Samsara, de Lois Patiño

CERRAR LOS OJOS. 

“Un sentimiento que a él le gustaría llamar la sensación de la “eternidad”, un sentimiento de algo ilimitado, infinito, por así decir “oceánico”.

Sigmund Freud

En un momento fascinante y revelador de ese prodigio que es la película Las vacaciones del cineasta (1974), de Johan van der Keuken, el propio cineasta menciona la grandiosidad del aparato cinematográfico cuando revela que: “El cine es el único arte que tiene la capacidad de mostrar la vida y la muerte en un solo plano”. En Samsara, el tercer largometraje de Lois Patiño (Vigo, 1983), la idea no es solo mostrar la vida y la muerte, y la fragilidad que las separa, sino en materializar ese tránsito entre esos dos estados. Filmar lo invisible, aquello que no es perceptible para nuestros sentidos, y lo que nos propone es una experiencia radical, sí, pero también, una experiencia diferente, la de cerrar los ojos literalmente, y que las imágenes que nos vemos se posen en nuestros párpados y se conviertan en esa pantalla oculta. Una pantalla que nos irá guiando por esos sensitivos 15 minutos, convertidos en un interludio que devuelve el cine su magia, su parte espectral, donde las cosas que no vemos son tan o más importantes que las que vemos, o lo que es lo mismo, las imágenes que vemos y las que no, sobre todo, estás últimas, son el vehículo que nos ayuda a ver lo que no vemos. 

Los que conocemos la trayectoria de Patiño no nos sorprende en absoluto ese nuevo capítulo en su filmografía, porque desde que vi Montaña en sombra (2012), una pieza de 12 minutos donde el paisaje de montaña nevado mientras veíamos a unos diminutos esquiadores, ya nos daba cuenta de la mirada de un cineasta que profundiza en la relación de humanos y el paisaje, donde en plano muy general, las cosas formaban figuras extrañas en que la experiencia sensorial y visual era toda una revelación. En Costa da Morte (2013), su ópera prima, nos mostraba ese lugar mítico desde otra perspectiva, a plano general, también, donde veíamos a mariscadoras en su tarea, mientras escuchábamos sus diálogos como si estuvieran a nuestro lado. Una experiencia inmersiva desde la lejanía que nos situaba en una zona de experiencia intuitiva y fascinante. En Lúa Vermella (2020), su cine entraba en otro estado, y nunca mejor dicho, y se planteaba la relación entre los marineros muertos en los naufragios que volvían en forma de espectros con los vivos, creando una nueva realidad donde conviven unos y otros en un espectáculo visual y sonoro magnífico. 

Samsara coescrita por Gabiñe Ortega, coproductora de la cinta junto a Leire Apellaniz y Claudia Salcedo, y el propio Patiño, sigue la línea, o podríamos decir, que sigue en sintonía a lo que revelaba Lúa Vermella, pero ahora deja su tierra galega para viajar lejos o cerca, y llevarnos a dos tiempos, dos estados y dos formas de relacionarse con la vida y sobre todo, con la muerte, con esa interesante idea que todo formamos de un todo. Primero, estamos en Laos, siguiendo la experiencia del joven Amid, que lee a una anciana moribunda el Bardo Thodol o Libro Tibetano de los Muertos, y hace amistad con un joven novicio budista que llevará por el río Mekong junto a otros novicios hacia una gran cascada. Cuando muere la anciana, la película se adentrará en el “Bardo”, la realidad intermedia de la que habla el mencionado libro (experimentando esos 15 minutos que nos invitan a cerrar los ojos y a meditar), donde el cuerpo transita hasta la segunda parada del viaje, las playas de Tanzania, en que la nueva existencia se hará realidad en el cuerpo de una cabrita Neema, que significa “Bendición”, bajo la tutela de una niña que se llama Juwairiya. La película traza un magnífico espectáculo lumínico y sonoro, donde el tiempo se detiene, en que el relato se cuenta y se toma su tiempo para entrar en un estado diferente, en que nos detenemos y miramos la película.

La película nos propone un camino sinuoso, peor también relajado, más allá de nosotros y lo que conocemos, porque Samsara es una película para mirarla y contemplarla, porque sus imágenes contienen belleza y poesía, en que lo mítico y lo espiritual abordan cada mirada, cada gesto y cada instante, con una cinematografía doblada, ya que para Laos se encarga el gran Mauro Herce, y para Tanzania, Jessica Sarah Rinland, la directora de A imagen y semejanza (2019), con los destellos intermitentes de color estroboscópico que se posan en nuestros ojos cerrados, y filmada en 16mm con ese grano y textura, que consuma esa idea de atemporalidad y otro tiempo y ningún tiempo, en que la película no muestra una realidad, sino muchas, múltiples, y ninguna conocida, todas las posibles e infinitas no realidades de otros mundos, o mejor dicho, que pertenecen al mundo de los sueños, a lo inexplicable, a lo sublime, a lo otro. El vasco Xabier Erkizia se encarga del diseño de sonido y la música, esenciales en una película en la que estos dos elementos se convierten en lo que vemos o en las guías fundamentales para que nuestras mentes vean lo que no vemos. El formidable montaje que lleva la firma del propio director, es un virtuoso trabajo lleno de detalle, de ese ritmo pausado que no pesado, donde cada plano y cada encuadre vive y muere. 

Patiño ha construido una película que va más allá de la propia experiencia cinematográfica, porque usa el cine para vehicular una experiencia elevadora que nos remite a los orígenes, cuando el cine era capaz de filmar lo invisible, materializar lo oculto, donde el universo de los vivos y los muertos se mezclaba y no éramos capaces de discernir entre uno y el otro. Samsara, de Lois Patiño es una alucinante película que fusiona lo doble, desde la convivencia de diferentes religiones como el budismo y el islamismo, dos universos, dos paisajes, dos formas de vida, dos pensamientos, la vida y la muerte en eterna convivencia, y ese otro estado, el llamado “Bardo”, y filma lo invisible, lo que no se ve, y para eso, mientras lo hace, nos invita a no ver, a ver más allá, a una relación íntima y sensorial y visual porque percibimos esos mencionados destellos. Una película que es más que una película, porque se sumerge en un estado emocional muy profundo, y lo hace con una herramienta infinita como el cine, dotándola un valor que muchos han olvidado o quizás, no saben que posee, porque Patiño no sólo ha mirado a eso que desconocemos: el tránsito entre los vivos y los muertos, sino que ha mirado mucho más allá, y se ha sumergido en aquello que no ve, aquello que siente o intuye, aquello que está y que sólo cerrando los ojos, como nos acuciaba Erice en su última película, estrenada apenas tres meses, porque hay cosas demasiado importantes que sólo podemos ver con los ojos cerrados. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cerrar los ojos, de Víctor Erice

LA MEMORIA DEL CINE. 

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”

Isabel a Ana en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice 

Fue el pasado martes 12 de septiembre en Barcelona. Los Cinemes Girona acogían el pase de prensa de Cerrar los ojos, de Víctor Erice (Valle de Carranza, Vizcaya, 1940). La expectación entre los allí reunidos era enorme, como ustedes pueden imaginar. Entramos en la sala como los feligreses que entran a una iglesia los domingos, excitados e inquietos y en silencio, ante una película de la que yo, personalmente, no he querido conocer ni ver nada de antemano, que sea de Erice ya es razón y emoción más que suficiente para descubrirla con la mayor virginidad posible. Porque no casó con esa idea tan integrada en estos tiempos de informarse y hablar tanto de las películas que todavía no se han visto, porque a mi modo de parecer, se pierde la esencia del cine, se pierde toda esa imaginación previa, la de soñar con esas imágenes que todavía no has experimentado, como les ocurre a Ana e Isabel en ese momento mágico en la mencionada película, donde ven por primera vez una película y la van descubriendo y asombrándose, una experiencia que en este mundo sobreinformado y opinador estamos perdiendo y olvidándonos de toda esa primera vez que debemos conservar y rememorar cada vez que nos adentramos en el misterio que encierra una película. 

La película a partir de un guion de Michel Gaztambide (guiones para Medem, Urbizu y Rosales, entre otros), y del propio Erice, se abre de un modo inquietante y muy revelador. Una apertura rodada en 16mm, que ya reivindica ese amor por el celuloide en el tiempo de la dictadura digital. Aparece el título que nos indica que estamos en un lugar de Francia en 1947, en una especie de jardín de otro tiempo alrededor de una casa señorial. La imagen fija capta una pequeña estatua subida en un pilar. Una cabeza con dos rostros. Dos rostros que pueden ser de la misma persona o quizás, son dos rostros de dos personas totalmente diferentes. Una primera imagen, sencilla e hipnótica, que nos acompañará a lo largo del filme. Inmediatamente después, en el interior de la casa, un personaje de más de 50 años se reúne con el señor de la casa cuidado por un oriental. Se trata de un hombre enfermo, postrado en una silla, que habla con dificultad. Le explica que debe ir a Shanghai a buscar a su hija a la que quiere ver antes de morir. Una escena sacada de la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (1933-2020), publicada en 1993, de la que Erice trabajó en un proyecto entre 1996 y 1998 con el título de La promesa de Shanghai, que finalmente no pudo realizar. Después de esta información, debemos detenernos y hacer un leve inciso, ya que este detalle es sumamente importante. Cerrar los ojos es una película caleidoscópica, es decir, en su proceso creativo tiene todas esas películas imaginadas que Erice, por los motivos que sean, no ha podido filmar. Todas esas imágenes pensadas con el fin de capturar, de embalsamar, tienen en la película una oportunidad para ser recogidas y sobre todo, mostradas. 

Volvemos a la película. Después de esa secuencia de apertura, y ya en el exterior, cuando el actor cruza el jardín, dejando la casa a sus espaldas, la imagen se detiene y el narrador, que no es otro que Erice, nos explica que ese fue el último plano que rodó el actor Julio Arenas, antes de desaparecer sin dejar rastro, en la película inacabada La mirada del adiós, de la que se conservan un par de secuencias nada más. Eso ocurrió en el año 1990. La trama se desarrolla en el año 2012, cuando Miguel Garay, el director de aquella película, es invitado a un programa de televisión que habla de casos sin resolver como el de Julio Arenas. A partir de ahí, la historia se centra en Garay, un director que ya no hace películas, sólo escribe a ratos, y vive, o al menos lo intenta. Como una película de antes, porque Cerrar los ojos, tiene el misterio que tenían los títulos clásicos, donde había un desaparecido o desaparecida, un misterio o no que resolver, y donde nada parecía lo que nuestros ojos veían. Seguimos a Garay, no como un detective a la caza de su amigo actor desvanecido, sino encontrándose con viejas amistades como la de Ana Arenas, hija del actor, alguien que conoció poco a su padre, al que ve como alguien misterioso y demasiado alejado de ella. Tiene un encuentro con Lola, un antiguo amor de ambos amigos, como el que tenían Ditirambo y Rocabruno en Epílogo, de Suárez. También, se encuentra con Max Roca, su montador, un encuentro espectral de dos fantasmas que vagan por un presente desconocido, es un archivero del cine, como aquella secuencia del director de cine y el señor de la filmoteca en la inolvidable La mirada de Ulises (1995), de Angelopoulos, y digo cine, de aquellas películas clásicas enlatadas en su cinemateca particular, con el olor de celuloide, con ese amor de quién conoció la felicidad y ahora la almacena como oro en paño, con esos carteles colgados como reliquias santificadas como el de They Live by Night, de Ray. 

La película se mueve entre dos rostros, entre dos mundos, el que proponía el cine clásico, y el otro, el que propone el cine de ahora, un cine bien contado, interesante, pero que ha perdido la fantasmagoría, es decir, que las imágenes no son filmadas sino descubiertas y posteriormente capturadas después de un proceso incansable de misterio y búsqueda. El cine de los Bergman, Tarkovski, Dreyer, Rossellini… Un cine límbico que se mueve entre el mundo de los sueños, la imaginación y los fantasmas, ese cine que no sabe qué descubrirá, movido por la inquietud, por una incertidumbre en que cada imagen resultante se movía entre las tinieblas, entre lo oscuro y lo oscilante, entre todo aquello que no se podría atrapar, sólo capturar, y en sí misma, no tenía un significado concreto, sino una infinidad de interpretaciones, donde no había nada cerrado y comprendido, sino una suerte de imágenes y personajes que nos llevaban por unas existencias emocionantes, sí, pero sumamente complejas, llenas de silencios, grietas y soledades. Volviendo al inciso. Erice ha construido su película a partir de todos esos retazos y esbozos, e imágenes no capturadas, porque en Cerrar los ojos encontramos muchas de esas imágenes como las que formarían parte de la segunda parte de El sur, una película que el cineasta considera inevitablemente, ya que faltaba la parte andaluza, la de Carmona. No en la localidad sevillana, pero si en otros municipios andaluces se desarrolla parte de la película, como en la casa vieja y humilde junto al mar, a punto de desaparecer, que vive Garay, como uno de esos pistoleros o vaqueros de las películas del oeste crepusculares, donde asistimos a una secuencia muy de ese cine, y hasta aquí puedo contar. 

Un cine envuelto en el misterio de cada plano y encuadre, un cine que revela pero también, oculta, porque navega entre aguas turbulentas, entre la vigilia y el sueño, entre la razón y la emoción, entre la desesperanza y la ilusión, entre la vida y la ficción, como aquella primera imagen que voló la cabeza de Erice, la de la  niña y el monstruo de Frankenstein junto al río en la película homónima de James Whale de 1931, que tuvo su espejo en la mencionada El espíritu de la colmena, cuando Ana, la protagonista, se encontraba con el monstruo en un encuadre semejante. Una imagen que describe el cine que siempre ha perseguido el cineasta vizcaíno, un cine que se mueva entre lo irreal, entre lo fantasmagórico, un cine que ensalza la vida y la ficción en un solo encuadre, transportándonos a esos otros universos parecidos a este, pero muy diferentes a este. Podríamos pensar que tanto Garay como Max son trasuntos del propio Erice, como lo eran los personajes de El sabor del sake (1962), para Ozu en su última película, no ya en su imagen física, con la vejez a cuestas, con esa frase: “Envejecer sin temor ni esperanza”, sino también en la otra idea, la de dos amantes del cine de antes, en una vida ya no de presente, sino de pasado, de tiempo vivido, de recuerdos y sobre todo, de memoria, de nostalgia por un tiempo que ya no les pertenece y está lleno de recuerdos, sueños irrealizables y melancolía. 

A nivel técnico la película está muy pensada como ya nos tiene acostumbrados Erice, desde la luz, que se mueve entre esos márgenes del cine y la vida, que firma Valentín Álvarez, que ya había hecho con él las películas cortas de La morte rouge (2006) y Vidrios rotos (2012), el montaje de Ascen Marchena, que mantiene ese tempo pausado y detallista, donde cada plano se toma su tiempo, donde la información que almacena va resignificando no sólo lo que vemos, sino el tiempo que hay en él, en una película que se elabora con intimidad, cuidado y sensibilidad en sus 169 minutos de metraje. La música del argentino Federico Jusid, mantiene ese tono entre esos dos mundos y esos dos rostros, o incluso esas dos miradas, por las que se mueve la historia, no acompañando, sino explicando, moviéndose entre las múltiples capas que oculta la película. En relación a los intérpretes, podemos encontrar a José Coronado como el desaparecido Julio Arenas, tan enigmático como desconocido, que no está muy lejos del hermano de Agustín, el protagonista de El sur. Un personaje del que apenas sabemos, y como ocurría en la citada, es a partir de los recuerdos de los demás personajes, que vamos reconstruyendo su vida y milagros, siempre desde miradas ajenas, no propias, que no hace otra cosa que elevar el misterio que se cierne sobre su persona. 

Después tenemos a los “otros”, los que conocieron a Julio. Su amigo el director Miguel Garay, que hace de manera sobria y sencilla un actor tan potente como Manolo Solo, el director que ya no rueda, que sólo escribe, perdido en el tiempo, en aquel tiempo, cuando el cine era lo que era, con sus recuerdos y su memoria, rodeado de viejos amigos como Max, y de nuevos, como sus vecinos, todos viviendo una vida que se termina, en suspenso, a punto de la desaparición. Ana Arenas, la hija del actor, la interpreta Ana Torrent, volviendo a esa primera imagen del cine de Erice, acompañada de la primera mirada, o mejor dicho, construyendo a partir de esa primera imagen, de su primera vez, transitando a través de ella, y volviendo a soñar con esa inocencia, donde todo está por hacer, por descubrir, por soñar. La primera de la que han surgido todas las demás. Mario Pardo, uno de esos actores de la vieja escuela, tan naturales y bufones, hace de Max, el carcelero del cine, de las películas de antes, el soñador más soñador, el inquebrantable hombre del cine y por el cine, que sigue en pie de guerra. Petra Martínez es una monja curiosa que deja poso. María León es una mujer que cuida de la vejez, con su naturalidad y desparpajo. Helena Miquel y Antonio Dechent también hacen acto de presencia. José María Pou es el viejo enfermo de la primera secuencia que abre la película, y la argentina Soledad Villamil es uno de esos personajes que se cruzarán en las vidas de Julio y Miguel. 

Nos gustaría soñar como nos demanda Erice, que Cerrar los ojos no sea su última película, aunque viéndola todo nos hace pensar que pueda ser que sí, porque no se ha dejado nada en el baúl de la memoria, en ese espacio que ha ido guardando, muy a su pesar, todas esas imágenes soñadas que no pudieron materializarse, pero que siempre han estado ahí, esperando su instante, su revelación. Aunque siempre podemos volver a ver sus anteriores trabajos, porque es un cine que siempre está vivo, y sus películas tienen esa cosa tan extraña qué pasa con el cine, que es como si se transformará con el tiempo, como aquellas palabras tan certeras que decía mi querido Ángel Fernández-Santos, coguionista de El espíritu de la colmena, como no: “Las películas siguen manteniendo su misterio mientras haya un espectador que quiera descubrirlo”. Por favor, no dejen pasar una película como Cerrar los ojos, de Víctor Erice, que quizás, tiene la una de las reflexiones más conmovedoras que ha dado el cine en años, la de ese espacio de memoria y sentimientos, que vuelve a renacer cada vez que sea proyectado, como aquellos niños de pueblo de hace medio siglo, porque está filmada por uno de esos cineastas que miran el cine como lo mira Ana, con la misma inocencia que su primera vez, cuando descubrió la magia con La garra escarlata, esa primera imagen que construyeron todas las que han venido después, en las que el espectador descubre, participa, se emociona y siente… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA