La casa de Jack, de Lars Von Trier

CINCO INCIDENTES.

“Las grandes catedrales tienen obras de arte sublimes escondidas en los rincones más recónditos para que solo Dios las vea… ¡Lo mismo pasa con el asesinato!”

Después de ver una película de Lars Von Trier (Copenhague, Dinamarca, 1956) a uno se le queda un cuerpo raro, difícil de definir, porque las imágenes de sus películas nunca dejan indiferente, llevándonos hacia lugares extraños y lúgubres, sitios a los que jamás iríamos en otro tipo de circunstancias, espacios donde nos encontramos individuos emocionalmente extremos, en pleno procesos de catarsis interior, enfrascados en situaciones virulentas o a punto de estallar, donde sus emociones caminan sobre alambres que producen un dolor intenso e inmenso, donde esos viajes emocionales que padecen y sienten les provocarán sentimientos muy oscuros, extremadamente dolorosos y sin billete de vuelta. Las imágenes de Von Trier están sacudidas por elementos muy oscuros del alma humana, aunque también podrían verse como disecciones quirúrgicas sobre la condición humana y sobre cómo estos individuos se someten a esas batallas físicas y emocionales inmersos por sus extrañas y complejas circunstancias.

Un cine que provoca seducción y rechazo a la vez, un cine que se sumerge en las profundidades de cada uno de nosotros, en todo aquello oscuro y siniestro que se almacena en nuestras entrañas, en aquello que no queremos reconocer como parte de nuestra identidad, de lo que somos, en todo aquello que anida en nuestro ser a la espera de salir al exterior, esperando pacientemente en despertar para contaminarnos sin remedio. La filmografía del cineasta danés podría dividirse en dos tiempos bien diferenciados, quizás no tanto por sus temáticas, peor si por su forma, ya que podríamos hablar de una etapa que arrancaría con El elemento del crimen (1984) pasaría por Epidemic (1987) Medea (1988) Europa (1991) que lo lanzó internacionalmente a través de un oscuro drama sobre la Europa de la segunda guerra mundial y todo lo que vino después, y la serie El reino (1994), todas ellas cintas de narrativas agobiantes, en los que sus personajes estudian el comportamiento humano a través de lo más oscuro del alma humana, a través de una forma clásica y muy penetrante, donde Rompiendo las olas (1996) que nos hablaba de una mujer inocente que se casa con un paleto y después de una accidente, se convierte en la puta del lugar,  se convertiría en película-bisagra entre un estilo y el siguiente, donde ya la forma realizada por el director danés convierte la cámara en un ser lleno de energía que se mueve entre sus personajes, como una especie de juez brutal de sus emociones y comportamientos.

Con Los idiotas (1998) segunda película del movimiento Dogma, que venía a resucitar aquella forma de cine artesanal y primitiva, huyendo del artificio moderno, e inaugurará una nueva forma cinematográfica donde Von Trier se centra en su personaje y sus movimientos a través de una cámara en mano que se mueve al unísono con su personaje, convertido en un elemento asfixiante y agotador en algunos instantes, en el que suele seguir al protagonista principal en una especie de diario de su alma, sus emociones y sus actos, convirtiendo a los espectadores en testigos mudos y muy íntimos de todo lo que hace (exceptuando un par de filmes donde explora la comedia corrosiva en El jefe de todo estoCinco condiciones, sobre el arte del cine) de esa manera de mirar el alma nacerán Bailar en la oscuridad (2000) durísimo drma donde una inmigrante pierde la vista a ritmo de musical social, Dogville (2003) y Manderlay (2205) primera y continuación de la vida de Grace en la época de la depresión en EE.UU. que huye de un peligroso gánster y un pueblo la acoge mediante el chantaje, luego vendría Anticristo (2009) oscurísima tragedia de un matrimonio que pierde a su hijo pequeño y su posterior redención a través del dolor físico y emocional, en Melancolía (2011) una joven con graves problemas emocionales se prepara para el fin del mundo, y en Nymphomaniac (2013) que divide en dos partes debido a su larga duración, nos explica la vida de una mujer adicta al sexo y sus infinitos encuentros sexuales.

En La casa de Jack, Von Trier, deja sus oscuros dramas femeninos que pueblan su filmografía para adentrarse en la vida de un asesino en serie a través de cinco incidentes en doce años, un tipo narcisista, abyecto, demencial e infantiloide, que asesina creyendo que realiza obras de arte, excelentemente interpretado por un sobrio y penetrante Matt Dillon. El director danés divide su película en cinco capítulos y un epílogo, y al inicio de cada segmento, escuchamos una conversación que mantienen Jack y Verge, un hombre mayor, de condición moral que le discute a Jack su idea del asesinato como expresión artística, discutiéndole con argumentos desarrollados todo su tesis demencial, unos diálogos basados en las 100 últimas páginas de La muerte de Virgilio, de Herman Broch. Von Trier sigue empecinado con su cámara nerviosa y penetrante, que escruta y sigue sin descanso las andanzas sanguinarias de Jack, a modo de diario íntimo y perverso, mostrando unos crímenes de variada condición de un modo muy cruel y de extrema violencia, llevándonos por los EE.UU. de la década de los setenta, mezclándonos asesinatos macabros y muy salvajes de manera explícita, sin dejarse nada en off, con interesantes conversaciones sobre el arte, las formas de trabajo y las diferentes expresiones artísticas y la naturaleza y estructura de las mismas.

Una estructura narrativa que recuerda mucho a la ya utilizada en Nynphomaniac, con esas imágenes-prólogo en las que vemos el virtuosismo del pianista Glenn Gould, genial y maniático a partes iguales, sobre todo con la limpieza, como le ocurre a Jack, acompañado de los recurrentes acordes de la canción Fame, de David Bowie, que se van repitiendo en cada uno de los incidentes, donde la fama es convertida en una especie de crimen que contamina y te deja vacío. Von Trier sabe manejar el tempo cinematográfico, sumergiéndonos en la mente enfermiza y desquiciada de Jack, que mata como obra de arte, y sabe pasar como uno más en la sociedad, y además, se autodefine como un ser que tiene una misión mesiánica para construirse una casa, ya que soñaba con ser arquitecto pero se convirtió en ingeniero, aunque por muchas veces que lo intente, siempre fracasa como constructor de casas, no así en la consecución de sus actos macabros y espeluznantes, tomando cada menos riesgos para llevarlos a cabo, en un acto de superioridad frente a sí mismo, los demás y la sociedad que define como vacía, enferma y muerta.

Su larga duración, unos 155 minutos, se ven con interés y emoción, a pesar de sus actos violentos, filmados de forma íntima, pero sin juzgarlos, sino mostrando con todo detalle para que los espectadores saquen sus propias conclusiones, en un acto de mirar aunque duela aquello que ves, con esa luz perversa y naturalista obra de su camarógrafo habitual Manuel Alberto Claro, y ese montaje cortante y audaz de Molly Marlene Stensgaard, que lleva trabajando desde sus incios. Von Trier es un consumado creador de atmósferas asfixiantes y terroríficas, y de construir personajes extremos y brutales, en relatos enfermizos y oscuros, donde la redención o catarsis emocional suelen convertirse en actos demencionales o violentos. En esta ocasión, se revela de sí mismo y von Trier se muestra algo diferente con respecto a sus anteriores filmes, la catástrofe emocional que persigue a sus criaturas no descansa ni ceja en su empeño de martirio y fatalismo, y no los redime de su maldad, sino que abraza la idea de Verge, con el que finalmente se encontrará Jack, y juntos se sumergirán por diferentes etapas del infierno, como hacia Virgilio con Dante en La divina comedia, y así nos llevará Von Trier, reencarnado en Bruno Ganz, en este viaje a las profundidades de un infierno laberíntico y sugerente, lleno de pasadizos y caminos secretos y ocultos, lleno de trampas y muy onírico, donde todo se desenvuelve en un viaje catártico donde alguien como Jack intentará su salvación hasta sus últimos alientos.

El blues de Beale Street, de Barry Jenkins

CONFÍA EN EL AMOR.

“No puede cambiarse todo aquello a lo que te enfrentas, pero nada puede ser cambiado hasta que te enfrentas a ello”

James Baldwin

“Beale Street” es una calle de Memphis (Tennessee) cuna de la música negra, aunque James Baldwin (1924-1987) la localiza en su novela If Beale Street could talk, en una calle del Harlem de los años setenta, un espacio que podría ser cualquier calle del país, una calle donde viven afroamericanos, una calle donde la vida se evapora a cada segundo, donde las oportunidades de prosperar son demasiado ínfimas. Baldwin fue un reputado escritor, su novela inacabada Remember This House, fue llevada al cine por Raoul Peck en el 2016, en el documental I Am Not Your Negro, donde también se hablaba de la vida intensa en los 60 como activista de los derechos civiles de Baldwin. Barry Jenkins (Miami, EE.UU., 1979) que consiguió un gran éxito de crítica y público con su segundo trabajo Moonlight (2016) en la que recogía partes de su vida para retratar tres instantes en la existencia de un joven de Miami. Su tono intimista y humanista, acompañado de unas interpretaciones muy sobrias, le convirtieron en uno de los cineastas más prometedores del actual panorama estadounidense, que validó su primer trabajo Medicine for Melancholy (2008) una película romántica sobre dos jóvenes enamorados en Los Ángeles, filmada con escaso presupuesto.

Ahora, Jenkins se enfrenta al texto de Baldwin, un libro escrito en 1974 en el retiro francés del escritor afroamericano, construyendo una historia que continua su tono conciso e intimista, centrándose en una joven pareja enamorada del Harlem de los 70, Tish, ella de 19 años, y Fonny, el de 22, una historia de amor de verdad, apasionada, delicada y llena de dulzura, como demuestra el excelente arranque de la película, cuando vemos a la joven pareja adentrándose en un parque y bajando sus escaleras, mientras comparten esas miradas cómplices y tiernas, tan propias de la primera vez, de ese primer amor puro, natural y libre. Todo parece estar bien, a pesar de ser tan jóvenes, su amor los hace mejores, más libres y más seguros de sus vidas, a pesar de las dificultades. Aunque, todo se tuerce, todo cambia, y para mal, cuando una joven portorriqueña acusa de violación a Fonny y es encarcelado a la espera de juicio. Tish con la ayuda de su familia, removerá cielo y tierra para probar la inocencia de su amor.

Jenkins da la palabra y el relato a Tish, ya que a partir de su voz en off y sus pesquisas iremos descubriendo el relato, con continuos flashbacks, idas y venidas que nos irán llevando por sus primeros instantes de amor, su primera relación sexual, el embarazo de Tish cuando Fonny ya está en la cárcel, la relación con su familia y el encuentro de las dos familias, el reencuentro con el viejo amigo que acaba de salir de la cárcel, la imposible búsqueda de un apartamento en Green Village, y sobre todo, los prejuicios raciales, la falta de oportunidades vitales y laborales, y el estigma y el rechazo de los blancos hacia los afroamericanos. Pero todo se hace evidente sin serlo, mostrando la injustica sin caer en el panfleto, sino a través de estas dos vidas intimas y las de sus familias, reconstruyendo esa atmósfera de manera sutil, mostrando sin mostrar, dejando que los las circunstancias personales y sus deseos y (des) ilusiones nos lleven de la mano, agarrándonos fuerte o casi dejándonos ir, según el instante, ya que Jenkins nos lleva por ese Harlem pobre, vacío, dejado y triste, con las excelentes fotografías de DeCarava, que también retrató esa sensación de prisión en tu propio país, con la continua amenaza y falta de libertades, como algunas de las maravillosas melodías que escuchamos durante el metraje.

La excelente e intensa banda sonora de Nicolas Britell (que ya había trabajado con Jenkins en sus dos primeras películas) contribuye a crear esa atmósfera sucia, agobiante y romántica que tiene la película, que en algunos pasajes recuerda a la melancolía y potencia que tenía la compuesta por Bernard Herrmann para Taxi Driver, donde también mostraba la tristeza y la miseria del New York setentero. Y qué decir de la asombrosa y asfixiante luz de ese Harlem agridulce que nos muestra el camarógrafo James Laxton, como el preciso y calculado montaje obra del tándem Joi McMillon y Nat Sanders, todos ellos repitiendo en el universo de Jenkins. Un maravilloso reparto encabezado por la debutante Kiki Lane dando vida a esta heroína urbana y sencilla que es Tish, bien acompañada por Stephan James como Fonny, la elegancia y esas miradas de Regina King como la madre de Tish, con ese momentazo que tiene en Puerto Rico, y el resto del elenco, que interpretan con naturalidad y sentimentos sus diferentes roles, creando esas familias rotas pero resistentes frente a las adversidades injustas de una sociedad enferma y brutal contra aquellos que son diferentes.

El cineasta afroamericano ha tejido con paciencia y sensibilidad una cinta hermosísima en sus detalles y magnífica en su contenido, que nos invita a un viaje a nuestros sentidos, a través del amor de Tish y Fonny, a ese amor que alguna vez hemos vivido y nunca conseguiremos olvidar, pero también, a esa parte más dolorosa de la vida, cuando las cosas se tuercen, cuando la oscuridad y el mal se empeñan en hacernos las cosas más difíciles, en que la película se adentra en el cine negro o incluso de investigación, a contra reloj, ya que la vida de Fonny anda en el alambre, donde se nos habla de un mundo, que desgraciadamente continúa vigente en la actualidad, como desgraciadamente intuía Baldwin, donde los derechos de los más desfavorecidos siguen siendo pisoteados y anulados en el país que aire la bandera de la democracia y la libertad. Jenkins habla de la vida, del amor, de resistir frente a todos y todo, confiando en el amor, en nuestros sentimientos, y en apoyarse sin condición en aquellos que nos dan la vida, que nos sacuden el corazón y nos levantan el alma, porque un personaje como Tish que a sus 19 años, embarazada y sin su amor, se enfrenta a sí misma, a los prejuicios sociales, siempre con esa sonrisa que llena la pantalla y todo lo demás.