Los tigres, de Alberto Rodríguez

LOS DE DEBAJO DEL AGUA. 

“Yo sé que hacer debajo del agua, fuera no sé”. 

Desde sus dos primeras películas, compartidas con Santi Amodeo, el universo de Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971), ya situaba el paisaje como el centro de la acción. Un paisaje que contribuía a deformar e intensificar la condición social y económica de los respectivos personajes. Con la entrada del guionista Rafael Cobos, a partir de 7 vírgenes (2005), ese elemento se intensificó mucho más, sobre todo, en películas como Grupo 7 (2012) y La isla mínima (2014), en que la Sevilla urbana y rural, no sólo condicionan el devenir de los personajes, sino que eran parte esencial para contar lo que se contaba y las circunstancias que rodeaban semejantes espacios como los barrios periféricos llenos callejuelas y viviendas laberínticas en una, y en otras, las inmensas e infinitas marismas del Guadalquivir que ahogaban a todo aquel que se creía invencible. Con Los tigres vuelve a situarnos en un paisaje inmenso, hostil y nada complaciente que ya no está en la superficie, sino debajo del agua, un paisaje aún más si cabe, más inhóspito, invisible y muy oscuro. Un paisaje apoyado por una serie de personajes, encabezados por Antonio, apodado como “El Tigre”, todo un experto en la materia.  

El tal Antonio, el tigre del título, es un tipo como los que tanto le gustaba retratar a los Fuller, Peckinpah y Hellman. Almas rotas, derrotadas y cansadas, que la vida les estaba reservada el último cartucho o la última vez, esperando una fortuna para salir del atolladero que se han cavado. Antonio es muy bueno debajo del agua, como espeta en un momento, pero fuera de ella es un completo desastre: adicto al juego, a la bebida, y un ex que no cumple con lo suyo y un padre a ratos. A su lado, un personaje de esos que llenan cada momento, Estrella, su hermana, también buzo como él, herencia de un padre que fue poco padre. Ella, a diferencia de su hermano mayor, piensa más las cosas aunque le cuesta hacerse valer. Eso sí, actúa como un escudero de su hermano aunque él no lo aprecie. Una pareja de personajes potentes y humanos, muy de la casa de Rodríguez-Cobos, en qué paisaje físico y humano se entrelazan en policíacos muy sociales, como se hacían antes, con el mejor aroma de los Lang, Hawks y Melville. Con ese tono pausado y muy emocional, donde lo físico se sumerge bajo el agua, en ese territorio poco visible y  altamente peligroso. 

Otra de las características esenciales del cine del director sevillano es su complicidad con un grupo nutrido de técnicos que le han acompañado desde sus primeras películas como el director de arte Pepe Domínguez del Olmo, el figurinista Fernando García, el sonidista Daniel de Zayas, entre otros, a los que añadimos los cabezas de serie como el cinematógrafo Pau Esteve Birba que, después de la serie La peste, vuelve a una película de Rodríguez aportando una luz brillante de esa Andalucía portuaria de grandes escenarios fusionada con unos interiores cortantes y las sombras de debajo del agua. Otro grande de la factoría sevillana es el músico Julio de la Rosa, nueve trabajos juntos, añade esa composición rasgada que traspasa a los protagonistas, dando ese toque que mezcla lo natural con lo oscuro, que también mantiene el tono de la compleja atmósfera del film. El montador José M. G. Moyano sería como el verdadero pilar de Rodríguez porque ha estado en todas sus 9 películas y 2 series, un verdadero aliado en sus obras, ya que siempre impone un toque de distinción a las cintas, con ese ritmo reposado, de miradas y gestos, de rostros vividos y rostros en silencio, donde la acción está al servicio de una trama de personas de almas quebradas con ritmos que encogen el alma como en Los tigres en sus 106 minutos de metraje que nos devuelven al cine de verdad, del que cuenta historias cercanas con personajes de carne y hueso. 

Los intérpretes de las películas de Alberto Rodríguez siempre brillan porque deben dar vida y conflictos a seres complejos que hacen cosas bien y cosas mal, como el Antonio de ésta, el “Tigre”, que vuelve al universo del director sevillano después de Rafael, el poli expeditivo a lo Boorman de A quemarropa, que encarna en la citada Grupo 7. Ahora, en la piel de un buzo que trabaja arreglando problemas de petroleras en alta mar, y un día encuentra un paquete que le puede solucionar sus problemas. Lo demás deberán averiguarlo en los cines. A su lado, Bárbara Lennie como Estrella, la hermana a la sombra que es mucho más de lo que parece, una alma que quiere huir o simplemente, cambiar de vida, que buena falta le hace. Lennie demuestra una vez más lo potente que es haciendo de una mujer que mira mucho y habla nada, consiguiendo expresarlo todo sin decir ni mú. Como ocurre en el cine del realizador andaluz, el resto del reparto brilla, que parecen la cuadrilla de Wild Bunch de Peckinpack como Joaquín Núñez siendo El Gordo, Jesús del Moral, César Vicente y Skone, y la presencia de Silvia Costa como ex de Antonio, y la breve pero estimulante de la actriz gallega Melania Cruz.  

Entre la avalancha de estrenos en el que estamos, espero que una película como Los tigres tenga su audiencia, porque el espectador seguidor del cine de Alberto Rodríguez se encontrará con un cine hecho de materia humana, con personajes de los que nos encontramos a diario en nuestra cotidianidad, y no lo digo por decir, porque la película transmite toda la historia de cada uno de ellos, consiguiendo expresar toda esa amalgama de emociones y sentimientos que nos sacude el alma. Rodríguez es uno de nuestros grandes fabuladores de historias, en el que conoce con claridad su entorno y lo muestra con todo su esplendor y miseria, mostrándonos todos sus lados, los que brillan y los que oscurecen, y no lo hace desde la condescendencia, sino que nos lo enseña desde los seres que lo habitan, unos seres llenos de vida, o quizás, podríamos decir, llenos de ilusiones, porque al fin y al cabo que es vivir sino tener ilusiones por seguir haciendo lo que hacemos diariamente. Antonio y Estrella lo saben, o quizás, haya llegado el momento de salir del agua y ver otros horizontes, viviendo el presente que hay que enfrentar y no ese pasado que hemos inventado a los demás y sobre todo, a nosotros mismos para no hundirnos del todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Antes de la quema, de Fernando Colomo

CAÍ, CHIRIGOTAS Y NARCOS.

Estamos en un día cualquiera en Caí, Cadíz, para los que no lo sepan, y conocemos a Quique, un gaditano sin oficio ni beneficio, eso sí, de Caí hasta la médula, apasionado del Carnaval, y más que nada, de sus chirigotas. Después del varapalo de perder a su padre, con una madre senil y una hermana en la cárcel por narcotráfico, encuentra acomodo como jardinero en una planta algo singular, porque es el almacén donde se guarda la droga incautada por la policía que más tarde será quemada. Y cómo él que no quiere la cosa, la existencia más o menos habitual de Quique, pega un vuelco de 180 grados cuando “El Tuti”, un narco de la zona, se encariña con sus chirigotas y se hacen “colegas”, y más aún cuando descubre donde trabaja. La cosa se irá complicando y de qué manera, porque entra otro tipo en el bisnes, un tal “El Gallego”, un individuo mal carado y profesional del asunto, que se asocia con el mencionado Tuti para robar la droga y para eso necesitan la “colaboración” de Quique, para más líos, el susodicho se enamorisquea de Rosario, una que trabaja para “El Gallego”, y aún hay más, para redondear el entuerto, la hermana de Quique sale en libertad y se hace amiga de “El Tuti”. Menudo dilema se le presenta a Quique, que a más, tiene un as en la manga que según se mire, le va a quemar más que buena fortuna le pueda traer.

El nuevo trabajo de Fernando Colomo (Madrid, 1946) tras las cámaras viene después del éxito de La Tribu (2018) de la temporada pasada, que venía precedida de Isla bonita (2015) mitad autobiográfica-ficción en que le propio Colomo era uno de los actores, parodiándose de él mismo, porque interpretaba a un director con poca o nada suerte. Colomo no necesita presentación en esto de contar historias, porque lleva más de cuarenta años liado con esto del cine, su filmografía abarca más de la veintena de títulos, ha dirigido también series, ha hecho de actor para él y para otros, y ha producido a gente como Fernando Trueba, Icíar Bollaín, Mariano Barroso o Daniel Calparsoro, entre otros. El cineasta madrileño, uno de los baluartes de la llama “Comedia madrileña” ha dirigido grandes éxitos como La vida alegre, Bajarse al moro, El efecto mariposa o Cuarteto de la Habana, en el que han primado siempre las comedias, historias sentimentales, de enredo, con su pizca de reflejo de los tiempos, y haciendo críticas feroces a todos esos tipejos y tipejas de clase media que ansiaban pegar el pelotazo y retirarse a algún paraíso inventado, aunque, en muchas ocasiones, se tropiezan con pobres diablos, que trabajan y sueñan de sol a sol, sin más cosa que su esfuerzo, su desdicha y sus tribulaciones cotidianas.

Quique es uno de esos tipos, un tipo “Colomo”, uno de esos que acaba liándose aunque no quiera, aunque no lo desee en absoluto, pero no da más de sí, y se lía del todo. Colomo los mira con cariño, los maltrata un poco y los hace torpes, metepatas y mucho más, pero, eso sí, nunca son tipos con mala idea, su mala fortuna se debe a su buena fe que no acaba de entenderse con tanta claridad como ellos imaginan. Colomo vuelve a dejar Madrid como en sus anteriores películas, con un guión firmado por Javier Jáuregui, se traslada a Cadíz, en el que extrae todo su gracego en la voz de Quique, que es uno de los elementos principales de la película, así como mofarse de los topicazos de la zona, la gandulería, los eternos fiesteros y cosas por el estilo. Colomo lo pasa a través de su mirada y va soltando sus críticas, a la vez que el personal se va riendo siempre queda ese puntito de mordacidad tan marca de la casa. Porque la película hace reír, pero también nos cuenta un retrato de los muchos espabilados que se mueven por la zona, esos tipejos que antes hablábamos en el cine de Colomo, que ansían con hacer su mundial y retirarse, aunque esta vez tropezarán no sólo con Quique, sino también con aquello que el citado oculta, que no es moco de pavo.

La película tiene ritmo y se mueve con gracia y salero, consiguiendo retratar la maravilla paisajista de Cadíz, pero también, todo aquello que se huele y se cuece, sin caer demasiado en la postalita, sino llevándonos con audacia y valentía por los diferentes lugares y tonos de la película, aunque vemos drama, siempre ligero, porque la comedia y ese ímpetu de reírse de las desgracias, aunque sean tan heavies, muy característico de los gaditanos, prevalecerá ante los pliegues de drama que florecen en algún que otro momento de la película. El director madrileño se agrupa con un reparto fresco y dinámico en el que destaca el buen hacer de Salva Reina como Quique, el guía de la función, bien acompañado por naturalidad y simpatía de Manuela Velasco, o el desparpajo y la curiosidad de Maggie Civantos.

Y qué decir de los intérpretes de reparto con esos enormes Joaquín Núñez como “El Tuti”, ahí es nada, menuda pieza, que lo presenta como un pequeño diablillo, o no tan pequeño, y Manuel Manquiña como “El Gallego”, emulando a aquel adorable “Pazos” que tantas alegrías le dio en Airbaig, y la presencia de Sebastián Haro como guardia de seguridad, siempre un acierto en cualquier reparto. Colomo ha construido una película muy de su estilo, hay una historia graciosa y oscurilla que hace reír y pasar un rato agradable, una love history más o menos, que hará sufrir y padecer al respetable, hay apuros económicos, una familia que va o no, y sobre todo, hay un retrato de ese Caí que quizás el turismo ve poco o nada, y esa forma de ser y hablar tan de Caí, con sus tejemanejes, con sus chirigotas críticas con la sociedad actual y demás, y su carnaval que otra cosa no, pero que no veas cómo se vive en Caí. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA