Diamante en bruto, de Agathe Riedinger

LIANE NECESITA SER AMADA. 

“La búsqueda de la aprobación se convierte en una zona errónea sólo cuando se convierte en una necesidad en vez de un deseo”. 

Wayne D. Dyer 

Aunque pudiera parecer lo contrario, la obsesión por ser alguien, por salir del arrabal, por dejar el pasado y convertirse en una persona diferente. Un individuo que adquiera notoriedad y sobre todo, alguien que sea válido, aceptado y amado, no es algo de los tiempos actuales, sino que siempre ha existido. La joven Liane de 19 años vive en Fréjus, en el sur de Francia, con pasado complicado en un hogar de acogida, ahora comparte piso con su madre y hermana pequeña, y vive por y para su belleza, obsesionada con su cuerpo y sus arreglos estéticos, mata su tiempo subiendo fotos en sus redes sociales, y buscándose la vida sacando dinero de aquí y allá, y con sus amigas, bailando, comprando ropa y complementos, y soñando con ser alguien, en su caso, ser una de las integrantes del telereality de moda. Un personaje que ya tuvo su cortometraje Esperando a Júpiter (2017), en que la directora francesa Agathe Riedinger ya exploró la obsesión en la adolescencia por la fama y la belleza y huir de una realidad dura y muy oscura.   

La ópera prima de Riedinger opta por un formato cuadrado que acerque la vida agitada de la citada Liane, con ese impresionante prólogo en que la joven baila alrededor de un poste en mitad de la noche, imaginando otra vida y otro lugar. La omnipresente protagonista nos va guiando a través de un espacio periférico, donde todo queda muy lejos, como evidencian esos largos paseos junto a las autovías que encajonan su casa. Diamante en bruto (en el original, “Diamant Brut”), no se encoge en mostrar una existencia donde mandan la tiranía y los cánones de belleza establecidos, en una atroz dictadura donde vales según tu apariencia tan rígida a una estética sujeta a los designios de la moda y la publicidad de turno, donde todo es construirse un cuerpo a medida de lo que demanda el espectáculo o más bien, la fama efímera, en el que acompañamos a una joven que sólo vive para mejorar su cuerpo, ser aceptada por los followers y tener sus cinco minutos de fama que mencionaba Warhol, correr a toda prisa por esa validación que llene algo de su vacío existencial, de una vida a golpes, tan falta de amor y cariño, y por ende, de algo profundo y de verdad. Liane vive en su propio reality donde la mugre se decora con purpurina, vestidos destellantes y noches de baile en la tarima creyéndose la reina del lugar o más bien del polígono sin futuro alejado de todo y todos.  

El aspecto técnico de la película brilla con gran intensidad porque aborda con dureza y sensibilidad cada aspecto de la vida de la protagonista. La cinematografía de Noé Bach, de la que conocemos su trabajo en Los amores de Anaïs, Animalia o la última de Desplechin, con una cámara que es una extensión más de Liane, que la sigue sin descanso, y no la juzga, sólo la observa sin prejuicios ni nada que se le parezca. La música de Audrey Ismaël, conocida por sus películas con la cineasta Vanessa Filho, consigue una composición detallista y nada complaciente, que respira junto a la gran cantidad de temas reguetoneros que animan la vida, la alegría efímera y la tristeza de la joven. El montaje de Lila Desiles, responsable de cintas como Un escándalo de estado y Mars Express que, en sus intensos 103 minutos de metraje, nos llevan por una alucinada montaña rusa llena de altibajos, tropiezos, euforia, lágrimas, inquietud, soledad y sobre todo, una maraña enrevesada de emociones en este cuento de hadas, que tendría pinceladas de La cenicienta, popular por la versión de los hermanos Grimm, en la piel, el cuerpo y sobre todo, la mirada de Liane, esclava de su cuerpo y atrapada en una realidad que quiere embellecer como los brillos y destellos que inventa para decorar su ropa y así sentirse otra. 

Si la película vuela alto es gracias a la brillante interpretación de Malou Khebizi, premiada como la mejor actriz revelación de los César, y no es para menos, porque su Liane es una apisonadora en todos los sentidos, en la que nos regala una composición inolvidable en el que se abre en canal, tanto física como emocionalmente, en el caleidoscópico de matices y detalles por los que pasa en este viaje al alma, a los sueños, a las pesadillas y la esclavitud en la que se atrapan tantas jóvenes por salir del atolladero y ser alguien y sobre todo, ser amadas. Le acompañan otra composición de altura como la de Idir Azougli que hace de Dino, otra alma perdida, azotada y en busca de paz, y el ramillete de amigas y demás personajes como Kilia Fernane, Ashley Romano, Alexandra Noisier, y la madre que es Andrea Bescond, entre otros. No deberían dejar escapar Diamante en bruto, de la directora Agathe Riedinger, porque habla mucho de la sociedad tan superficial, vacía y estúpida en la que vivimos diariamente, y aún más, no tiene visos de mejoría, sino de que aún vayamos más a la deriva, más perdidos y con esa obsesión de ser alguien a través de la validación de los demás/seguidores, también ávidos de aceptación en una locura constante en este muestrario absurdo de aparentar con ser otro/a, y encontrar fuera lo que no somos capaces de resolver en el interior de nuestras desoladas almas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Binti, de Frederike Migom

MIRARSE EN EL OTRO.

“Si dejáramos de mostrarnos autosuficientes y nos atreviéramos a reconocer la gran necesidad del otro que tenemos para seguir viviendo, como muertos de sed que somos en verdad, ¡cuánto mal podría ser evitado!”

Ernesto Sábato

Binti tiene 12 años, y sueña con ser famosa a través de su canal de youtube. Binti vive en Bélgica, junto a su padre Jovial, ocultos de la policía en una casa ocupada, porque ellos son del Congo y están sin papeles. Durante una redada policial, Binti y su padre, huyen y se ocultan en un bosque. Allí, conocen a Elias, en su cabaña, que también es sede del club salvar a los okapis. Todos acaban en casa de Elias, que comparte junto a su madre, Christine, una divorciada que se dedica a diseñar moda infantil. Así, empieza una película que nos habla de temas como la diversidad y la diferencia, de la necesidad del otro, y sobre todo, de los sueños imposibles de un par de niños que desean romper las barreras, y hacer aquello que desean. Binti, aunque no existe, legalmente hablando, tienen mil seguidores en su canal, donde explica su vida en forma de diario audiovisual. Elias, que todavía sufre la separación de sus padres, quiere ayudar a que los okapis no se extingan. Dos sueños difíciles, pero no imposibles. Dos miradas que entenderán que deben ayudarse el uno al otro para llevar a cabo tales sueños.

Frederike Migom (Amberes, Bélgica, 1985), estuvo estudiando y trabajando como actriz en Nueva York, para luego trasladarse a Paris para hacer cinematografía. Su incipiente carrera la conforman un puñado de cortometrajes y Binti, con la que debuta en el largometraje, en la que nos muestra una realidad social, a través de un drama cotidiano entre dos niños y sus respectivos padres, personas que, a priori, parecen demasiado diferentes, pero, el tiempo, y sus circunstancias, demostrarán lo contrario, y los acercará más de lo que ellos preveían en un primer momento. La directora belga viste este drama social, con mucha ligereza y cotidianidad, imprimiendo a los conflictos sociales de alegría, buen humor y diversión, mirando las situaciones con la suficiente distancia, huyendo del dramatismo y ejerciendo una labor más humanista y sensible, sumergiéndonos en una realidad demasiado cercana, pero entrando en la parte doméstica, aquella que no vemos, para así retratar con más honestidad y sinceridad, todo aquello que ocurre de puertas para adentro.

Migom habla de temas de primera línea, la inmigración, sentirse invisible, y a la vez, perseguido, las relaciones de las diferentes culturas, todo aquello que nos separa y sobre todo, lo que nos une, y finalmente, los sueños de dos niños, dos almas que no entienden de piel y diferencia, sino de todo aquello que necesitan del otro, también, la película nos habla de la necesidad que tenemos del otro, de dejar todo aquello que nos separa, para encontrarnos y reencontrarnos en el otro, en todo aquello que nos une y podemos compartir. Una película libre y humanista, de relaciones humanas, de apoyarse y compartir con los demás, de dejarse llevar, de mirarnos los unos a los otros, y sentirnos que podemos cooperar, ayudarnos y caminar en la misma dirección. Un retrato sobre esa Europa que se define multicultural y diversa, pero en cambio, no cesa de poner obstáculos a aquellos que quieren entrar y convertirse en europeos. Migom habla de todas aquellas personas que se necesitan y se ayudan, de todo aquello que podemos aprender y conocer del desconocido, rompiendo esas barreras que tanto se imponen, dejar abrirse al otro y abrazarnos, conocernos y mirar juntos.

Los noventa minutos de la película pasan volando, centrándose en la preparación y celebración de una fiesta con el propósito de recaudar fondos para ayudar a los okapis, originarios del mismo lugar que Binti y su padre, creando esa relación espejo entre las dificultades sociales de los congoleños, y de los animales, los dos perseguidos y en vías de extinción, en el marco de un drama social con niños, que huye del convencionalismo y el buenrollismo de producciones del estilo, retratando con verdad y cercanía, los problemas de unos y otros. Un reparto auténtico que transmite veracidad y una intensa naturalidad encabezada por la sorprendente Bebel Tshiani Baloji como Binti, bien acomapañda por Mo Bakker como Elias, y los adultos Joke Devynck y Baloji, como lso respectivos padres.  Migom celebra la vida, la diversidad, la multiculturalidad y también, y lo más importante, la diferencia y al otro, pero de forma libre y humana, sin barreras ni anda que se le parezca, abriéndose a conocer, a experimentar y sentir, movidos como seres humanos de esa necesidad de mirarse en el otro, reconocerse y sobre todo, compartir, abriendo los puentes necesarios para acercarse y confraternizar, porque de esa manera, todos nos daremos cuenta que el otro se parece más a nosotros de lo que imaginamos, y se convierte en un espejo al que mirarnos y comprendernos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA