Las herederas, de Marcelo Martinessi

RECUPERAR LOS SENTIDOS.

Chela y Chiquita llevan muchos años de amor y convivencia, aunque en los últimos tiempos las cosas han cambiado. Las deudas se han ido acumulando y han tenido que empezar a liquidar sus muebles y objetos de su casa para seguir manteniendo esa vida pequeño burguesa en la ciudad de Asunción en Paraguay. Todo esto ha contaminado su amor y lo ha conducido a una relación en vía muerta, más fraternal, en una estado de tristeza y apatía generalizada, en la que Chela se ha adormecido en una existencia vacía y rutinaria, y Chiquita, por su parte, de carácter más abierto ha seguido manteniendo la armonía o lo que queda de ella, en las cuatro paredes de su hogar. Todo cambiará cuando Chiquita es acusada de fraude por no hacer frente a los créditos solicitados y es encarcelada. Entonces, la existencia de Chela se ve abocada al más absoluto vacío y soledad. Un día, Pituca, una vecina octogenaria, le pide que le haga de chofer para llevarla a su partida de cartas semanal. Lo que empieza como una forma de ayuda se convertirá en un pequeño trabajo que le proporciona un sustento muy agradecido dada su situación económica. En esas idas y venidas, donde aumentará su “clientela”, conoce a Angy, una de las hijas de las señoras, veinte años más joven que Chela, y entre las dos mujeres se afianzará una relación cada vez más íntima.

Después de realizar cortometrajes donde abordaba la literatura y la memoria, con gran recorrido en festivales internacionales, Marcelo Martinessi (Asunción, Paraguay, 1973) hace su puesta de largo sumergiéndonos en un retrato de mujeres doméstico, muy íntimo y personal, sobre una mujer que pasa de los 60 y su relación con su entorno y los demás. Por un parte, tenemos ese espacio de burguesía venido a menos, que se sustenta como puede debido a sus deudas, cómo estas mujeres afrontan ese cambio de paradigma, ese estado cambiante que ha llevado a Chela a dejarse llevar, sin más, en una vida superficial y triste, una existencia anodina, solitaria e invisible, que todo cuesta y se hace un mundo para ella, incluso las acciones más cotidianas, y un carácter agrio y difícil, como veremos en el trato que le dispensa a la criada Pati. La llegada de Angy a su vida, que viene por la ausencia de Chiquita en la cárcel, será para Chela como un torrente de vida, de juventud, de energía brutal, y de manera pausada la relación entre las dos mujeres se irá acercando y Chela despertará a un mundo que creía olvidado, dormido, cómo un tren que ya había pasado.

Martinessi explora estas vidas con una forma muy ajustada y cerrada, provocando esa asfixia y opresión que se manifiesta en cada mirada, en cada detalle y cada gesto, en la que utiliza pocos decorados, únicamente la casa de Chela y Chiquita, la casa de la partida de cartas, algún que otro exterior, y sobre todo, el interior del automóvil, en una película que aboga por el interior, tanto físico como emocional, en las emociones que se irán abriendo en Chela por sus (des) encuentros con Angy, y sus conversaciones íntimas sobre amor, deseo y sexo, unos diálogos abiertos, sinceros y sin pelos en la punta, sin dejarse ningún detalle, donde Angy explica su despertar al sexo y al amor, a la vida, a la pasión y a todo el torrente de emociones. Chela escuchará y se dejará llevar, poco a poco, por los relatos de Angy, por su manera de explicar y detallar la piel, los sentidos y todo aquello que sentía y siente. La narración es pausada y tranquila, sin prisas, dejando que todos los detalles y las acciones que se explican verbalmente se apoderen de los espectadores y las imagine, las vea y sobre todo, las sienta, acompañando y sintiendo el proceso emocional que experimenta Chela, en ese despertar a la vida, casi sin quererlo, de manera progresiva y natural, sincera y muy íntima, dejándose llevar por sus sentidos, su deseo y sexo.

El realizador paraguayo evoca en sus encuadres y en su narración al cine de Lucrecia Martel en La ciénaga (2001) explicando esos mundos en descomposición de una burguesía en decadencia, con esas piletas llenas de moho y olor a podrido, de recuerdos que ya no se recuerdan, de tiempos olvidados y personas sin nada, o La mujer sin cabeza (2008) en que cualquier incidente, por mínimo que sea, acaba convirtiendo tu existencia en un auténtico tsunami emocional, o ese aire putrefacto y seres perdidos y sin vida que también sabe narrar la directora argentina como lo hace en Zama (2017). También, podríamos añadir a jóvenes cineastas argentinos como Gastón Solnicki, Eugenio Canevari o Martín Shanly, que se mueven en esos entornos que fueron antaño y ahora se limitan en sobrevivir, que no es poco, en los que encontramos a individuos adormecidos, como una especie de zombies modernos, que se mueven casi por inercia, como si la vida les hubiera pasado literalmente por encima y los hubiera dejado vacíos, sin nada, invisibles.

Martinessi cuenta con un maravilloso reparto de actrices veteranas como Ana Brun que da vida a Chela, Margarita Irún como Chiquita, y la belleza y el erotismo de Ana Ivanova es Angy, veinte años más joven, Pituca es María Martins y finalmente, Nilda González da vida a Pati, un grupo de mujeres especial y honesto, interpretando a través de sus cuerpos y sentimientos, de forma muy sobria y contenida, con esa naturalidad que asombra y arrebata, y nos va conduciendo por sus vidas anónimas, unas mejor que otras, aunque todas ellas sumergidas en un fango depresivo, en un momento de vidas, que ni hacia adelante ni hacia atrás, estancadas, sin rumbo, sin vida, en que la película, de forma sutil y elegante, las retrata desde todos los ángulos, haciendo hincapié en ese ámbito tan íntimo y oculto como las emociones, sus sentimientos, aquellos en que en el caso de Chela están tan profundos que ya sin se ven y mucho menos se sienten, todo lo contrario que Angy, que emana deseo y sexualidad en cada poro de su piel. Y el encuentro entre las dos, a la vez tan diferentes y próximas, como ese espejo que nos refleja aquello que sentimos y no somos capaces de sentir y experimentar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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