Oleg y las raras artes, de Andrés Duque

cartel_poster_oleg_y_las_raras_artesLA BELLEZA DEL GESTO.

“(…) ¿Por qué no huele la fruta? En el mercado nada huele,  nada tiene aroma. Las personas han perdido su espíritu. ¿Por qué la gente se dedica a sus asuntos? Cuando lo que hay que hacer es dejar todo de lado. Sentarse en una silla y contemplar el horizonte de la historia”

Oleg Karavaichuk

El universo cinematográfico de Andrés Duque (1972, Caracas) personal e inclasificable, transita alejado de las narrativas convencionales, moviéndose en los márgenes de una industria demasiado complaciente. Su obra nace de un continuo diálogo y  búsqueda  perpetua de imágenes de diferentes orígenes, formatos y texturas, de naturaleza fragmentada, aparentemente inconexas, en el que laten algo parecido a relatos autobiográficos (huyendo de la biografía al uso) una especie de diarios filmados en los que no sólo retrata a alguien, sino también a sí mismo, tanto lo emocional como lo físico, como ocurría en sus dos primeros largos, Color perro huye (2011) y Ensayo final para utopía (2012).

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En el caso que nos ocupa,  el espíritu que recorre Oleg y las raras artes, tendríamos que remontarnos a su película  Iván Z (20034), dedicada al carismático e inclasificable cineasta Iván Zulueta (1943 – 2009) en la que con una filmación de sólo tres días en la casa del realizador y dibujante en San Sebastián, hace un retrato transparente y naturalista de todo aquello oculto, alejado de lo convencional, en una obra que se mueve entre las sombras y los recuerdos de alguien que da habida cuenta de una vida dedicada al cine, en los que nos habla en primera persona, sin tapujos y con una franqueza que asombra, siguiendo los pasos desestructurados de una biografía en la que ha habido de todo: cine, dibujos, familia, amigos, heroína, y tiempo transcurrido y perdido entre lo propio y lo ajeno. Duque habla con el personaje que filma, actúa tanto como narrador/espectador/cineasta que nos descubre el entorno doméstico de un artista que parece haber envejecido con él, en un intento vano e inútil, de detener un tiempo que nos devora.

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Oleg y las raras artes camina por los mismos postulados que Iván Z, aunque aquí Duque no interviene de manera física en la película, en esta observa y filma con su cámara a su personaje misterioso Oleg Karavaichuk (Kiev, 1927 -2016) pianista y compositor prodigio que, debido a su enfrentamiento con Stalin, su vida y su arte quedó en segundo lugar, casi en el ostracismo, porque el veto estatal sólo le permitió dedicarse a la composición de bandas sonoras para el cine, que llegó a componer más de 100. Duque dispone a su personaje en dos espacios, uno, el Museo Hermitage de San Petersburgo (el mismo lugar elegido por Sokurov para filmar El arca rusa, su imponente fresco histórico sobre los zares de Rusia), y la casa de Oleg, y alrededores. En el museo, ya desde la primera secuencia, en el que la cámara filma un largo pasillo, en el que al fondo se abre una puerta y entra Oleg que avanza hacia nosotros, el músico se detiene frente a la cámara y comienza a hablarnos en primera persona del museo, de su amor divino hacía ese espacio de arte, de la perdida de curiosidad sobre el arte de las gentes modernas, y de la exquisita belleza artística de Catalina la grande, y el mal hacer de Putin en el 250 aniversario del museo.

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Las palabras de Oleg, con esa voz agua y aflautada, su cuerpo menudo y frágil, y una indumentaria curiosa (chándal negro, jersey negro, una peluca a lo sastrecillo valiente y su inseparable boina marrón) nos devuelven un tiempo ya extinguido, el del zar Nicolás II, y sus salones elegantes y lujosos, la revolución bolchevique, la época soviética y Stalin(para el que tocó con 7 años de edad, hecho que provocó que su padre, violinista de prestigio, fuese liberado) y sobre todo, nos habla de sus ideas, pensamientos y reflexiones sobre arte, música, analizando todos los cambios y procesos que ha vivido la música y los diferentes estilos que la han abordado mediante su ritmo, armonía y acordes. Duque captura la esencia de su personaje, inundando su película a través de planos generales y detalle (las manos) filmando sus movimientos suaves y reposados cuando nos habla de pie frente a nosotros, y llenos de energía y furia cuando toca el piano (el único pianista autorizado a tocar el piano de oro del Hermitage).

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Duque ha elaborado una fascinante y maravillosa película/experiencia que trasciendo lo humano para penetrarnos en lo sublime y divino, en una elegía íntima e inquietante, que se transforma en una hermosísima obra sobre la belleza, sobre la pasión del arte y la música, protagonizada por un personaje apartado y en el ostracismo, que gracias a la película podemos conocer, escuchar y deleitarnos, no sólo con su arte, sino también, con su mirada crítica y agradecida del tiempo que ha vivido, un testigo de un tiempo ya perdido, ya muerto, espectral, como en la maravillosa secuencia en la que mientras camina por los alrededores de su casa habla de la casita verde de su amiga que ya no está, y de otros tantos que existían. Un personaje humanista y delicado, extraño y excéntrico, pero maravilloso y con una extraordinaria capacidad de emocionarnos con lo mínimo, que se levantó contra lo establecido y lo cómodo, y pagó sus terribles consecuencias, que grito contra aquellos que amenazan la música y el arte, como explica en un instante: “No se puede mover nada en la música. ¡Todo tiene que suceder por sí solo! Por encima de la voluntad”. Un genio raro, pero no lo son todos los genios, alguien que narra su vida, su música, que a veces cuando duerme, toca el piano en sueños, una música que proviene de lo divino, formada por la materia de aquello que nos conmueve, que sentimos, pero que somos incapaces de ver, porque hay cosas, las más bellas y apasionantes que le dan todo el sentido a nuestras vidas, que no entienden de razones, no, sólo se pueden ver y tocar con el alma y lo más profundo de nuestro ser.


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