Habitación 212, de Christophe Honoré

EL AMOR DESPUÉS DE VEINTE AÑOS.

“Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender”

Françoise Sagan

El amor, y las cuestiones que derivan del sentimiento más complejo y extraño, y la música, son los dos elementos en los que se edifica el universo de Christophe Honoré (Carhaix-Plouguer, Francia, 1970). Un mundo rodeado de un estética pop y romántica, donde sus personajes aman el amor o eso creen, unos personajes, algunos, algo naif, algo inocentes, muy del amor, porque para el cineasta francés el amor, o un parte esencial de él, se basa en la aventura a lo desconocido, a lanzarse a ese abismo que produce inquietud y temor, pero también placer y felicidad, quizás en buscar ese equilibrio, no siempre sencillo, está ese sentimiento que llamamos amor. Su nuevo trabajo nos habla de amor, claro está, pero de ese amor maduro, ese amor después de veinte años, un amor que ya tiene una edad para mirar hacia atrás, para vernos a nosotros mismos, para cuestionarnos si aquellas decisiones que tomamos fueron las acertadas, o no. El relato arranca con Maria Mortemart (una maravillosa Chiara Mastroianni, en su quinta presencial con Honoré) caminando con paso firme y decidido por las calles céntricas de París, coqueteando con la mirada con chicos mucho más jóvenes que ella, mientras escuchamos a Charles Aznavour cantando “Désormais”, una canción que nos remite al desamor, quizás una premonición de lo que está a punto de llegar.

Cuando Maria llega a casa, se encuentra a Richard (Benjamin Biolay) su marido, que por azar, descubre que Maria tiene un amante. Se enfadan y Maria se va de casa, cruza la calle y se aloja en la habitación 212 del hotel de enfrente (el número hace referencia al artículo del matrimonio que indica obligaciones de los cónyuges como respeto y fidelidad). Mientras observa la tristeza de su marido, Maria, al igual que le sucedía a Ebenezer Scrooge (el huraño y enfadado protagonista de la novela Cuento de Navidad, de Dickens) recibirá unas visitas muy inesperadas que la llevarán a su pasado y presente, con continuas idas y venidas por ese tiempo, de naturaleza mágica y crítica, que le ha tocado vivir: al propio Richard, veinte años más joven, cuando se casaron (interpretado con dulzura y sensibilidad por un enorme Vicent Lacoste, que repite con Honoré después de la imperdible Amar despacio, vivir deprisa), a Irène (una cálida Camille Cottin) la que fue primer amor y profesora de música de Richard, que sigue enamorada de él, y  la agradable presencia de la bellísima Carole Bouquet, la voluntad de Maria, en forma de imitador de Aznavour, y una docena de amantes de Maria, veinte años más jóvenes que ella, en estos veinte años de matrimonio.

Durante la noche, tanto la viviendo como el hotel, y la calle, se convertirán en un decorado de una película de la metro, de esas que se rodaban en EE.UU. durante la época dorada del musical, que también adaptó al cine francés, Jacques Demy, con la nieve cayendo, con esas siete salas de cine, que anuncian una de Ozon, por ejemplo, o ese restaurante que recibe el nombre de “Rosebaud” (haciendo referencia al pasado y a aquello de dónde venimos, como en Ciudadano Kane). Visitas que funcionaran como terapia de pareja y sobre todo, del amor para Maria y Richard, que también se incorporará a la noche del amor y de aquello que dejamos o no, un Richard desorientado y diferente. Honoré construye una deliciosa y acogedora comedia dramática, con momentos de musical puro, sobre el amor y todos los asuntos que encierran a la pareja, a sumergirnos en el verdadero significado del amor y todo lo que significa, haciéndonos reflexionar y también, enamorándonos con sus bellas y románticas imágenes, y la música que escuchamos, desde la canción melódica del propio Aznavour y Serrat, música clásica de Vivaldi al piano, un tema sobre aquellos amores que podían haber sido como el “Could it be magic”, de Barry Manilow o el “How Deep is Your Love”, versión de The Rapture, indagando en la verdad de esos sentimientos que tanto clamamos al amado o amada.

Honoré mira con sinceridad e intimidad la naturaleza humana, mirándonos como verdaderamente somos, seres imperfectos que amamos como sabemos o podemos, equivocándonos y cometiendo muchos errores, o simplemente, dejándonos claro que el amor, ese sentimiento capaz de mover montañas y conciencias, y convertirnos en meras sombras de nuestra voluntad, no es un sentimiento perfecto, ni mucho menos, simplemente es una emoción, con todas sus virtudes y defectos que, en algunas ocasiones acertamos y en la mayoría, erramos, quizás la capacidad de perdonar y perdonarnos será el mejor camino para seguir enamorándonos cada día de ese ser que es tan especial para nosotros, porque nadie, absolutamente nadie, será capaz de mirarlo como lo hacemos nosotros, porque como explica Honoré, después de veinte años, ya somos capaces de amar, porque ya conocemos todas sus imperfecciones y a pesar de todo eso, seguimos sintiendo algo profundo y complejo por esas personas, y todo lo demás, no sirve de nada, porque el amor no es ciego, suele ser real y sobre todo, lleno de imperfecciones, pero no solo el nuestro, sino el de todos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA