Baltimore, de Christine Molloy y Joe Lawlor

LA HISTORIA DE ROSE DUGDALE. 

“Una autoridad que se funda en el terror, en la violencia, en la opresión, es al mismo tiempo una vergüenza y una injusticia”. 

Plutarco 

Esta es la historia de una mujer que dejó el lujo y la riqueza para abrazar la lucha armada. Su nombre es Rose Dugdale, nacida en el seno de una familia aristócrata británica, aunque rebelde ante su destino, la joven fue a la Universidad y allí se descolgó de su pasado y a principios de los setenta, abrazó el IRA, traducido como el ejército Republicano de Irlanda, que lucha de forma armada contra el imperialismo británico, erigiéndose como una de las activistas más capacitadas y valientes. Baltimore, de la pareja de irlandeses Christine Molloy y Joe Lawlor, coproductor de la cinta junto a David Collins, nos cuenta un episodio muy sonado de Rose cuando acompañada de tres miembros más accedió a la casa señorial de Russborough, en el condado de Wiclow, en la costa medio-oriental de Irlanda, y sustrajeron 19 obras maestras de la pintura valoradas en más de 8 millones de libras esterlinas de la época. Un suceso que captó la atención de todo el mundo de alguien que dejó la vida de heredera millonaria por una causa que creía justa y luchó hasta el fin de sus días contra el ejército británico en Irlanda del Norte.  

El dúo de cineastas irlandeses que desarrolló una gran carrera en el teatro, siguió con reconocidos cortometrajes y han dirigido varios largometrajes entre los que destacan documentales y ficciones hasta llegar a Baltimore, donde construyen un relato que respira y se mueve bajo la atenta mirada de Rose Dugdale, su entera protagonista, y lo hacen desde el mencionado atraco siguiéndolo a modo de documento directo y tenso, eso sí, la película se descuelga del entramado lineal y va dando oportunos saltos atrás y adelante, en los que minuciosamente nos van señalando los pormenores de la existencia de la protagonista. Su despertar al activismo contra la opresión y el machismo hasta llegar a la lucha armada con el IRA, después de los trágicos sucesos del “Domingo sangriento”, de 1972. La historia de corte policial, pero no de ese tramposo y muy visual, sino aquel que planta la cámara y desarrolla un buen ejercicio de espacio-paisaje y la relación entre los diferentes personajes. No es una película de acción al uso, sino todo lo contrario, un estupendo ejercicio de tensión, noir de primer nivel y cadencia, aquella que genera más incertidumbre, malestar y miedo. 

Un gran trabajo de cinematografía de Tom Comerford, que ya trabajó con el tándem en La interpretación de Rose (2019), y en películas tan estimables que conocemos por estos lares como Aisha (2022), de Frank Berry. La luz plomiza y etérea tan típica de Irlanda se convierte aquí en un elemento crucial que se adapta para reflejar ese desbarajuste emocional de los activistas rodeados de montañas en las tierras salvajes del oeste de Cork. La música, otro elemento esencial en el film, obra de un grande en la cinematografía irlandesa como Stephen Mckeon, con más de sesenta títulos, que también estuvo en la mencionada La interpretación de Rose, construye unas melodías y temas que agudizan la sensación de aislamiento, inquietud y terror que va asomando en las miradas, gestos y diálogos de los activistas. El montaje que confirman la pareja de directores, también, consigue en unos 98 minutos de metraje tenernos en una tensión constante, como esos momentos en que Rose baja al pueblo a llamar, o aquel otro donde se encuentra al vecino que parece haber visto, o algo que escuece todavía del atraco, y alguna situación más, que ayudan a activar ese tono de policíaco donde la espera mata sin escapatoria.

Del reparto destaca por su sobriedad, mirada y talante la gran Imogen Poots, que ya habíamos visto en películas destacadas junto a directores de la talla de Winterbottom, Bogdanovich, Malick, Zeller, entre otros, en sus casi medio centenar de largometrajes para alguien de sólo 36 años. Su Rose Dugdale es impresionante, se come la pantalla, es una líder total, con sus aciertos y errores. Le acompañan los actores irlandeses Tom Vaughan-Lawlor, Lewis Brophy, Jack Meade como otros activistas y la presencia del veterano actor irlandés Dermot Crowley, con más de cuatro décadas de trayectoria al lado de Blake Edwards, Robert Redford, Iñárritu, Tornatore, Leilo, y muchos más. No se pierdan Baltimore, porque de buen seguro les sucederá como a un servidor, que desconocía la historia de Rose Dugdale, y siempre está bien saber que detalles y matices se ocultan en la maraña de verdades relacionadas con el IRA y su lucha. Y por otra parte, disfrutarán con el cine negro de siempre, el que está bien contado, con personajes creíbles y donde no siempre hay que contar lo más espectacular de algo, porque como suele suceder, la verdadera historia, la que nos llega más, es aquella que ocurre cuando en realidad no está ocurriendo nada y si no, vean. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tarde para la ira, de Raúl Arévalo

tarde_para_la_ira-821487359-largeVIAJE SIN RETORNO.

La película se abre de forma magistral y enérgica, en unos primeros minutos donde deja claro sus intenciones, en la que nos amordazará contra la pared y nos dejará así hasta que finiquite su historia. Filmando un atraco desde el punto de vista del conductor que espera en el interior del automóvil a sus compinches (recuerda a la situación parecida que se desenvolvía en Sólo se vive una vez, de Lang) que espera nerviosamente a que los ejecutores salgan y puedan salir cagando leches. Pero, algo ha salido mal, la policía llega y el conductor que se llama Curro, tiene que salir a toda hostia, que después de escabullirse un par de calles, los perseguidores le provocan un accidente y es detenido. La película viaja hasta ocho años después, cuando Curro (estupendo Luis Callejo en un rol lleno de sequedad, amargura y violencia) está a punto de cumplir su condena.

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Raúl Arévalo (1979, Madrid) que lleva más de una década dedicándose a la interpretación bajo la dirección de autores tan relevantes como Daniel Sánchez Arévalo, Isaki Lacuesta o Pedro Almodóvar, entre muchos otros (a los que agradece en los créditos lo mucho que ha aprendido de ellos) interviniendo en películas notorias como Azul oscuro casi negro, Murieron por encima de sus posibilidades, La isla mínima o Cien años de perdón, las dos últimas emparentadas con el thriller dramático por el que transita su primera película como director. Arévalo nos sumerge en una historia dura, áspera y muy violenta, bajo un decorado que se mueve entre dos espacios, por un lado, los barrios obreros madrileños, en los que pululan gente de mal vivir, gimnasios tapaderas, bares de cafés por la mañana, menú de mediodía, partidas de mus y partido los domingos, y por el otro, el paisaje rural, hostales de carretera, casas de pueblo a los que ir para descansar, fiestas mayores de pueblo con baile en la plaza, animales y huerta, en los que nos encontramos a gente humilde, gente con escaso dinero, que tira pa’lante como puede o como le dejan.

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La acción arranca con José (excelente Antonio de la Torre, buque insignia en los últimos tiempos de ese cine negro que tan buena salud manifiesta en nuestro cine) del que poco conocemos, un ser roto, alguien que lo ha perdido todo, alguien que viene a ajustar cuentas con el pasado con todos aquellos que un mal día se cruzaron con las personas que más quería, sabemos que ha hecho amistad en el bar, donde va a menudo, y se siente fuertemente atraído por Ana (descomunal la interpretación de Ruth Díaz, premiada en Venecia, que deja sin aliento, moviéndose  entre la fragilidad de su físico, que desprende una carnalidad desaforada, su fuerte carácter y esa belleza mezclaza con la desilusión de tantos años sola tirando del carro) la mujer que espera a Curro y trabaja en el bar que comparte con su hermano. Arévalo opta por el formato súper 16 mm, contando en tareas de fotografía con Arnau Valls (responsable entre muchas otras de Toro o Tres bodas de más) para insuflar a sus planos de esa textura granulada, que penetra en los personajes, amén de una cámara que no deja ni a sol ni a sombra a sus personajes, acercándose a sus entrañas y perforando cada poro de su piel. Un montaje cortante y sobrio obra de Ángel Hernández Zoido (autor de La mujer sin piano o Caníbal…) envuelve la película de forma prodigiosa llevándonos en volandas por esta historia seca, abrupta, que nace del interior, que camina con fuerza en este viaje muy físico hacia la muerte, en el que no hay vuelta atrás, en este macabro y brutal descenso a los infiernos, a ritmo de rumba y quejíos, protagonizado por seres corrientes que el fatal destino los ha llevado a conocerse en las circunstancias más adversas y terribles.

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Arévalo se enfunda el traje de faena, consigue transmitir y agujerearnos con momentos de tensión de gran altura,  que se desatan en las diferentes situaciones entre los personajes, una tensión bien manejada que va in crescendo en una trama desarrollada con avidez y eleganci, dosificando con inteligencia la información de cada uno de las criaturas que se mueven entre las sombras y la oscuridad que teje cada salpicadura de la cinta. Una película con aroma a Peckinpah y su Perros de paja, con clara referencia al personaje de David Summer (interpretado por un imberbe Dustin Hoffman) que tiene mucho que ver con José, el urbanita de vida cómoda que el fatal y caprichoso destino lo convertirá en un ser armado con una escopeta que clama justicia ante los maleantes impunes que se va ir encontrando. También, encontramos aires del cine rural español, con las novelas de Sender o Aldecoa, y el cine de Saura a la cabeza, y los Borau o Isasi-Isasmendi, entre otros, un cine metafórico en el que la realidad social del momento se convertía en ese espejo deformante que nos guiaba para reflexionar sobre los males interiores tanto individuales como colectivos, y las oscuras complejidades que baten el alma de los seres humanos. Arévalo se ha destapado de forma prodigiosa y excelente en labores de dirección en una película contundente, rabiosa, y llena de negrura, que atrapa desde el primer instante, envolviéndonos en un ambiente en el que los paisajes ahogan, no dejan vivir, que arrastran y agobian a unos personajes que tratan de respirar y sobrevivir, y huir de un pasado que quieren olvidar, pero bien sabido es que hay cosas que por mucho que las entierres, no hay manera de ocultarlas, siempre salen a la superficie para saldar cuentas y continuar con su camino.