Mario, de Guillem Miró

¿EL CUMPLEAÑOS DE MARIO?. 

“Cuando ves a alguien sólo te das cuenta de lo que esa persona te deja ver”. 

De “El último detective”, de Robert Crais

Un día cualquiera, igual que otro. Ignasi y Júlia, dos amigos de Mario, llegan a una casa capitaneada por un huerto donde se va a celebrar el cumpleaños del susodicho. Allí, se encuentran a Antònia, la novia de Mario, Ernest, padre y “futuro yerno” del joven, y sus cuñados, Vanesa y Benji, y el hijo de éstos, Lluc. Todos están expectantes a la llegada de Mario. Todos comienzan a hablar de su relación con él. Todos lo conocen o quizás, sólo conocen una parte de él. ¿Quién es Mario?. O mejor dicho: ¿Cuántos Marios hay en Mario?. O simplemente, Mario es tan abierto, simpático y seductor que es capaz de conocer a personas tan diferentes. En eso estamos, esperando el cumpleaños. Un tiempo para hablar, pensar y sospechar de la verdadera personalidad del tal Mario que, comienza como una broma, y cada vez se vuelve más enigmática, alejada y muy oscura. Mientras llega el homenajeado, los familiares e invitados intercambiarán sus intimidades que comparten con Mario y más de uno y una se sorprenderán o no de lo que allí se escuche. 

De Guillem Miró (Mallorca, 1991), vimos la interesante y sugestiva En acabar (2017), que seguía en una larga noche veraniega la peripecia de Gori, deseoso de reencontrarse con una chica que idealiza demasiado junto a sus colegas. También los cortometrajes Avistament 1978 y La Nau, entre otros, nos llega su segundo trabajo Mario, en forma de tragicomedia que bebe mucho de cierta tradición berlanguiana bien mezclado con la comedia existencial que creció en los noventa, muy de Linklater, y los films Dogma como Celebración, de Thomas Vinterberg, de la que bebe mucho, bien aderezado con los problemas y conflictos de la juventud de ahora, donde las apariencias, las máscaras y diversos disfraces se han convertido en el ideario de todos y todas, embutidos en existencias tan perfectas como falsas. La película se mueve con orden dentro de ese caos en ese combate emocional por saber quién es la verdadera identidad de Mario, a través de la relación, suposiciones y demás relatos que cada uno se monte en su cabeza a partir de esto o aquello que creen o no. Tiene la película una naturalidad y espontaneidad que la hace sincera y muy honesta, en un continuo abrir y cerrar puertas en las que el misterio radica en las ideas e hipótesis que se ha montado cada uno. Ayuda y mucho esa única localización interior/exterior en la que el laberinto doméstico adquiere más presencia y más lío. 

El cineasta mallorquín se ha acompañado de una cómplice como Ana Inés Fernández, que ya estuvo como cinematógrafa en sus cortos Peix al forn y el citado Avistament 1978, y ahora, asume las labores de coguionista junto a Miró, construyendo un guion donde la comedia disparatada se funde con el drama íntimo y doméstico consiguiendo ese ritmo agitado donde la oscuridad va haciendo acto de presencia de forma sutil. La excelente música de Raquel Sánchez, que la escuchamos en Escanyapobres y la recién serie Delta, que funciona como la mejor aliada para equilibrar los instantes cómicos con los más duros, con unas composiciones maravillosas que le dan un gran vuelo a la historia. La cinematografía de Joan González, que tiene en su haber películas tan interesantes como Open24h, de Carles Torras, Transeúntes, de Luis Aller y la más reciente Beach House, de Héctor Hernández Vicens. Una luz mediterránea que se va torciendo hacia ese interior a medida que el día va cayendo y se va abriendo la caja de pandora o lo que creen averiguar los invitados. La edición de Ove Hermida-Carro ayuda a poner de relieve los altibajos emocionales que sufren los personajes en sus intensos 89 minutos de metraje. 

Como ocurría en su celebrada ópera prima, Miró se ha rodeado de un excelente reparto encabezado por intérpretes con experiencia en el cine y el teatro, que ofrecen transparencia y cercanía, muy alejados de lo impostado. Tenemos a Glòria March como la pareja de Mario, los amigos que hacen Daniel Bayona y Raquel Ferri, y el que llega después Aimar Vega. Los familiares que son Miquel Gelabert como el suegro, que también fue el protagonista de la mencionada La Nau, Alba Pujol y José Pérez-Ocaña son los cuñaos y el sobrino Jaume Gálvez, y el cumpleañero que hace Jaume Madaula. Una película como Mario, de Guillem Miró, juega como esos juegos de mesa al estilo Cluedo, donde los personajes inventan una identidad o quizás no lo hacen, y todo se debe a esa espera y las distintas relaciones que tiene cada uno con el mencionado. No obstante, si deciden ver una película como Mario estoy seguro que les va a entretener y además, les va hacer pensar si todo eso que piensan acerca de esa persona o aquella otra, es fruto de su imaginación o tiene una base real, de todas las ideas que nos hacemos de los demás y de nosotros mismos, y la facilidad que tenemos para juzgar al otro, olvidando que todos somos juzgados muy a la ligera, con el riesgo que tiene de dejarse llevar por las impresiones y no tomarse el tiempo para profundizar en el otro. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los pequeños amores, de Celia Rico Clavellino

LOS AFECTOS COTIDIANOS.   

“Los sentimientos son sólo experiencias que nos informan acerca de cómo se están comportando nuestros proyectos o deseos en su enfrentamiento con la realidad”.

José Antonio Marina

La última película que rodó la gran Chantal Akerman (1950-2015) fue No Home Movie (2015), un documento-retrato de la cineasta belga a través de su madre. A partir de conversaciones presenciales y on line, madre e hija repasaban su vida, su relación, sus pliegues, afectos y fragilidades. Akerman no sólo se sumerge en su progenitora sino que también lo hace en ella misma, en una radiografía emocional directa y profunda para rastrear la mirada interior que todos llevamos y ocultamos a los demás y a nosotros mismos. El cine doméstico y cotidiano de los sentimientos de Akerman impregna el par de películas de la cineasta Celia Rico Clavellino (Constantina, Sevilla, 1982), un cine sobre madres e hijas, un cine sobre los afectos y las fragilidades interiores de las que estamos hechos. En su impecable debut, Viaje al cuarto de una madre (2018), la cosa iba de Leonor, una hija que, harta de la falta de oportunidades en su pueblo, quería escapar a Londres para abrirse camino, y le costaba enfrentarlo a Estrella, su madre con la que convive. 

Estrella y Leonor, madre e hija, no están muy lejos de Teresa y Ani, la hija y madre de Los pequeños amores, su segundo largo, donde vuelve a hablarnos de forma tranquila y reposada de las grietas emocionales entre las dos mujeres. Podríamos ver esta segunda película como la continuación de la primera, o como el contraplano, unos años después, porque hay muchos elementos que se repiten en las dos películas. Volvemos a situarnos en un pueblo, ahora hay más exteriores, y si en aquella el invierno era la estación escogida, ahora, es el verano, la estación predilecta para parar, para hablar y sobre todo, no hacer nada, aunque a veces se convierte en un tiempo de reflexión en que nos resignifica y nos obliga a mirarnos al espejo y mirar el reflejo. A Teresa, profesora en Madrid y con novio lejos, volver al pueblo y a la casa de su madre (en esta, como en la anterior, la ausencia del padre vuelve a estar presente), es también abrir su personal “Caja de Pandora”, entre ellas dos. Teresa vuelve porque su madre se ha caído y necesita ayuda. Una situación que le incomoda y no le gusta, pero las cosas son así, y la película con trama tranquila y sin estridencias ni aspavientos emocionales ni argumentales, va tejiendo con intensidad pausada y transparencia, con desnudez y sensibilidad. 

La sombra de Akerman vuelve a estar en cada elemento de la película, con ese cine doméstico que parece tan cercano y en realidad, es tan lejano, porque siempre huimos de nosotros y de los demás a la hora de enfrentar nuestras emociones y aquello que no nos gusta de nosotros. Ani es una madre difícil, crítica y reprocha demasiadas cosas a su hija, quizás la soledad (sólo camuflada por la compañía de un perro), y cierta amargura la han convertido en alguien así. No obstante, Teresa intenta capear los temporales como puede, no es una mujer feliz, se siente frustrada por un trabajo que no ama, y un amor que no acaba de encontrar y además, está en esos 40 y algo en que la vida se vuelve demasiado reflexiva y se empeña o nos empeñamos a pasar cuentas con nuestra vida hasta entonces, y con todo lo que vendrá, que ya no parece tan lejano como a los veintitantos. Rico Clavellino huy de la trama convencional y a este dúo alejado, le introduce un vértice, un joven pintor llamado Jonás que sueña con ser actor, alguien que devolverá a Teresa a tiempos pasados o quizás, a aquellos años donde todo parecía posible, en los que las cosas no eran tan complicadas o tal vez, no las veíamos de esa forma. La cineasta sevillana se vuelve a rodear de mucha parte del equipo que le ayudó a que Viaje al cuarto de una madre se convirtiese en una película, porque encontramos a la terna de productores Sandra Tapia, Ibon Gormenzana e Ignasi Estapé, la cinematografía de Santiago Racaj, que acogedora, sutil y especial es su luz, que no está muy lejos de aquella que hizo para La virgen de agosto (2019), de Jonás Trueba, y el montaje de Fernando Franco, que acoge con serenidad, tacto y brillantez sus sensibles y naturales 93 minutos de metraje, donde va ocurriendo la cotidianidad rodeada de miradas y gestos y en realidad, lo que ocurre es la vida aunque desearíamos esquivarla inútilmente. 

Las dos mujeres parecen dos islas que se irán acercando, cada una a su manera, entre reproches de la madre, soledades de la hija, entre las ficciones de la literatura, que divertidos resultan los diálogos en relación a los libros, las canciones que nos remiten tiempos y personas, entre (des) encuentros del pasado de la hija, esos cines de verano en la plaza, el insoportable calor de las noches veraniegas, los baños en el estanque y demás días, tardes y noches de verano en soledad y compañía. Como sucedía en su ópera prima, Rico Clavellino vuelve a contar con un par de magníficas actrices, la Lola Dueñas y Ana Castillo dejan paso a Adriana Ozores como Ani y María Vázquez como Teresa. Una madre muy suya en la piel de una actriz que con poco dice mucho, en otro buen personaje como el que tenía en Invisibles, metiéndose en la piel de una mujer tan acostumbrada a la soledad y las indecisiones de su hija que constantemente le recuerda, pero también, una mujer que se deja cuidar a regañadientes, que tiene su corazoncito porque recuerda tiempos lejanos donde costaba poco ser feliz. Una hija con la mirada triste y perdida de María Vázquez, que vuelve a emocionarnos con otro peazo de personaje como el que hizo en la asombrosa Matria, siendo esa mujer limbo porque está en Madrid y en el pueblo, porque tiene un amor y a la vez, no lo tiene, y que cuida de una madre que no se deja cuidar, y de paso se cuida poco ella. Con esa idea de huir sin saber dónde. Y Aimar Vega, el testigo pintor, que aporta frescura, que no está muy lejos del personaje de Leonor, que habíamos visto en películas como Amor eterno, de Marçal Forés, y en Modelo 77, de Alberto Rodríguez, entre otras. 

No dejen pasar una película como Los pequeños amores (gran título como el de Viaje al cuarto de una madre), porque sin explicar demasiado, aunque esta es una película que no se puede explicar, porque todos sus espacios y elementos invisibles tienen mucha presencia y se van construyendo un diálogo muy honesto entre ficción y realidad, al igual que entre lo que estamos viendo los espectadores y lo que vamos sintiendo. Una cinta que deja una ventana entreabierta a descubrir esos “pequeños amores” que hemos olvidado o practicamos nada, porque la vida y esas cosas que nos pasan, casi siempre tienen un sentimiento de tristeza y frustración, y debemos detenernos y mirar y mirarnos y sentir que esos amores a los que no dedicamos ninguna atención son tan importantes como los otros que, en muchos casos, van y vienen y no acaban de quedarse, por eso, es tan fundamental, prestarnos más la atención y sumergirnos en nosotros y lo que sentimos, y no olvidarnos de los amores cotidianos, tan cercanos y tan íntimos como los que sentimos hacía una madre, porque esos no durarán siempre y un día, quizás, nos despertemos y no podremos tenerlos. La película de Celia Rico Clavellino nos invita a vernos en esos espejos que descuidamos, en esos amores que nos hacen estar tan bien con muy poco. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA