeza que alegria y más penurias y soledad, que risas y abrazos. Unos secundarios de peso ayudan a fortalecer la trama de la película: el cura con crisis de fe que no cree en los niños, el hermano del cacique que se compromete con el poeta, la mujer que admira al poeta y hará lo imposible por seguirlo, y la niña harapienta que descubre otro mundo, personajes que forman parte del paisaje en el que se mueve Unamuno, el hombre de su tiempo, el humanista que no puede callar las injusticias, y que se enfrentará a todos por el bien social y ayudar al desvalido a que su vida mejore, aunque le cueste incluso su propia vida.
La película volverá al presente que nos habían mostrado en la apertura, reconstruyendo de forma realista el momento histórico en que Unamuno, como cabeza visible de la Universidad de Salamanca, estalla contra el terror fascista enfrentándose al General Millán Astray, que clama muerte a los intelectuales, y a lo que responde Unamuno, con su habitual destreza con el lenguaje gritando el texto que encabeza esta crítica, entre los gritos y amenazas de los militares facciosos allí concentrados. La cinta de Menchón se cierra con la muerte del poeta, sólo y en silencio. Otro de nuestros más ilustres poetas, Antonio Machado, moriría al terminar la Guerra en un pequeño pueblo de la frontera francesa, momentos de tristeza que marcaran el devenir de esta España moribunda, a la que, tristemente, los que más la quieren, son aquellos que más daño le hacen.
“(…) ¿Por qué no huele la fruta? En el mercado nada huele, nada tiene aroma. Las personas han perdido su espíritu. ¿Por qué la gente se dedica a sus asuntos? Cuando lo que hay que hacer es dejar todo de lado. Sentarse en una silla y contemplar el horizonte de la historia”
Oleg Karavaichuk
El universo cinematográfico de Andrés Duque (1972, Caracas) personal e inclasificable, transita alejado de las narrativas convencionales, moviéndose en los márgenes de una industria demasiado complaciente. Su obra nace de un continuo diálogo y búsqueda perpetua de imágenes de diferentes orígenes, formatos y texturas, de naturaleza fragmentada, aparentemente inconexas, en el que laten algo parecido a relatos autobiográficos (huyendo de la biografía al uso) una especie de diarios filmados en los que no sólo retrata a alguien, sino también a sí mismo, tanto lo emocional como lo físico, como ocurría en sus dos primeros largos, Color perro huye (2011) y Ensayo final para utopía (2012).
En el caso que nos ocupa, el espíritu que recorre Oleg y las raras artes, tendríamos que remontarnos a su película Iván Z (20034), dedicada al carismático e inclasificable cineasta Iván Zulueta (1943 – 2009) en la que con una filmación de sólo tres días en la casa del realizador y dibujante en San Sebastián, hace un retrato transparente y naturalista de todo aquello oculto, alejado de lo convencional, en una obra que se mueve entre las sombras y los recuerdos de alguien que da habida cuenta de una vida dedicada al cine, en los que nos habla en primera persona, sin tapujos y con una franqueza que asombra, siguiendo los pasos desestructurados de una biografía en la que ha habido de todo: cine, dibujos, familia, amigos, heroína, y tiempo transcurrido y perdido entre lo propio y lo ajeno. Duque habla con el personaje que filma, actúa tanto como narrador/espectador/cineasta que nos descubre el entorno doméstico de un artista que parece haber envejecido con él, en un intento vano e inútil, de detener un tiempo que nos devora.
Oleg y las raras artes camina por los mismos postulados que Iván Z, aunque aquí Duque no interviene de manera física en la película, en esta observa y filma con su cámara a su personaje misterioso Oleg Karavaichuk (Kiev, 1927 -2016) pianista y compositor prodigio que, debido a su enfrentamiento con Stalin, su vida y su arte quedó en segundo lugar, casi en el ostracismo, porque el veto estatal sólo le permitió dedicarse a la composición de bandas sonoras para el cine, que llegó a componer más de 100. Duque dispone a su personaje en dos espacios, uno, el Museo Hermitage de San Petersburgo (el mismo lugar elegido por Sokurov para filmar El arca rusa, su imponente fresco histórico sobre los zares de Rusia), y la casa de Oleg, y alrededores. En el museo, ya desde la primera secuencia, en el que la cámara filma un largo pasillo, en el que al fondo se abre una puerta y entra Oleg que avanza hacia nosotros, el músico se detiene frente a la cámara y comienza a hablarnos en primera persona del museo, de su amor divino hacía ese espacio de arte, de la perdida de curiosidad sobre el arte de las gentes modernas, y de la exquisita belleza artística de Catalina la grande, y el mal hacer de Putin en el 250 aniversario del museo.
Las palabras de Oleg, con esa voz agua y aflautada, su cuerpo menudo y frágil, y una indumentaria curiosa (chándal negro, jersey negro, una peluca a lo sastrecillo valiente y su inseparable boina marrón) nos devuelven un tiempo ya extinguido, el del zar Nicolás II, y sus salones elegantes y lujosos, la revolución bolchevique, la época soviética y Stalin(para el que tocó con 7 años de edad, hecho que provocó que su padre, violinista de prestigio, fuese liberado) y sobre todo, nos habla de sus ideas, pensamientos y reflexiones sobre arte, música, analizando todos los cambios y procesos que ha vivido la música y los diferentes estilos que la han abordado mediante su ritmo, armonía y acordes. Duque captura la esencia de su personaje, inundando su película a través de planos generales y detalle (las manos) filmando sus movimientos suaves y reposados cuando nos habla de pie frente a nosotros, y llenos de energía y furia cuando toca el piano (el único pianista autorizado a tocar el piano de oro del Hermitage).
Duque ha elaborado una fascinante y maravillosa película/experiencia que trasciendo lo humano para penetrarnos en lo sublime y divino, en una elegía íntima e inquietante, que se transforma en una hermosísima obra sobre la belleza, sobre la pasión del arte y la música, protagonizada por un personaje apartado y en el ostracismo, que gracias a la película podemos conocer, escuchar y deleitarnos, no sólo con su arte, sino también, con su mirada crítica y agradecida del tiempo que ha vivido, un testigo de un tiempo ya perdido, ya muerto, espectral, como en la maravillosa secuencia en la que mientras camina por los alrededores de su casa habla de la casita verde de su amiga que ya no está, y de otros tantos que existían. Un personaje humanista y delicado, extraño y excéntrico, pero maravilloso y con una extraordinaria capacidad de emocionarnos con lo mínimo, que se levantó contra lo establecido y lo cómodo, y pagó sus terribles consecuencias, que grito contra aquellos que amenazan la música y el arte, como explica en un instante: “No se puede mover nada en la música. ¡Todo tiene que suceder por sí solo! Por encima de la voluntad”. Un genio raro, pero no lo son todos los genios, alguien que narra su vida, su música, que a veces cuando duerme, toca el piano en sueños, una música que proviene de lo divino, formada por la materia de aquello que nos conmueve, que sentimos, pero que somos incapaces de ver, porque hay cosas, las más bellas y apasionantes que le dan todo el sentido a nuestras vidas, que no entienden de razones, no, sólo se pueden ver y tocar con el alma y lo más profundo de nuestro ser.