Carajita, de Silvina Schnicer y Ulises Porra

UNA NOCHE DE LLUVIA… 

“Enfermo está el mundo, donde tener y ser significan lo mismo”.

Eduardo Galeano 

Nos encontramos en una de esas casas opulentas junto al mar en la costa de la República Dominicana. En su interior, trabaja Yarisa, la criada que tiene una relación especial con Sara, la hija de los señores. Se tratan de tú a tú, se escuchan y se cuidan, como si fueran madre e hija. Toda esa relación dará un giro de 180 grados cuando Mallory, la hija de Yarisa que ha venido de visita, sufre un accidente en una noche de lluvia. A partir de ese momento, la relación se enfría, primero y desaparece, volviendo, o como decirlo, como si nunca hubiesen tenido esa relación estrecha que tenían. Vuelven a ser la criada y la hija de los señores, una hija que vive en la abundancia, en el hastío de esos nuevos ricos y corruptos, como define Sara a su padre y amigos, que malgastan en aburridas y tediosas fiestas donde nada les llena, donde nada les agrada totalmente. Bajo el marco de una desaparición, la película indaga en temas tan universales como la injusticia, la desigualdad y la eterna diferencia de clases en unas sociedades donde el progreso y el bienestar se instala en los que dirigen la economía y deciden las vidas de miles de individuos que sólo están para obedecerles y servirles. 

La segunda película de la bonaerense Silvina Schnicer y del barcelonés Ulises Porra, después de la interesantísima Tigre (2017), donde a partir del drama contaban el viaje de una mujer para recuperar a su hijo y su pasado. Al igual que ocurría en Tigre, donde la ubicación era la isla fluvial del Delta del Tigre, en Carajita, la situación geográfica también define lo que se cuenta y el devenir de sus personajes. A partir de un guion que firman Ulla Prida y la pareja de cineastas, contado bajo el prisma de lo cotidiano, de lo aparente y superficial, es decir, a través de encuentros y desencuentros en los que se habla de la situación política del país, de las relaciones superficiales de los jóvenes, y de la desidia y vacío tan frecuente en este tipo de casas y sus ocupantes. La evidencia no se remarca en ningún aspecto, sólo se va mostrando con una naturalidad que nos va absorbiendo y magnetizando a ese otro mundo, a ese universo de riqueza y burguesía en el dictan las normas y deciden que está bien o mal, porque la trama es sencilla y directa, no se anda por las ramas ni tampoco con la intención de epatar y sorprender, sino todo lo contrario, todo ocurre con una cotidianidad que da pavor, un aroma de terror en el que existimos a merced de los otros, bajo una falsa libertad que se hunde cuando hay algún conflicto y el dinero y la posición social se discute. Sometidos al yugo económico bajo esa oscuridad de existencia que los derechos y la libertad se compra con dinero y nada más. 

La interesante mezcla de drama cotidiano con el thriller resulta de una gran brillantez, porque el caso de la desaparecida, acaba eclosionando en esa madeja de intereses y poder entre los de arriba y los de abajo, que claman justicia, una idea de justicia completamente comprada y manipulada. La excelente cinematografía que firman el argentino Iván Gierasinchuk (que repite después de la experiencia en Tigre), al que conocemos sus trabajos con sus compatriotas Pablo Agüero y Carlos Sorín), y el chileno Sergio Armstrong, en películas de Sebastián Silva, Pablo Larraín y Lorenzo Vigas, entre otros. El gran trabajo de montaje que firma la argentina Delfina Castagnino, también en Tigre, que tiene en su filmografía a directores como Lisandro Alonso, Santiago Mitre, y las películas Princesita, de Marialy Rivas y Alanis, de Anahí Berneri, con un ritmo estupendo y una densidad que ayuda a entablar los diferentes roles de poder y miedo que se instalan en la película. La música de Andrés Rodríguez contribuye a crear esa atmósfera turbia y densa que planea durante la película. 

El excelente plantel de intérpretes empezando por Magnolia Núñez que hace de Yarisa, la criada que ve como su estabilidad se va al traste cuando su hija sufre el accidente, junto a la impresionante Cecile Van Welie en el rol de Sara, esa chica que sigue a sus padres, que no dice nada cuando explota el conflicto, y se oculta en sí misma. Richard Douglas como el padre que todo lo repara, Clara Luz Lozano como la madre estúpida y snob, y finalmente, Adelanny Padilla como Mallory, la accidentada. Y luego, los demás actores y actrices que ofrecen naturalidad y cotidianidad, y muchas miradas y silencios, fundamentales cuando las cosas se tuercen y te sobrepasan. Debemos de celebrar que volvamos a ver otra película procedente de la República Dominicana con coproducción con Argentina, porque no es lo habitual por estos lares, que se suma a Miriam miente (2018), curiosamente dirigida por dos cineastas, Natalia Rodrigo, dominicana, y Oriol Estrada, catalán, que reflejaba las diferencias sociales también, esta vez del racismo imperante entre los habitantes del país caribeño. Carajita tiene el aroma de ese cine intenso y reflexivo que realiza el mexicano Michel Franco, donde profundiza en las relaciones y posiciones sociales de su país, un mal endémico extrapolable a cualquier lugar del mundo. 

No dejen pasar una película como Carajita, de Silvina Schnicer y Ulises Porta, porque tiene todos los ingredientes que enganchan al público ávido de historias que expliquen cosas y sobre todo, explique detalles de la condición humana y la siniestra forma en la que nos relacionamos con los otros cuando el conflicto estalla y nos salpica. Una trama poderosa y absorbente que comienza de forma brutal con ese cuadro negro, el ruido del mar, y cuando abre, la noche encima de nosotros, y unas luces de automóivl alumbra a un lugar determinado que no logramos apreciar. Una oscuridad con poca luz y de noche, elementos que definen por donde irán los tiros en la película. Un mar, una playa, un camino, unas cabras en libertad que se mueven a su libre albredío, una mujer destrozada por el accidente de su hija, una don nadie, que mencionaba Galeano, estos don nadies a los que nadie recuerda, a los que nadie ayuda, a los que nadie ve, no porque sean invisibles, sino porque a nadie les importan, que pueden desaparecer sin más, así como si nada, porque si alguna vez existieron fue para obedecer y servir, sin nombre, que nada pueden hacer para cambiar su triste destino, porque los que pueden ni los miran, ni los existen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve

MÁS HUMANOS QUE LOS HUMANOS.

“El dolor te recuerda que la alegría que sentías era real”

En Testigo de cargo, su director Billy Wilder nos pedía encarecidamente que ningún espectador desvelase la trama tan misteriosa y peculiar que encerraba su película. La misma demanda nos advertía un texto introductorio de Denis Villeneuve en su película Blade Runner 2049. La esperadísima continuación de Blade Runner, de Ridley Scott, una de las cintas que revolucionó el género de la ciencia-ficción a principios de los 80, con su mezcla con el noir, nos sumergía en una atmósfera agobiante, oscura y decadente donde Deckard, un agente policial tenía la misión de “retirar” a unos replicantes amotinados. Si bien es cierto, la apuesta de su director Ridley Scott necesitó su tiempo para convencer a propios y extraños y convertirse en la película de culto, admirada por millones, que es en la actualidad. Quizás su apuesta por lo diferente, lo osado, su estética tenebrosa, más propia del cine de terror, y un protagonista, solitario, con problemas de identidad profundos, sus reflexiones filosóficas, y convertido en un vil asesino, se toparon con un público ávido de una ciencia-ficción más dada al universo de Star Wars y no a cuestiones más complejas sobre el alma humana.

Aunque su fama de gran película, bien ganada, le haya perjudicado a la hora de afrontar una segunda entrega, y han tenido que pasar más de tres décadas, 35 años en concreto para que podamos descubrir que fue de Deckard y Rachael en su desesperada huida de enamorados perseguidos. Ridley Scott, ahora en funciones de producción, ha necesitado un guión de su agrado, que vuelve a recuperar la trama y personajes de la novela «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?», de Philip K. Dick, escrito por Hampton Fancher (autor de la primera) con la colaboración de Michael Green (guionista de Logan, entre otras) y un director a la altura como Denis Villeneuve (Gentilly, Canadá, 1967) para dar forma a esta segunda entrega, que mantuviese el espíritu de su predecesora, pero desviando su premisa argumental, no un calco, sino un film con personalidad propia.  La película se abre en el año 2049, treinta años después, donde conocemos a K (como el desdichado hombre de El proceso, de Kafka) un agente “Blade Runner” que tiene que retirar a un modelo antiguo de Nexus 8. Después del trabajo, se encuentra con una flor bajo un árbol, que destapará una caja enterrada que le abrirá un nuevo camino que empezará a desgranar con sus pesquisas.

A través de una atmósfera fascinante, entre la ciencia ficción decadente, el noir más inquietante, el romántico gótico y fou, y el terror más tenebroso, donde la oscuridad, la humedad y la opresión se han adueñado de la ciudad de Los Ángeles, en el que los problemas que anunciaba la primera entrega se han acuciado y nos encontramos en una no ciudad decadente y terrorífica donde existe un deterioro urbano, de ruina total, el cambio climático (no cesa de llover, en un ambiente frío, de nieve y mucho barro, acompañado de un aire denso lleno de partículas contaminantes) en el que la ingeniería genética se ha convertido en el pilar fundamental de la no sociedad, la existencia de una sobrepoblación asfixiante y caótica, adicta a todo tipo de sustancias, que viven en la oscuridad o en subterráneos, donde todo es falso y vacío como la comida, el sexo y demás, y una división social terrorífica y grandes estratos económicos, etc… Por otra parte, nos encontramos a la nueva compañía que juega a ser Dios, la Wallace Corporation que coge el relevo de la Tyrell, en su afán de crear replicantes perfectos que puedan engendrar otros seres, aunque su creador, el oscuro Niander, no ha encontrado la fórmula secreta.

Estamos ante una obra magnífica y maravillosa, donde el policía solitario y silencioso, de vida vacía y entregada a su trabajo, nos recuerda a Jeff Costello, el asesino interpretado por Delon en la estupenda El silencio de un hombre, de Jean-Pierre Melville, donde se recogía lo más clásico del cine noir junto al antihéroe del western, en una mezcla poderosa donde el hermético “retirador” acababa encontrándose con su inevitable destino. Aquí, el agente K deberá vencer a sí mismo y volver a sus orígenes, emprender su propio camino, aunque eso signifique ir en contra de las órdenes de su jefa, y además, tener que enfrentarse a las argucias de la Wallace Corporation que tiene otros planes. Villeneuve construye una película digna sucesora de Blade Runner, imaginando una trama que rescata con acierto la original y sumergiéndonos en un mundo distópico donde todo es artificial y sintético, en el que hay fembot de compañía virtuales que aman, acompañan y escuchan a tantos solitarios de este mundo, y también, otras fembot asesinas que trabajan a sueldo para intereses de compañías ávidas de poder y endiosadas, donde nos encontramos a viejos agentes escondidos y alejados de todo y todos, porque a veces para ser uno mismo, uno tiene que huir y esconderse, olvidándolo todo, incluso aquello que tanto amó.

El cineasta canadiense vuelve a penetrar en el alma humana creando un thriller filosófico intenso, donde la identidad es el armazón donde se sustenta toda su trama, envolviendo su película en un mundo ruinoso, oscuro, industrial, olvidado, que se cae a trozos, donde se mezcla la tecnología más desarrollada con las penurias más brutales, donde todo es extremo y nada parece tener fin, en un no mundo deshumanizado, repleto de fantasmas, de espectros que ya no saben discernir entre lo real y lo construido, donde humanos y replicantes sobreviven sin muy bien saber quiénes son y para qué de su existencia. Una película de una gran calidad técnica donde sobresalen la formidable fotografía de Roger Deakins (colaborador con Villeneuve en Prisioneros o Sicario), el asombroso trabajo en el diseño de producción de la mano de Dennis Gassner (colaborador de los coen, las últimas de Bon o Tim Burton, entre otros) y la elegancia y romántica música de Hans Zimemr, acompañado de un estupendo cast en el que Ryan Gosling ejecuta a la perfección el agente solitario, callado y huidizo. La aparición espectral de Harrison Ford haciendo de Deckard o lo que queda de él, una fría e inquietante Robin Wright como jefa de K, una simpática y hermosa Ana de Armas como Joi (la fembot de compañía de K) y su contrapunto Luv, una Nexus 9 asesina de la Wallace que capitanea su creador, un perverso y siniestro Jared Leto, y otra aparición estelar, Edward James Olmos volviendo a su Gaff o lo poco que sabemos de él.

Después de penetrar en el género de los thrillers potentes y bien contados, con personajes abrumados y sobrepasados por las circunstancias, Villeneuve vuelve a la ciencia ficción después de La llegada, un relato de gran factura técnica que escarbaba en las relaciones entre humanos y extraterrestre a través de la comunicación. Ahora, su cambio ha sido completamente radical, devolviéndonos un clásico que sigue en la retina de muchos, en el que recoge su espíritu construyendo un universo deudor, en el que no hay tiempo para el diálogo, ya no quedan palabras, todo se ha perdido, el tiempo de antes, donde todavía había tiempo para deleitarse con la música escuchando a Sinatra o Elvis, todo ese mundo ha dejado paso a unas máquinas que ya no funcionan bien y ya nadie sabe para qué sirven, en el que los recuerdos sólo sirven para seguir no viviendo los días, porque ya sabemos que nada nos pasará hacia adelante, que todas nuestras vidas se concentran en el pasado, en aquello que vivimos y amamos, sean experiencias reales o no.