La fotógrafa de Monte Verità, de Stefan Jäger

EL VIAJE DE HANNA.

“Nada te puedo dar que no exista ya en tu interior. No te puedo proponer ninguna imagen que no sea tuya… Sólo te estoy ayudando a hacer visible tu propio universo”.

Hermann Hesse

Hanna Leitner es una joven madre en la Viena burguesa, rígida y conservadora de 1906. Su vida es aburrida, vacía y densa, todo está sometido a una rutina desesperada y sin salida. El psicoanalista Otto Gross que la trata, le ofrece la posibilidad de ir al sanatorio de Monte Verità, al sur de Suiza, en la colina cerca de Ascona, en el cantón del Tesino, donde se ha organizado una comunidad utópica que huye de los convencionalismos de la sociedad, en la que hombres y mujeres sanan a través de la armonía con la naturaleza, la creatividad y la relación con el otro. Un día, cansada de todo y todos, Hanna deja a sus dos hijas y llega a Monte Verità, un lugar mágico y lleno de espiritualidad, donde se ha construido un socialismo primitivo, se ha abrazado el veganismo y todos contribuyen en forma de cooperativismo en los quehaceres diarios. Un oasis, a contracorriente de la sociedad, donde las personas llegan para curarse y descubrirse a sí mismos.

El director Stefan Jäger (Uster, Suiza, 1970), lleva más de treinta años dirigiendo trabajos en el campo documental y ficción, para hacer un total de veintidós títulos. Su fascinación por el descubrimiento de Monte Verità, le ha llevado a hacer no solo una película sobre el lugar, sino hacer una película que tiene mucho de documento, porque vemos escenas de la cotidianidad del citado lugar, donde nos encontraremos con personas reales que vivieron allí, y la ficción, con el personaje de Hanna Letiner, una mujer que se parece a muchas que llegaron allí con el mismo propósito. La fusión de documento y ficción, consigue un entramado lleno de sensibilidad y poesía, porque a través de la protagonista, conocemos ese espacio lleno de espiritualidad, donde las cosas funcionan de otra manera, o quizás, podemos decir, donde las cosas se miran desde otra perspectiva. Hanna entablará relación con el anarquista Erich Mühsam, la artista Sophie Taeuber-Arp, las fundadoras Ida Hofmann y Lotte Hattermer, el escritor Hermann Hesse y la bailarina Isadora Duncan, entre otras brillantes personas que pasaron por Monte Verità.

La película con guion de Kornelija Naraks huye del sentimentalismo y la condescendencia habituales en este tipo de tramas, porque seguimos el viaje interior de Hanna, con sus complejidades y dificultades, su descubrimiento personal y su forma de atreverse a ser ella misma, a partir de la fotografía, y del conocimiento no solo espiritual, sino también carnal, donde la joven experimentará sus profundos cambios en la forma de vestir, de llevar el cabello y sobre todo, de mirar el entorno y a ella misma. Una excelente cinematografía que firma Daniela Knapp, con más de cuarenta títulos a sus espaldas, entre las que destacan Los edukadores y La suerte de Emma, que nos cautiva con su naturalidad y su acercamiento íntimo a unos personajes sencillos y profundos y al lugar que los rodea, el elaborado montaje de Noemi Preiswerk, que en su primera hora nos va acercando el presente de Monte Verità y el pasado vienés, donde conocemos los detalles del infierno en el que vive Hanna, y luego, ya instalados en el mítico lugar, donde vemos el proceso de Hannah, arduo, con altibajos y difícil, como suelen ser estos procesos interiores, y esos insertos con las fotografías en el que vamos viendo la fotografía real.

La magnífica música de Volker Bertelmann, con más de sesenta títulos en su filmografía, que ha destacado en La candidata perfecta, de Haifaa Al-Mansour, y en series como El nombre de la rosa y Your Honor, consigue envolvernos en una aura mágica y de libertad, llevando las imágenes hacia un estado más del alma y menos físico, aunque lo corpóreo también tiene su espacio en una película que nos habla de muchas cosas, pero sobre todo, nos habla de los caminos que emprendemos para ser nosotros mismos, lejos de las estructuras sociales tan marcadas que eliminan cualquier atisbo de libertad. Un extraordinario reparto de rostros conocidos en la cinematografía alemana, austriaca y suiza, como Maresi Riegner en el rol de la desdichada Hanna, a la que hemos visto en películas como Egon Schiele y The Royal Game, que hace un gran trabajo de sutileza y miradas en la piel de un personaje frágil y fuerte. Bien acompañada por Max Hubacher, uno de los soldados en El capitán, de Robert Schewentke, en el papel del doctor Otto, un ser controvertido por sus métodos que el tiempo le dio la razón, Julia Jentsch como Ida Hofmann, un pilar en Monte Verità, al igual que Lotte Hattemer que interpreta Hannah Herzsprung, que estaba en los repartos de El lector y Cuatro minutos, en la piel de un ser animal y espiritual que vive entre Monte Verità y la montaña, Joel Basman, que hemos visto recientemente en Pájaros enjaulados, se mete en la piel del insigne y joven Hermann Hesse.

La fotógrafa de Monte Verità vuelve a detenerse en una experiencia que fue la primera de otras muchas que aparecieron luego, donde una serie de individuos trabajaron para crear un espacio de libertad, de creación y sobre todo, de conocimiento personal, esa materia que la sociedad ha mercantilizado y la ha usurpado, pero que sigue siendo otra cosa, algo que nada tiene que ver con las estructuras sociales y económicas actuales, como nos explican en la película. es una película sobre y acerca de todas las mujeres que un día, dieron un golpe en la mesa, y huyeron de sus matrimonios aburridos y vacíos, y emprendieron una vida de descubrimiento personal para enfrentarse con ellas mismas y vivir como sentían. Una película feminista, brillante y llena de pasión, de arte, de utopías, que tan necesarias y vigentes siguen siendo a día de hoy, porque tal y como está el mundo, es una necesidad y virtud pensar en otra sociedad posible, porque si lo pensamos, ya estamos en el camino de poder encontrarnos con ella, como le ocurre a Hanna Leitner, una mujer valiente, decidida, humana y sobre todo, un personaje de ficción que refleja el pensamiento y el espíritu de tantas otras reales que le precedieron y le precederán a romper las cadenas y encontrarse consigo mismas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El poder del perro, de Jane Campion

UN PERRO QUE LADRA.

“Libra mi alma de la espada; mi amor del poder del perro”

Salmo 22:20 de La Biblia.

La película Bright Star (2009), sobre el poeta John Keats y su amor con Fanny Bawne en la Inglaterra del XIX, era hasta la fecha la última película de Jane Campion (Wellington, Nueva Zelanda, 1954). Una cineasta que ya había demostrado con crecer su grandísimo talento para esto de contar historias con imágenes y sonido, como lo demuestran Sweetie (1989), y Un ángel en mi mesa (1990), antes de cosechar un excelente éxito internacional con El piano (1993), que la aupó a los laureles del cine de autor a escala mundial. Le siguieron otras películas como Retrato de una dama (1996), basada en la novela de Henry James, Holy Smoke (1999), En carne viva (2003), y la citada Bright Star, amén de algunas series y películas colectivas. Con El poder del perro, Campion vuelve a asombrarnos con un sensible y profundo western, basado en la novela de un especialista del género como el estadounidense Thomas Savage (1915-2003), ambientado en la Montana de 1925, en la que dos hermanos antagónicos y dueñas de una prospera ganadería.

Dos hermanos. Por un lado, tenemos a Phil Burbank, rudo, malcarado y hostil, el hombre de la tierra, del sudor, del barro, de cabalgar y ensuciarse, y uno más de la cuadrilla, que representa los valores más ancestrales y viejunos de lo masculino. En el otro lado, nos encontramos con George, amable, de buenas maneras, elegante en el vestir y la cabeza pensante, además del hombre que conduce, con esa idea de hombre moderno, con un trato diferente con la sensibilidad y la dulzura. Los dos hermanos viven en una armonía extraña, una relación que se distancia con la aparición de Rose Gordon, una atractiva viuda muy sola, que empieza una relación sentimental con George. Un pack que también viene con Peter, el hijo de Rose, un joven sensible y muy inteligente que estudia medicina. El grueso de la trama se desarrolla un verano en la hacienda de los Burbank. La película muestra dos conflictos bien diferenciados: en uno, tenemos el cisma que provoca la llegada de Rose en los dominios de Phil, que lo rechazará haciendo la vida imposible a la forastera que él considera. Por el otro, la película muestra un modo de vida, casi de forma antropológica, en un trabajo de hombres, con los caballos, el ganado, el trabajo físico, una masculinidad que nace y muere en la tierra y en esa época de cowboys.

La película no solo se queda la apariencia sin más, sino que profundiza en la intimidad y la soledad de cada uno de los personajes principales, y ahí radica uno de esos grandes aciertos, porque no lo hace de forma explícita, sino que nos lo relata desde lo íntimo, mostrando esa vida pública en el que ofrece un rostro esperado, común en su naturaleza, el que se espera, y luego, en la retaguardia, cuando nadie los ve, descubrimos de qué pasta están hechos, y difiere completamente del que hemos visto. La directora neozelandesa construye el alma de sus personajes desde la sutileza, desde lo más profundo e íntimo de su ser, en esos espacios ocultos e invisibles al resto, donde ellos y ellas se sienten de verdad consigo mismos, alejados de ojos inquisidores, y salen a relucir sus anhelos, sus secretos más ocultos, lo que en realidad son y las formas en que sienten, que chocan con esa idea conservadora y grupal en la que se edifica la sociedad y los prejuicios de entonces.

El poder del perro es un western atípico en muchos sentidos, si que tiene la épica del género, pero no esa de las batallas y el heroísmo, sino aquella otra del paisaje, la memoria de los ancestros y la tierra como bien común, que es salvaje y bella, la misma que atesoraba Horizontes de grandeza (1958), de William Wyler, con la que guarda muchos puntos en común, así como con Días del cielo (1978), de Terrence Malick, donde la historia pasa de largo, y las situaciones se centran en la cotidianidad del anónimo, aquel que trabaja la tierra para hacerse una vida, que no es poco. Campion cuida cada detalla y encuadre de la película, como hace en su filmografía, en la que la parte técnica es una asombrosa majestuosidad que nos deja hipnotizados, como la cinematografía que firma Ari Wegner, del que habíamos visto sus trabajos en Lady Macbeth (2016), de William Oldroyd, y en In Fabric (2018), de Peter Strickland, con esos espectaculares encuadres, donde abundan los planos desde el interior al exterior, entre los quicios de la puerta y las ventanas, que recuerdan a los westerns de John Ford, el exquisito y rítmico montaje de Peter Sciberras, habitual del cine de David Michôd, que hace un grandísimo trabajo de concisión en sus ciento veintiocho minutos de metraje.

Qué decir del brutal trabajo de música de Jonny Greenwood, del que cada vez que lo escuchamos nos transporta a esos mundos de forma magistral y bellísima, destilando poesía y sencillez, que recuerda a su trabajo en la película Pozos de ambición, uno de sus tantas colaboraciones para Paul Thomas Anderson, y los otros departamentos que también destacan por su sobriedad y detalle como el arte de Grant Major, y la caracterización de Noriko Watanabe, dos viejos conocidos de la directora. Pero la película no sería lo que es sin el inmenso trabajo de interpretación del cuarteto protagonista, que no solo brillan por su sencillez y cercanía, sino que hacen todo un alarde de la no interpretación, aquella que se sustenta en las miradas y gestos, esa que no necesita el diálogo, como hacían en los orígenes, cuando el sonido no existía, toda una marca de la casa en el cine de la neozelandesa que, en El poder del perro, significa la película, con el inconmensurable Benedict Cumberbatch, quizás el mejor actor de su edad, porque es capaz de hacer lo difícil tan sencillo, como esos momentos en soledad bañándose en el lago, donde conocemos la verdad del personaje. Un trabajo que debería enmarcarse, para mostrarlo a todos aquellos que algún día soñaron con ser actores, por el londinense es todo un virtuoso en el oficio de interpretar.

También brillan la calidez y sensibilidad de Kirsten Dunst, que decir de una mujer que lleva tantos años trabajando en tantas buenas películas. Aquí en la piel de una mujer compleja, una mujer que se siente extraña y acosada por su mal cuñado, una mujer que se refugia en el dolor y la tristeza, alguien estigmatizada, alguien que necesita ayuda y sobre todo, mucho cariño. Jesse Plemons es George, el “hermano”, la cara amable y sensible de la trama, un actor que hace de la intimidad y la sencillez su mejor arma, alguien que habíamos visto en los repartos de películas de Spielberg, Frears, Scorsese, Charlie Kaufman, y finalmente, Kodi Smith-McPhee en la piel de Peter, que fue el niño que acompañaba a Viggo Mortensen en La carretera, y es un asiduo de los blockbusters, aquí en un personaje introvertido pero muy sorprendente, amén de un reparto que destaca por su verosimilitud y naturalidad. El poder del perro de Jane Campion es una de las mejores películas de los últimos años, porque recupera la grandeza del género, con sus paisajes indómitos, sus personajes complejos y atrevidos, por su aguda y rica indagación en los diferentes roles y juegos de poder e identidades como la homosexualidad, y sobre todo, por la reflexión de todas esas personalidades mostradas, ocultadas y encerradas en las que nos encontramos a nosotros mismos y a los demás. Una bellísima y brutal película que no deja a nadie indiferente y celebramos con inmensa alegría la vuelta al largometraje de Campion y deseamos volver a reencontrarnos con su grandísimo cine, ese que no necesita explicarse, solo sentirse. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA