El 47, de Marcel Barrena

TORRE BARÓ ES BARCELONA. 

“La dignidad es luchar por el agua, por la educación, por la sanidad, por el trabajo, porque asfalten las calles,  por la luz, por el transporte, por tener una vida mejor”. 

Manolo Vital 

En la magnífica película La ciutat a la vora (2022), de Meritxell Colell, se recorría el litoral limítrofe de Barcelona, en el que veíamos parte del barrio de Torre Baró con sus gentes, sus espacios, sus sonidos y su memoria. Una parte históricamente invisible que el documento de Colell dotaba de especial importancia a través de su sencillez, diversidad y humanidad. El 47, quinta película de Marcel Barrena (Barcelona, 1981), se sitúa en el mencionado barrio recuperando una parte de su historia haciendo hincapié en uno de los episodios notorios del lugar cuando uno de sus vecinos Manolo Vital, conductor de autobuses secuestró la mencionada línea y llevó el vehículo hasta su barrio. Una acción con la cuál reivindicaba la falta de transporte público en el citado barrio. Corría el 7 de mayo de 1978 y las instituciones todavía estaban dirigidas por franquistas. Una película que da voz y visibilidad a todas las luchas vecinales de los setenta y ochenta que reclaman condiciones más humanas para sus lugares de residencias, construidos con las manos como exclama Vital en varios momentos de la película. 

De los cinco largometrajes estrenados en cine, tiene otro para televisión, Barrena ha partido de la realidad para construir la odisea de Albert Casals, un joven en silla de ruedas que se propone viajar de Barcelona hasta Nueva Zelanda en Món petit (2012), luego con Ramón Arroyo, un enfermo de esclerosi múltiple que quiere participar en una prueba de resistencia en 100 metros (2016), más tarde con Óscar Camps, el socorrista de Open Arms que salva a inmigrantes a la deriva en Mediterráneo (2021), y finalmente, con Santi Serracamps, el domador de caballos en Hermano Caballo (2023). Ya sean desde el documental o la ficción, el director barcelonés rescata personas anónimas y sus aventuras cotidianas donde no hay épica, ni romanticismo ni sensiblerías. A partir de un guion escrito por el propio director y Alberto Marini, habitual del thriller y el terror en películas de Balagueró, Plaza, De la Torre y Vivas, y en series como Hierro y La unidad, trazan una película con un prólogo situado en el 1958 con la llegada de Manolo y demás futuros vecinos del barrio en lucha por tener en pie aquellas barracas construidas por ellos. Después pasamos a 1978 en aquellas semanas previas a la acción de Vital, las luchas sindicales, los problemas en el barrio y las situaciones emocionales creadas entre tanta carencia y reivindicación.

Una película no la hacen los intérpretes, pero la actuación de estos ayuda enormemente a transmitir todo lo que se quiere. Con Eduard Fernández en la piel de Manolo Vital (ya fue el citado Óscar Camps), el relato adquiere una fortaleza y sensibilidad extraordinarias, porque el actor catalán no sólo es Manolo sino es su alma, su esencia y esa forma de hablar, tan extremeña, de Valencia de Alcántara, provincia de Cáceres, y sus grandes momentos como cuando suelta aquello: “No nos fuimos de nuestra tierra, fuimos expulsados (…)” y cuando lee la carta que le dejó su padre, o ese instante que lanza aquello de: “La dignidad es luchar por el agua, por el trabajo…” y lo que sigue que podéis leer en la cita que encabeza este texto. Fernández no interpreta, es el personaje, y lo capta con verdad y humanidad, cómo mira y cómo se mueve, y cómo siente cada diálogo y cada gesto. Uno de los grandes actores no sólo del país, sino de cualquier país. Otro gran acierto de Barrena es el reparto, que desprende naturalidad y sencillez con la desconocida Zoe Bonafonte como Joana, hija de Manolo, con toda la distancia entre la generación del padre y la de ella, Clara Segura como la mujer de Manolo, una mujer dedicada a la enseñanza y acabar con el analfabetismo en el barrio. Y luego, están los del barrio como Salva Reina, Betsy Túrnez, Óscar de la Fuente, y los otros, pasajeros del bus como Carlos Cuevas, Carme Sansa y Francesc Ferrer, compañeros como Aimar Vega y Borja Espinosa, y las autoridades, el poli malo Vicente Romero y el funcionario elitista David Verdaguer. 

A nivel formal la película huye de lo estético para crear espacios donde se vea vida, realidad social y personas y personajes, con todas esas cotidianidades de barrio, de hombres y mujeres que resisten a pesar de los pesares. La cinematografía de Isaac Vila, que debuta con el director, habitual del cine de Luis Quílez, y del thriller psicológico, aquí en una vuelta de tuerca en su filmografía, con el estupendo formato menos ancho a lo habitual para evidenciar la época y esas magníficas imágenes antiguas fusionadas con la imagen de la película, donde lo social y lo humano se generan a través de una luz clara, nada ampulosa ni esteticista, sino con verdad e intimidad. La música de Arnau Bataller, cómplice de Fernando Léon de Aranoa, Pau Freixas y Cesc Gay, entre otros, se aleja de la épica y el manido heroísmo de pasarela, para crear unas melodías donde se cuenta el conflicto emocional desde gentes anónimas, olvidadas y abandonadas, como alguno de los personajes exclama en algún momento, y el conciso y trabajado montaje de un grande como Nacho Ruiz Capillas (con más de 120 títulos en más de tres décadas de carrera, que le ha llevado a trabajar con cineastas muy importantes), en una cinta que entraña dificultades porque se cuenta la vida de unas pobres gentes de barrio, con su día a día, y sus problemas para mejorar sus condiciones, y apenas hay sobresaltos, pero el montaje ayuda a dar grandeza a esa invisible cotidianidad porque cuenta muy bien esos detalles emocionales y pequeños conflictos entre los personajes, en sus casi dos horas de metraje. 

Si después de todo lo que les he contado, tienen dudas de ver una película como El 47, de Marcel Barrera, piensen una cosa. Las grandes ciudades se han construido con el trabajo, el esfuerzo y la dedicación de muchos hombres y mujeres como Manolo Vital y Carmen y todos los demás. Seres anónimos e invisibles que se cruzaron medio país para tener una vida mejor, y cuando llegaron a Madrid, País Vasco o Cataluña, se vieron obligados a seguir trabajando con dureza, ánimo y mucha resistencia para hacer visibles sus barrios, sus calles y sus pequeñas vidas. Estoy convencido que El 47 es la mejor película de Barrena, porque no sólo reivindica a la gente del extrarradio, como desprecian los políticos en algún momento de la cinta, sino porque está muy bien contada e interpretada, y devuelve al cine a sus orígenes cuando documentaba la vida, las personas y sus problemas, y nos devuelve el aroma del mejor cine social del Neorrealismo italiano, y las luchas sociales de nuestros abuelos y padres en aquellos setenta y ochenta, cuando el país se vanagloriaba de modernidad y democracia, y todavía existía una periferia muy olvidada a la que todavía había cortes de agua, de luz, sin calles asfaltadas y sin transporte público. Gracias a Manolo Vital y a tantos que con su lucha y su dignidad empezaron a construir la verdadera modernidad y democracia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Casa en flames, de Dani de la Orden

LA FAMILIA BIEN, GRACIAS. 

“Los que no tienen familia ignoran muchos placeres, pero también se evitan muchos dolores”

Honoré de Balzac 

De la trilogía que arrancó con La gran familia (1962), y siguió con La familia y uno más (1965), ambas de Fernando Palacios, y terminó con la entrega más interesante, La familia bien, gracias (1979), de Pedro Masó, donde el padre y el padrino de 16 hijos vivían en soledad alejados de los hijos. El padre decide pasar una temporada en casa de uno de los hijos, pero la experiencia no resulta como esperaban los dos maduros. La película Casa en flames, onceava en la filmografía de Dani de la Orden (Barcelona, 1989), tiene mucho de aquella, pero un poco a la inversa. Ahora no es el padre quien acude a rescatarse con sus hijos, sino que la madre atrae a su familia a la casa de verano en Cadaqués, con el mismo propósito: el de ser rescatada. De la Orden vuelve a sus orígenes: rueda en catalán, con algunas puntillas en castellano, como hiciese en sus dos “Barcelonas”, Nit d’estiu (2013) y Nit d’hivern (2015), de las que coge uno de los guionistas, Eduard Sola, que la semana pasada estrenaba El bus de la vida, y una parte de sus productores: Sábado Películas y Playtime Movies, de la que el director es cofundador, junto a Bernat Saumell.  

El director barcelonés ha construido una filmografía con películas para todos los públicos, unas más interesantes que otras, pero siempre bajo una puesta en escena elegante y sofisticada, donde ha pasado por muchos tonos de comedia, desde la más ligera, la más de bofetada, incluso más profundas como Litus (2019), Loco por ella (2021) y Hasta que la boda nos separe (2020), algunos dramas como 42 segundos (2022), y luego está Casa en flames, donde construye con mucho acierto una interesantísima tragicomedia en la que disecciona con simpatía, arrojo y mala uva la familia burguesa catalana, a partir de un fin de semana en la Costa Brava, entre aeródromos, saltos en paracaídas, visitas inesperadas, jornadas en barco para alcanzar calas y demás experiencias, y sobre todo, mucho encuentro, desencuentro, conversaciones públicas y en privado, y 72 horas por delante de una familia que como todas, o como bastantes, fueron una familia y ahora, son otra cosa, quizás una Ex-familia, como les pasa a todas, en estos tiempos de individualismo, competencia y estupidez. De la Orden no ahonda en la tragedia familiar, o no mucho, porque nos lo presenta en su ridiculez, patetismo, mentiras y secretos, así somos, aunque no nos guste reconocerlo. 

La parte técnica vuelve a ser de primer nivel, como es marca de la casa en el cine de De la Orden, donde todo se cuenta desde los personajes, y donde como ocurría en El test, la casa vuelve a ser imprescindible, una casa de la infancia que ahora quiere vender la madre, como más o menos, ocurría en la reciente La casa, de Àlex Montoya. Esta vez cuenta en la cinematografía con Pepe Gay de Liébana, del que vimos recientemente su gran trabajo en la interesante Alumbramiento, de Pau Teixidor, en una historia llena de luz, de verano, de calidez, y también, de oscuridad, en las difíciles relaciones entre los personajes. La música de Maria Chiara Casà aporta ese desasosiego que necesita una película en la que, a veces, no hay tregua y no paran de tirarse a degüello, sin piedad y sin ningún tipo de miramiento. Y luego, está Alberto Gutiérrez, que ha editado 8 de las 11 películas del director, toda una unión que queda patente en un relato en el que la “guerra” está abierta, en sus intensos 105 minutos de metraje, en una obra en la que nos habla de una madre que necesita que la quieran un poquito, y su manera de reclamarlo no sea la más acertada, sí, pero no lo hace para hacer daño, sino para no sentirse tan sola. 

Ya hemos mencionado la importancia que De la Orden da a sus personajes, y por ende, a su equipo artístico. Tenemos a una magnífica Emma Vilarasau como Montse que, a sus 60 tacos, está ahí, reclamando su cariño, ya sea por las buenas o las malas. Una actriz que llena cualquier cuadro y lo que se proponga, más habitual en el teatro catalán que en el cine, una lástima para muchos espectadores de disfrutar de una de las grandes actrices del país. El hijo Enric Auquer y la novia, Macarena García, el eterno aspirante e intensísimo, y la joven que todavía no sabe en qué diantres se ha metido, y la hija María Rodríguez Soto, “felizmente” casada con José Pérez-Ocaña, el padre perfecto y por eso, tan aburrido, y sus dos hijas pequeñas, tan perdida y tan no sé qué como cualquiera de nosotros, el padre en la piel de Alberto San Juan, que ha hecho unas cuantas con De la Orden, un tipo demasiado ausente y demasiado él, que aparece con Clara Segura, su novia, una psicóloga que, a su manera, encenderá la mecha que dará a pie a abrir todas las cajas de Pandora de esta peculiar familia, con mucha pasta, y con tantas deficiencias, que se parece a todas o a tantas, y se quieren pero no se lo dicen, y se odian y no paran de decirse los unos a los otros. 

No estaría bien decir que Casa en flames es, con mucha diferencia, la mejor película de Dani de la Orden, aunque si deciden ir a verla, quizás en algún momento lo piensen, porque no sólo estarán interesados en pasar el finde con esta peculiar y retratada familia burguesa catalana que, guarda mucha similitud con otra familia de la misma clase pudiente, la de Tres dies amb la família (2009), aquella que filmó con tanta excelencia Mar Coll, la que vivía el funeral de l’avi, a partir de la mirada de Léa, la joven que volvía. Ahora, la mirada se sitúa en los ojos de la madre, la Montse, una mujer de 60 años que ya no es madre, y por ende, ya no es importante en su clan, y hará lo indecible para mantener a los suyos aunque sean sólo tres días, y en ese momento, por poco que sea, sentirse otra vez madre, o mejor dicho, mamá, que la siguen necesitando, aunque parezca raro, que lo es, pero para ella es sumamente importante, como demuestra en el sorprendente arranque de la película, donde dejará muy claro que nada ni nadie perturbará sus planes, los de estar en familia como antes, aunque el tiempo diga lo contrario, y ya sabemos cuando a alguien sólo se le mete algo en la cabeza. Prepárense y disfruten, o deberíamos decir, pasen y vean, y luego ya me dirán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Bodas de sangre, de Federico García Lorca/Oriol Broggi. Teatre Biblioteca de Catalunya.

LA CULPA ES DE LA TIERRA.

“No se despierte un pájaro y la brisa, recogiendo en su falda los gemidos, huya con ellos por las negras copas o los entierre por el blanco limo. ¡Esa luna, esa luna!”

Aún recuerdo la impresión que me causó la primera vez que visité el espacio de la Biblioteca de Catalunya, empezando por la composición rectangular del escenario, la piedra del recinto substituida por esa arena blanca de playa, la sombrosa cercanía de las actrices, y el movimiento de sus cuerpos te hacían convertirte en uno más, a través de la fisicidad de sus rostros y palabras. La obra era la Ilíada, de Homero, en versión de Tom Bentley-Fisher para el Festival Grec. Hubieron más visitas al Teatre de la Biblioteca de Catalunya, donde el espacio gótico se metamorfoseaba para adecuarse al espíritu de la obra representada, algo así como un órgano vivo que se camuflaba con el ambiente en cada instante. Obras de La Perla 29 como Dansa d’agost, donde el espacio se convertía en la Irlanda de los años treinta. Volver a la Biblioteca de Catalunya siempre es una especie de experiencia espiritual, y la nueva ocasión se presentaba con Bodas de sangre, de Federico García Lorca, dirigida por Oriol Broggi (Barcelona, 1971) del que todavía recuerdo la sencillez e intensidad que provocaba su Hamlet, de Shakespeare, cuando lo vi en el Teatre Principal de Sabadell, allá por el otoño de 2009. La desnudez del espacio, el vacío de decorado, el movimiento de sus intérpretes y la claridad con la que emitían el texto, convertía al espectáculo en una sensación mágica, una inmersión al espíritu de Shakespeare desde lo más íntimo y sencillo.

Alguien que era capaz de salir airoso con Shakespeare y darle otra vuelta de tuerca, merecía comprobar que había hecho con otro grande del teatro, y la primera impresión que percate al entrar a la Biblioteca de Catalunya fue su atmósfera, ese aroma de tierra, la que inunda todo su espacio rectangular (con el público a cuatro bandas) ese viaje a las entrañas de la tierra en su visceralidad, en su aspecto más terrenal, una especie de respeto que te abruma nada más pisar esa tierra que instantes después será pisada por los intérpretes, después de ocupar mi asiento y sentir el típico murmullo del público, quizás expectante como yo por adentrarse en el universo lorquiano, en ese ir y venir de gentes, de pasiones y de amores insatisfechos, de muertes al amanecer y situaciones llenas de pasado, dolor y rabia. Se apagaron las luces, el silencio se apoderó de la sala, e inmediatamente aparecieron Clara Segura y Nora Navas interpretando a la madre del novio y a una vecina. La obra ha comenzado.

Broggi en su manera de entender el teatro, vuelve a denudar el espacio, apenas algunos enseres, dando todo el protagonismo a sus intérpretes, sólo seis en escena, que se desdoblan y triplican para dar vida a todos los personajes de la obra, el excelente acompañamiento musical con esas guitarras y acordeón capitaneadas por el sublime Joan Garriga, en el que su voz resuena en el recinto, apoderándose de esa banda sonora maravillosa, que actúa como la compañía perfecta para el texto de Lorca, el maravilloso y sombrío juego de luces aún evidencia más si cabe el espíritu que Lorca quería transmitir con la obra, esa tierra maldita, llena de familias enfrentadas de antaño, con la tragedia griega como espejo para desarrollar una boda, un casamiento entre dos jóvenes, Segura y Pau Roca, dos almas que todavía no saben el destino de su acto, porque parece que todo va por buen camino, pero más lejos de la verdad, todo va en camino de la tragedia y la muerte, como si estos personajes siguieron un itinerario de antemano trazado en el que sus actos pertenecen a algo o alguien que dirige sus desdichadas vidas.

La energía y fortaleza de Iván Benet como Leonardo, el único personaje con nombre, el instigador de la tragedia, o podríamos decir, aquel jinete a caballo negro que casó con otra, la prima de la novia, pero fue novio de la novia, y esa circunstancia tan intensa y pegada a sus entrañas, que todavía no ha podido olvidar, porque hay cosas imposibles de olvidar, se te agarran al alma y te estiran hasta hacerte perder la razón. La trama se cuenta de forma enérgica, sin pausa, con sus momentos circunspectos, sus instantes de solitud o de apaciguamiento, donde la tensa calma se apodera de los personajes, perdidos en su oscuridad, atraídos por aquello de lo que escapan, inmersos en pensamientos extraños, contradictorios e inquietos. Y qué decir de las apariciones de ese caballo negro, algunas veces sin jinete y otras montado, ese caballo negro, que rechazó el agua del arroyo, ese corcel que evidencia la fuerza y la furia que contiene Leonardo, o también, esa muerte que acecha, esa tragedia inevitable que empuja al abismo a los hombres de la función, en el que nada ni nadie podrá evitar, la suerte, la mala suerte, está echada, y la obra se encamina inexorablemente hasta ese destino cruel y real, propio de aquella España que soluciona sus conflictos echando más leña al fuego, quemándolo todo, acuciando sus fuerzas a una batalla perdida, a una batalla llena de sangre y muerte.

Broggi lo ha vuelto a hacer, ha vuelto a levantar a los altares del teatro el espíritu de Lorca, esa poética llena de sangre, de tierra a la que hay que trabajar mucho, de pasiones soterradas, de rabia contenida, extrayendo de las entrañas todo aquello que hierve, todo aquello que espera lentamente su momento, su hora final. Porque Broggi nos emociona, nos lleva en volandas, con esa música flamenca magnífica y emocionante (con Garriga, guitarra y voz, y su dos cómplices Marià Roch y Marc Serra) ese castellano claro e intenso, y esos seis intérpretes en estado de gracia, defendiendo sus respectivos personajes, desde el interior, desde lo mas profundo del alma, con sus ambiguedades, contradiciones, miedos y fuerza, los Clara Segura, Nora Navas, Pau Roca, Iván Benet, Anna Castells, Montse Vellvehí y Juguetón, el caballo negro. Todos ellos nos llevan a ese estado espiritual que hablaba al principio de este texto, en que el espacio, el texto de Lorca, la música y los intérpretes nos cogen de la mano y no nos sueltan en las casi dos horas de espectáculo, en la que nuestras emociones no nos dejan un instante tranquilo, y nos hacen disfrutar de verdad, donde todo huele a verdad, donde todo se palpa junto a esa tierra, ese calor que abrasa y la magnitud de la tragedia descomponiéndose como un fruto podrido que nada ni nadie puede ya detener.