El segundo acto, de Quentin Dupieux

ESO QUE LLAMAMOS REALIDAD Y FICCIÓN.  

“Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real”.

Jorge Luis Borges

Descubrí el mundo de Quentin Dupieux (París, Francia, 1974), con la película Mandíbulas (2020), la extraña aventura de dos fumaos que encuentran a una araña gigante y deciden adiestrarla para ganarse la vida con ella. Una comedia diferente, alocada y tremendamente absurda que me sacó varias carcajadas, momentos llenos de ternura y sobre todo, una radiografía irreverente y nada complaciente del estado actual de las cosas y de la estupidez de la sociedad en la que vivimos. El entusiasmo por su cine me llevó a recuperar un par de títulos que encontré en la imperdible Filmin. Au poste¡ (2018) y Le Daim (2019), sendos policíacos disparatados en los que se burlaba de esos aparentemente sofisticados y pulcros thriller estadounidenses tan elegantes como vacíos de contenido. De los 12 títulos hasta la fecha del director francés, desde su debut con Steak (2007), la cosa va de comedias muy absurdas donde nada ni nadie hace algo con sentido, en las que se lanzan críticas para reírse de todo y de todos, siempre usando un tono punzante y directo. 

Sus tres últimas películas son Daaaaaalí¡ (2023), en la que una reportera intenta inútilmente hacer una entrevista al pintor que se va desdoblando en múltiples clones que escenifican las diferentes etapas de su vida. Le siguió Yannick (2023), en la que un actor detenía la obra que estaba haciendo para retomar el control. Y la que nos ocupa El segundo acto (“Le deuxieme acte”, en el original), con sus 80 minutos de duración, acogiéndose a esa duración de hora y cuarto que tienen sus films. Tres obras en las que Dupieux da un paso hacía adelante en su carrera, es decir, introduce el elemento de la representación, a eso que llamamos realidad y ficción, los contradice, los contrapone y sobre todo, inventa y fabula en un interesante ejercicio de farsa o no, de realidad o no, y de ficción o no, dividido en tres actos bien diferenciados, de ahí su toque onírico con el título, donde dos parejas: la que forman dos amigos David y Willy que hablan en plano secuencia panorámico ya que David quiere que seduzca a Florence, la mujer con la que sale y que no le gusta. El diálogo velocísimo y descacharrante habla de esos temas tan en boga en la actualidad de la corrección política y de tolerar todo y a todos y caer en repetidas contradicciones y estupideces varias. En la segunda secuencia, rodada igual que la anterior, encontramos a Florence, la chica de la que David quiere deshacerse hablando con su padre. En la última, ya en el restaurante y los cuatro intérpretes se tropiezan con el camarero, en su debut como figurante, muerto de nervioso que no da una. 

Tres instantes en los que la película rompe constantemente la cuarta pared de modo directo y frontal, donde se representa y nos representamos, en un continuo cruce de miradas, gestos e interpretaciones de aquello que llamamos realidad y ficción. Dupieux que se encarga de la cinematografía y el montaje, brilla de modo inteligente en su retrato al mundo superficial y falso del cine y sus personajes, como el padre, que pierde el culo ya que le ha llamado un famoso director de Hollywood, también se ríe del modelo de calco de cierto cine de autor tan manido como efectista, vacío en la forma y en su fondo, y todavía hay más, reírse de el significado de tanto cine y tan dramático como estúpido, y si alguien se daba por aludido, arremete contra los efectos de tolerar tantas extrañezas que finalmente habra que condenar al que no lo es. El director profundiza en cómo la sociedad ha entrado en una deriva de tontería sin fin, donde lo anormal es cada vez lo imperante, y sobre todo, atiza contra lo políticamente incorrecto que ya parece más correcto que lo correcto. Vuelve a retratar a una sociedad occidental a la deriva, llena de prejuicios y vanidades, donde lo importante es venderse y mercantilizar todo, en una carrera sin sentido donde todo vale para coronarse. 

Destacar el magnífico reparto de la película, como suele ser marca de la casa en el cine del cineasta francés, donde encontramos a intérpretes de primer nivel de la cinematografía francesa. Tenemos a los dos amigos: Louis Garrel como David, que debuta en el universo de Dupieux, junto a Willy que hace Raphaël Quenard, en su tercera colaboración después de Mandíbulas y el protagonista en Yannick. Y el padre y la hija: Vincent Lindon y Léa Seidoux, ambos debutantes, y Manuel Guillot, el nervioso extra que tiembla como un flan. No desvelaremos el toque final que nos reserva bajo la manga el talento de Dupieux, que con El segundo acto se ha metido a jugar en una liga superior, porque sin dejar su humor grotesco, alocado y muy absurdo, se ha sumergido en la esencia del cine mismo, en sus innumerables cuestiones de sus diferentes formas de representación y en la investigación que existe en cada plano, encuadre, mirada y demás, eso sí, lanzando pullas por doquier, porque que sería la crítica siendo condescendiente con todos, por el contrario, si una se pone a tirar piedras, que sea a todo lo establecido, y más en el mundo del cine, donde hay muchos edificios inamovibles y donde todo acaba siendo tan efectivo como grotesco y las buenas intenciones siempre dan grima. Chapeau, Quentin! Pasen y disfruten. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mandíbulas, de Quentin Dupieux

LA MOSCA GIGANTE.

«¿El humor? No sé lo que es el humor. En realidad cualquier cosa graciosa, por ejemplo, una tragedia. Da igual».

Buster Keaton

Erase una vez dos amigos, Manu y Jean-Gab, dos amigos no muy espabilados que sueñan o mejor dicho, pierden el tiempo creyendo que algún día de sus penosas existencias se tropezarán con algo que les cambiará la vida por completo, ellos creen que para mejor, pero, esas cosas nunca se saben. Un día, encuentran algo, en el interior del maletero de un coche que han robado, encuentran una mosca gigante, y como es natural, no se asustan, y creen que adiestrando al desproporcionado insecto se harán ricos. Pero, claro está, las cosas nunca les salen como esperan, o quizás, esta vez sí. La carrera artística de Quentin Dupieux (París, Francia, 1974), es sumamente peculiar, porque arrancó como músico de electro house bajo el pseudónimo “Mr. Oizo”, convirtiéndose en un referente del panorama internacional. A la faceta de músico se le ha unido la de cineasta a partir del siglo XXI, más concretamente en el año 2001 con Nonfilm, a la que siguieron otras, en las que construye comedias muy absurdas, esperpénticas y tremendamente singulares, donde consigue crear situaciones surrealistas y fuera de lo común dentro de una atmósfera cotidiana y muy de verdad, generando esa idea de que según como se mire la situación nos revelará un drama o una comedia.

De los siete títulos anteriores del cineasta francés, amén del citado, destacamos Rubber (2010), donde era un neumático el objeto diferenciador, en Bajo arresto (2018), un interrogatorio derivaba en una compleja historia de muerte y metalenguaje, y en  La chaqueta de piel de ciervo (2019), una chaqueta de ante era el detonante de la aventura sangrienta del protagonista. En general, su cine tiene a la muerte como elemento importante en la pobre y triste realidad de sus excéntricos protagonistas. En Mandíbulas, la muerte ha dejado paso a la amistad, porque todo gira en torno a dos tipos muy tontos, o quizás solo son peculiares en su forma de ver y hacer las cosas. Dupieux vuelve a esos lugares alejados de todo y todos, a esos ambientes rurales que tanto le gustan, y consigue una mezcla electrizante de diversos géneros y elementos que en un principio pueden parecer imposibles de fusionar, porque en su cine podemos encontrar referencias muy evidentes de la serie B con monstruo de goma que llenó las salas en los cincuenta y más allá, ese tipo de comedia rural en que sus criaturas parecen salidas de otro tiempo o viviendo en otro planeta, y sobre todo, el elemento policíaco que acaba creando un relato donde a veces la realidad se distorsiona, generando una especie de universos imaginarios pero muy reales, y dentro de este, pero que podrían ser de otro mundo.

Unos personajes que van construyendo su realidad o locura bajo una fuerte obsesión y que siempre logran involucrar a otros en sus empresas inútiles, egocéntricas e imposibles. Dupieux sabe escuchar a los grandes del absurdo como los Keaton, Chaplin, hermanos Marx, y demás maestros del humor más irreverente y real, sumergiéndonos en una historia inverosímil, por la introducción de la mosca gigante, más cercana al género fantástico, en una especie de fábula donde todo va liando y entorpeciendo siguiendo una lógica narrativa bastante pegada a la realidad, donde lo extraño y estrambótico acaban formando un todo bien aceptado en el conjunto. Si tenemos a dos tipos como Manu y Jean-Gab, excelentes las interpretaciones de Grégoire Ludig (que hacía de interrogado en Bajo arresto), y David Marsais, una especie de pareja de payasos donde uno parece ser más listo, a los que se añaden otros personajes, con vidas muy diferentes a las de la pareja protagonista, como los que se encuentran e invitan a su casa con piscina, entre los que destaca Coralie Russier (que era la huésped vecina de Jean Dujardin en La chaqueta de piel de ciervo), si exceptuamos el que hace Adèle Exarchopoulos, extraordinaria en su rol de Agnes, muy diferente a lo que habíamos visto de ella hasta la fecha, una mujer que debido a un accidente esquiando, ahora habla a gritos, que creará las situaciones más raras de la película.

Dupieux firma la cinematografía y el montaje de sus películas, aparte de escribirlas y dirigirlas, un auténtico hombre orquesta de la creación, en relatos más bien breves que apenas se mueven por los 75 minutos, marcándose la pauta que la brevedad es un buen estímulo para crear y sobre todo, ser vistas sus películas. Mandíbulas confirma a Dupieux como un creador extraordinario que maneja con soltura sus cotidianas y estrambóticas historias, dotado de una grandísima naturalidad en la fusión de géneros y elementos de difícil encaje, y una narrativa sencilla, muy elaborada en la construcción de personajes, y sobre todo, en las situaciones que se van derivando entre ellos, construyendo gags que encajan a la perfección en los relatos, donde todo emana inteligencia y vitalidad, creyéndonos a pies juntillas todos los hechos, dentro de la veracidad que cimenta, y siguiendo las andaduras de unos individuos muy raros, sí, pero llenos de ternura y que acaban por tener ese punto de simpatía, aunque todo lo que hagan no tenga ni pies ni cabeza, y en el fondo, sean unos pobres idiotas en un mundo más idiota todavía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA