Puan, de María Alché y Benjamín Naishat

LAS RAZONES DE MI INEXISTENCIA. 

“El único conocimiento verdadero es saber que no sabes nada”.

Sócrates 

El cine debería ser un reflejo de la situación política y social de los tiempos que nos han tocado vivir, o al menos, el buen cine. Pienso en ese cine que mira a su alrededor y nos explica historias sobre personajes que hacen cosas como nosotros, que sobreviven a duras penas en una realidad muy hostil, incluso violenta, que no les ayuda a ser ellos mismos y sobre todo, a vivir digna y honestamente. La película Puan es ese cine. Porque es una película que nace por muchos motivos. El primero sería el más claro y evidente, el de reivindicar la enseñanza pública frente a esos burócratas elitistas que nunca la conocieron, luego, porque el tema a tratar es la filosofía, la rama educativa más dañada y violentada por esos mismos que se hacen llamar demócratas y en realidad, sólo son un esbirros de lo privado y sus triquiñuelas ilegales. Ante este panorama, la película nos muestra una serie de vidas en continua precariedad, que deben hacer miles de trabajitos para llegar, y sobre todo, para seguir haciendo lo que aman, a pesar de todos aquellos políticos que defienden lo contrario. 

Puan nace como reivindicación a las políticas fascistas de un tipo como Milei, el nuevo mesías derechista que venderá su país al mejor postor. De su pareja de directores tenía algunas referencias. María Alché (Buenos Aires, Argentina, 1983), que empezó como actriz en La niña santa, de Lucrecia Martel, hace 20 años, y trabajó en otras películas, e hizo cortos y dirigió una cinta en solitario, Familia sumergida (2018), un drama protagonizado por Mercedes Morán. De Benjamín Naishat (Buenos Aires, Argentina, 1986), director de tres títulos, entre el que conozco Rojo (2018), un thriller político en los albores de la dictadura argentina con unos formidables Darío Grandinetti y Alfredo Castro. Con Puan, nos sitúan en la famosa calle homónima del barrio Caballito, centro neurálgico de la capital, donde en el número 480 encontramos la Facultad de Filosofía y Letras, centro de lucha reivindicativa y resistencia por antonomasia. La trama es sencilla y muy intensa, muy reflexiva y tremendamente física, y está protagonizada por Marcelo Pena, uno de esos profesores tímidos, academicistas y llenos de dudas y miedos, a la sombra siempre de alguien, de su mujer, luchadora y resistente, y de su mentor, que acaba de morir. La muerte provoca un vacío que coloca a Pena en un disyuntiva, no sólo profesional sino también existencial. La cosa se pone más dura con la aparición de su némesis, el tal Rafael Sujarchuk, un profesor con don de gentes, apasionado, con trayectoria internacional, un hombre de mundo y renovador, que además también opta a la cátedra como Pena. 

Como mencionaba Azcona aquello que: “La comedia es el mejor invento para soportar la realidad triste y gris”. Alché y Naishat optan por mirar esa realidad difícil de profes que no cobran y cuando lo hacen no les llega para vivir, donde Pena debe hacer unas cuántas actividades para sacar dinero extra. Una universidad en dificultades económicas y un país en estado de inquietud constante. La comedia alivia tanto desastre social, una comedia punzante, corrosiva, muy divertida, y a veces, tremendamente negrísima, en la que seguimos las andanzas de Pena, un personaje quijotesco y nada atrayente, pero dentro de su torpeza y su desorientación, encontramos a un hombre que ama su trabajo, que debe reivindicarse, aunque le cueste, y hacerse fuerte ahora que su puesto se ve seriamente amenazado por los nuevos vientos. Una historia directa, sincera y nada artificial, con la luz de una grande como la cinematógrafa Hélène Louvert, que ya estuvo en Familia sumergida, amén de grandes como Varda, Denis, Doillon, Klotz, Rohrwacher, entre otros. Su luz es cotidiana, íntima y acogedora, donde se mezcla con astucia la realidad dura con la comedia más irreverente. 

La excelente música de Santiago Dolan, con ese aroma de comedia italiana a lo Monicelli, De Sica y Risi, en que la música no sólo sirve para explicar, sino para mirar hacia dentro de los personajes y las situaciones que viven. En el mismo tono se encuentra el montaje que firma la brasileña Livia Serpa, otra reclutada de Familia Sumergida, donde prima el caleidoscópico de la trama, con mucho movimiento y diferentes espacios, donde abundan lo acotado y lo mínimo, para aumentar el acoso físico y mental en el que se encuentra el omnipresente protagonista Marcelo Pena. Un gran actor como Marcelo Subiotto, en su primer protagonista, que también estaba en Familia sumergida, bien acompañado, y también sufrido, por un profe más moderno y más diferente en todo como Leonardo Sbaraglia en su papel de Rafael Sujarchuk, todo un lince en ese mundo de profes carcas con olor a naftalina. Y otros intérpretes importantes como Mara Bestelli y Andrea Frigerio, que vimos en Rojo, y demás actrices, con oficio y experiencia como Julieta Zylberger, Alejandra Flechner, Cristina Banegas, entre otros, forman un reparto que transmite transparencia y naturalidad. 

No dejen escapar una película como Puan, de María Alché y Benjamín Naishat, porque les hará pasar un rato divertido, pero no el de risa fácil, sin más, no, aquí hay mucho que rascar, porque se habla de cosas importantes pero sin ser trascendentes ni mucho menos, aburridos. Los directores argentinos se lo montan estupendamente, porque nos hablan de temas importantísimos como la enseñanza pública, la filosofía como herramienta indispensable para resistir ante una sociedad sin valores y obsesionada con la apariencia y el materialismo. Películas como Puan son muy reconfortantes y llenas de valores y muchas más cosas. Agradecemos que existan porque su financiación no ha resultada nada sencilla, ya que encontramos hasta cinco países envueltos en su producción, y eso, aún la hace más fundamental, por su arrojo y su valentía para hablar de temas, que históricamente han sido demasiado profundos y alejados de todos, y ellos los hacen cercanos y cotidianos, y le ponen ese punto de comedia tan de verdad y tan zavattiniana y azconiana, de las que nos han de la “realidad” y sus cosas, sus tristezas y esperanzas de gentes que viven en nuestra misma calle o en la calle de atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Rojo, de Benjamín Naishtat

UNA NOCHE, UN MUERTO.

“Cuando todos callan, no hay inocentes”.

Un incidente en un restaurante por la noche. Quizás, un incidente más. Un incidente protagonizado por Claudio, un abogado reconocido y un desconocido, en uno de esos pueblos perdidos de la provincia en la Argentina en 1975. Todo hubiera acabado ahí, pero no, porque el abogado humilla al extraño y es expulsado de malas maneras del local. A la salida, volviendo a casa, el desconocido asalta a Claudio y a Susana, su mujer, y después de una pelea, el extraño, al que nadie conoce, se dispara y queda gravemente herido. El abogado se hace cargo y lo lleva en su automóvil con la intención de salvarle la vida, pero no lo hace, en cambio, lo hace desaparecer en un desierto de la zona. ¿Por qué motivo un abogado reconocido y de vida acomodada hace semejante acto de crueldad abandonando a alguien a una muerte segura? El director Benjamín Naishtat (Buenos Aires, Argentina, 1986) vuelve a indagar en la condición humana como ya lo había hecho en sus dos anteriores trabajos. En Historia del tiempo (2015) nos situaba en la psicosis y temores actuales de buena parte de la ciudadanía, y en El movimiento (2016) se trasladaba al rural del siglo XIX para sumergirnos en un relato sobre el abuso de poder que unos ejercían sobre los campesinos.

Ahora, y nuevamente en una película de corte histórico y ambientada en la zona rural, nos sumerge en esa Argentina en los albores de la dictadura, mostrándonos la impunidad y la violencia que ejercen unos contra otros para continuar siendo “buenos ciudadanos” a los ojos de todos, retratando esa violencia oculta y soterrada que convive con naturalidad, con una élite dispuesta a todo para mantener sus privilegios y sus ejemplares vidas. El director argentino nos guía por su relato a través de la mirada de Claudio, un abogado de buenas intenciones y familia, aunque de moral oscura, como veremos a lo largo de la película, porque cuando ha de elegir acerca de hacer el bien o su conveniencia no tendrá dudas y siempre opta por su beneficio personal, una idea que se impondrá meses después con el estallido de la dictadura militar donde una parte poderosa del país someterá a todo aquel que piensa diferente. La película ahonda en las contradicciones y miserias humanas, explorando todos esos tejes manejes del abogado y sus amigotes, como ese instante que define a las maneras oscuras de los personajes, cuando apoyándose en triquiñuelas legales se apropian de un inmueble que nadie reclama.

El relato se enmarca en aspecto de thriller setentero donde predominan los rojos, ocres y verdes, con esa característica atmósfera del cine negro que también supo retratar cineastas como Coppola, Friedkin, Lumet o Peckinpah, dónde el género era una mera excusa para sacar a la luz todos los males sociales y políticos que anidaban en lo más profundo de la sociedad. La exquisita ambientación, cargada de detalles y elementos que nos llevan a la textura y colores que tan de moda estaban en los setenta, y a través de esa forma tan contrastada con zooms, fundidos encadenados o esas cámaras lentas, nos colocan de manera sencilla y ejemplar en esa época, en todo aquello que se respiraba y esa violencia oculta y a punto de estallar que ya daba cuenta de sus inexistentes principios morales y de más, en una idea espeluznante en que la sociedad se divide entre unos que ejercen poder sobre otros, cueste lo que cueste y no existan escrúpulos de ninguna clase para llevarla a cabo.

Una composición de altura y sobria del siempre magnífico Darío Grandinetti dando vida a esa abogado que parece una cosa y en realidad es otra, como tantos en aquel momento, como demostrará el trato que ejerce cuando está con aquellos más desfavorecidos y cuando trata con sus amigotes de clase, un ser miserable, si, pero también, un profesional ejemplar, dentro de sus principios, y esposo y padre en su sitio, cariñoso y bondadoso, con esos trajes inmaculados, ese bigotito que le da pulcritud, y esa mirada serena y bien pensante. Frente a él, el detective Sinclair, extraordinariamente interpretado por el chileno Alfredo Castro, con esas gafotas, su gabardina y su peinado inmaculado, con esos aires de policía de Scotland Yard, inteligente, observador e impertérrito, que fue policía, pero ahora se gana la vida buscando a desaparecidos para gente acomodada, que investiga con ojo avizor y astucia brillantes. Y Susana, la mujer del abogado, interpretada por Andrea Frigeiro, la esposa comprometida y buena compañera, que seguirá fiel a su esposa y su hogar, aunque viva en otra situación real muy diferente.

Naishtat ha construido una película valiente, inteligente y necesaria que explora la maldad desde la condición humana más miserable, devolviéndonos tiempos atroces que en muchos instantes parece que siguen ahí, de otra forma y a través de otros hilos invisibles y más enmascarados, desenterrando el pasado que tanto nos interpela en estos tiempos confusos, contradictorios y oscuros,  explorando con acierto y sobriedad todos los aspectos más oscuros de lo humano, aquellos que a primera vista no se ven, y mucho menos se reconocen, aquellos que hay que sumergirse en las profundidades del alma para toparse con ellos, definirlos moralmente, y sobre todo, conocerlos para conocernos más, y así descubrir ciertas actitudes de muchas personas en la actualidad, porque la historia siempre se acomoda a sus tiempos, porque las cosas del pasado siempre vuelven con otras caras y cosas, pero lo más intrínseco vuelve a nosotros, porque el tiempo pasa, pero hay cosas que permanecen en nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA