La directora Dominga Sotomayor (Santiago de Chile, 1985), dejó un buen sabor de boca en su opera prima De jueves a domingo (2012), una interesante y reflexiva aproximación del desmoronamiento de una pareja y la relación con sus hijos. Una road movie donde una pareja en la treintena viajaba con la compañía de sus dos hijos al norte del país. Sotomayor elegía el punto de vista infantil, un espacio de diversión, juegos y sueños, que contrastaba con el mundo de los padres, triste, perdido y sin ilusiones, formado por una pareja que ha decidido separarse. En su segunda película Mar, Sotomayor se enfunda el traje de observadora, ahora el punto de vista no está centrado en nadie, sólo quiere que seamos testigos de lo que vemos y saquemos nosotros, los espectadores, nuestras propias conclusiones. Su relato se centra en Martín, un joven de 33 años que se ha escapado junto a su novia unos días a disfrutar del sol, la piscina, y el buen tiempo de Villa Gesell, en Argentina.
La joven pareja se muestra distante, el amor, si alguna vez lo hubo, se está descomponiendo, ya no se muestran cariñosos, y cada vez se sienten más alejados el uno del otro. En la segunda mitad de la película, con la llegada de la madre de Martín, aún se agravará más la situación de calma latente que respira la pareja. Sotomayor fabrica su cine a través de gestos y detalles, su cine se muestra sutil, hay que buscar concienzudamente entre sus aristas y pliegues para ir descubriendo lentamente la multitud de capas que encierran tanto sus historias como los personajes que las habitan. La cotidianidad de los días de vacaciones son utilizados por la realizadora chilena para tejer entre la pareja y el paisaje que los rodea, una tela de araña malsana, en la que todo pasa, pero nada se muestra. Si hay alguna evidencia en la película no se muestra en una primera capa, hay que rascar fuertemente para que pudiéramos encontrarnos con ella.
La cámara de Sotomayor se muestra observadora, tomando la distancia prudente, en el que las cosas suceden, sin intervenir de manera moral, una cámara que sólo se mueve en un par de ocasiones, donde la directora hace evidente ese movimiento, ese cambio que se está produciendo en Martín. Una película breve, apenas 60 minutos, e intensa, que no deja nada al azar, con una forma muy definida, y un argumento lleno de espacios oscuros y sin fondo. Una obra que certifica los buenos augurios que nos dejó el primer trabajo de Dominga Sotomayor, que desde ahora y en adelante, seguiremos sus pasos con ojo avizor, en la diversidad y riqueza de sus trabajos, ya sean en la dirección, guión o producción, a través de CINESTACIóN, la cooperativa cinematográfica donde con un puñado de jóvenes cineastas talentosos se han agrupado para seguir en el camino produciendo un cine interesante, reflexivo y emocionante.