Entrevista a Elena Escura y Lorena López

Entrevista a Elena Escura y Lorena López, directora y actriz de la película «Les vacances de Mara», en el marco del Som Cinema. Festival de l’Audiovisual Català, en el hall del Screenbox Lleida, el sábado 19 de octubre de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Elena Escura y Lorena López, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y al equipo de Comunicación del Som Cinema, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Manuel Gómez Pereira y Joaquín Oristrell

Entrevista a Manuel Gómez Pereira y Joaquín Oristrell, director y coguionista de película «La cena», en la terraza del Hotel Barcelona Center en Barcelona, el miércoles 15 de octubre de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Manuel Gómez Pereira y Joaquín Oristrell, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Katia Casariego de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Faruk, de Asli Özge

EL INGENIOSO HIDALGO DON FARUK ÖZGE. 

“El deseo de controlar el flujo natural de la vida. El anhelo de alcanzar la realidad dentro de la ficción. Quizás la aspiración de lograr un efecto similar navegando entre perspectivas opuestas. Dar un paso más allá difuminando intencionadamente los límites entre la realidad y la ficción; un esfuerzo por cambiar sutilmente la percepción del público. Pero hacerlo desde un lugar profundamente personal e íntimo. Colocando la cámara “dentro”, en un espacio “vulnerable”. ¡En el propio hogar! Y luego, a veces inspirándome en la vida real y otras documentando cómo la vida real imita a la ficción”.

Asli Özge

Después de haber visto Faruk, de Asli Özge, me he acordado de las palabras: “Mirar la realidad a través de una cámara es inventarla”, que decía la gran Chantal Akerman (1950-2015), porque la realidad en sí, o lo que llamamos realidad, es un universo en sí mismo, una complejidad caleidoscópica e infinita de seres, miradas, gestos, situaciones y circunstancias totalmente imposibles de retratar, por eso, hay que inventarla, o lo que es lo mismo, acercarse a una ínfima parte de eso que llamamos realidad. Quizás la propia realidad sea una mezcla de lo que llamamos realidad, y ficción, otro invento para diferenciar una cosa de la otra. 

La directora Asli Özge (Estambul, Turquía, 1975), arrancó su filmografía en su ciudad natal con Men on the Bridge (2009), un documento que profundiza sobre los obreros del puente de Bósforo, le siguió una ficción Para toda la vida (2013), para trasladarse a Alemania y seguir con All of a Sudden (2016), sendos dramas sobre la dificultad de relacionarse, con Black Box (2013), estrenada aquí con el título La caja de cristal, abordaba la gentrificación que sufrían unos inquilinos por parte de la inmobiliaria en pleno centro berlinés que fusiona con dosis de thriller. En su quinto trabajo, Faruk, recupera los problemas de vivienda, pero ahora de vuelta a su Estambul natal, y filmando a su padre, el Faruk del título, un tipo de noventa y pico años, viudo, de buena salud, tranquilo y lleno de vida. Un hombre que se ve envuelto en la transformación de la ciudad que afecta al bloque donde vive, que será demolido con lo cuál el anciano deberá buscar una vivienda mientras se edifica el nuevo inmueble. Un primer tercio que parece que la cosa va de denuncia ante los planes del ayuntamiento, la historia va derivando hacia otro costal, el de un hombre lleno de recuerdos, inquieto sobre su futuro, y temeroso de perder su vida, su memoria y todas las cosas que ha visto a través de las paredes de su piso. 

La directora turca se acompaña del cinematógrafo Emre Erkmen, que ha trabajado en todas sus películas, amén de films interesantes como Un cuento de tres hermanas (2019), de Emin Alper, y cineastas reconocidos como Hany Abu-Assad, construyendo una obra que coge de la realidad y la ficción y viceversa para ir creando un universo donde vida e invento se mezclan y van tejiendo una sólida historia donde el propio rodaje forma parte de la trama, como evidencia sus magníficos créditos iniciales, recuperando aquel espíritu de los “Nouvelle Vague”, donde el cine era un todo que fusiona realidad y ficción constantemente. Una cámara que sigue sin descanso a Faruk y sus circunstancias, siempre con respeto y sin ser invasiva, sino mostrándose como testigo de una vida. La música de Karim Sebastian Elias, con más de 40 títulos, sobre todo en televisión junto a Ulli Baumann, ayuda a ver sin necesidad de recurrir a sensiblerías que estropeen un relato sobre lo humano, el paso del tiempo y las ideas mercantilistas devoradoras de las grandes urbes. El montaje de Andreas Samland crea esa atmósfera doméstica, reposada y transparente, con algunas dosis de humor crítico e irónico en sus brillantes 97 minutos de metraje. 

No sólo he pasado un gran rato viendo las andanzas y desventuras de este Quijote turco, sino que he disfrutado con su mirada tranquila y nada catastrofista, eso sí, me emocionado viendo el miedo por su futuro, por su ciudad que tanto quieren cambiar, y por ende, su vida, su vivienda, sus recuerdos, qué momento cuando la película abre el baúl de los recuerdos y nos muestra partes de la vida de Faruk junto a su mujer, y esos mensajes vía móvil de la hija-directora manifestando sus innumerables problemas para conseguir dinero para terminar la película que estamos viendo. Faruk, de Asli Özge es de esas películas pequeñas de apariencia pero muy grandes en su ejecución porque son capaces de reflexionar sobre los graves problemas a los que nos enfrentamos los ciudadanos ante los continuos planes cambiantes de los que gobiernan que pocas veces van en consonancia con las necesidades del ciudadano. En fin, volvamos a la realidad inventada, sí, esa que ayuda a ver la complejidad de esa otra realidad que sufrimos cada día, y que se empeña en borrarnos, empezando por nuestra historia, nuestras fotografías y todo lo que nos ha llevado hasta hoy, aunque algunos parezca que eso de hacer memoria lo vean como un problema, la codicia infinita si que es un problema, porque el pasado y el futuro están llenos de presente, que escuché alguna vez, y Faruk lo sabe muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Un bany propi, de Lucía Casañ Rodríguez

EL BAÑO DE ANTONIA.

“Para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio”. 

Virginia Woolf

En la amalgama de producción nacional resulta muy estimulante una película como Un bany propi, ópera prima de Lucía Casañ Rodríguez (Valencia, 1996), formada en la UPC de su ciudad natal y luego, en el Máster en Dirección de la ESCAC. Porque lo que propone la película es un viaje emocional muy íntimo y profundo de una mujer como Antonia, una ama de casa de 65 tacos de vida muy rutinaria y anodina. Tomando como referencia el ensayo “Una habitación propia”, de Virginia Woolf (1882-1941), el relato se sitúa en los pliegues de la invisibilidad, es decir, en ese espacio donde cada uno de nosotros/as necesitamos encontrarnos y hacer eso que no le contamos a nadie, ya sea por pudor o vete tú a saber. Antonia sueña con escribir historias, pero necesita un lugar tranquilo, un lugar en el que nada ni nadie le moleste, y ese lugar lo encuentra en los baños, ya sean públicos o privados. Ese es su sitio, “su lugar”, el momento en que olvida quién es, su vida diaria y se convierte en una escritora que analiza las vidas de conocidos o desconocidos a través de sus baños. 

La trama se centra exclusivamente en Antonia, una señora aburrida y cansada de su monótona existencia, y su viaje doméstico por los baños y sus “análisis” y cómo su vida se va tornando diferente y muy interesante, tanto en sus quehaceres cotidianos que la lleva a conocer a personajes muy alejados a ella como Bob, un punki de gran corazón, que alquila como empleado doméstico, y se muestra distante con su familia, en especial con su marido Alberto, empleado en la sombrerería familiar de toda la vida y un carácter callado y reservado. Una antítesis para Antonia que, en su pequeña hazaña de encontrar su espacio para escribir deberá vencer los recelos ajenos como los de su amiga Conchi, y los propios miedos para llevar a cabo su idea a pesar de todos y todo. No estamos ante una película extravagante ni demasiado extraña, porque se sitúa en lugares y personajes comunes y tremendamente cercanos, eso sí, nos sumerge en aquello que no vemos, en todos esos deseos ocultos y silenciosos que todos tenemos y callamos a los demás. En todos esos mundos propios, incluso universos, y sus lugares, todas esas habitaciones propias e íntimas de las que habla Woolf.

Otro de los aspectos que más llaman la atención de Un bany propi es que hace alarde de su modestia, porque acoge una atmósfera atemporal, que podría remitirnos a finales de los setenta y principios de los ochenta, pero que introduce elementos actuales como los teléfonos móviles, aunque siempre manteniendo esos espacios interiores como idea de laberinto e invisibilidad. Un gran trabajo de cinematografía del casi debutante Borja V. Salom, con una textura que nos acerca a la comedia negra de los cincuenta, en color eso sí, pero un color de colores apagados que contrastan con los colores más vivos del baño de Antonia, en que el trabajo de arte de Maje Tarazona (de la que hemos visto la exitosa serie valenciana L’alqueria Blanca y el largo de ciencia-ficción Kepler Sexto B, entre otras), ha sido muy importante y detallista en este aspecto. La música de Vicent Barrière (con una gran trayectoria al lado de cineastas como Adán Aliaga, Claudia Pinto. Alberto Morais y Avelina Prat, entre otros), ayuda a generar ese reposado traza entre lo cotidiano y lo diferente por el que se transita la historia. El montaje de Pepa Roig, que ha trabajado en cortos y documentales, ayuda a mantener esa línea leve y ascendente que mantiene con pausa la trama, sin acelerarse y sobre todo, cuidando cada gesto y mirada, en sus interesantes 102 minutos de metraje. 

Encontrar una actriz que encarne a la encantadora y novelesca Antonia no era tarea fácil, pero la composición y la sensibilidad que aporta una actriz como Núria González es magnífica, porque hace un personaje muy cercano, sin caer en la parodia ni en la risa fácil, sino generando esa empatía de alguien que busca su lugar, su espacio y sobre todo, dar un aliciente diferente a una vida vacía y triste. Le acompañan Carles Sanjaime, actor visto en muchas series y películas, que hace de Alberto, lo contrario a su mujer Antonia, heredero del negocio familiar y una vida demasiado acomodada pero al contrario que su esposa, él no ve nada más. Amparo Báguena es Conchi, una amiga de Antonia que pertenece a su mundo y no al que ella quiere montar, pero ayuda a ser un gran complemento del conflicto. Y finalmente, la presencia de Antonio Martínez “Ñoño”, un tipo raro en el mundo de Antonia que, no parecerá tan así a medida que avance la trama. Tiene Un bany propi, el aroma del universo de Tati, el tono de fábula y cuento moderno del cine de Jeunet y Caro, y el universo cotidiano y extraño de gentes como Juan Cabestany y Julián Génisson, y el espíritu surrealista de lo cotidiano de escritores como Tom Wolfe y Quim Monzó. No se pierdan la película de Lucía Casañ Rodríguez, porque les gustará y sobre todo, les hará cuestionarse muchas cosas de su vida, quizás tantas como le sucede a Antonia, ya me dirán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La guitarra flamenca de Yerai Cortés, de Antón Álvarez

UNA PENA Y SU MÚSICA. 

“El flamenco siempre es una pena, el amor es una pena también. En el fondo, todo es una pena y una alegría”. 

Camarón de la Isla 

Las primeras imágenes de la película La guitarra flamenca de Yerai Cortés, de Antón Álvarez (Madrid, 1990), definen lo que va a ser su camino. La cosa arranca con una guitarra que toca el citado Yerai. Una actuación que se corta abruptamente para pasar al propio director, sentado en una taberna flamenca, que nos introduce, a modo de prólogo, en la historia contándonos su relación con el protagonista y el lugar y las circunstancias cuando lo conoció. La cámara se le va acercando lentamente, sin prisas, a través de un encuadre muy cuidado, con esa textura que remite al pasado, en la que nos introduce una historia que será muy íntima, muy profunda y oculta un secreto, y su pena. Estamos ante la ópera prima de C. Tangana, el nombre con el que conocíamos al mencionado Antón Álvarez, uno de los músicos más arrolladores y exitosos del actual panorama musical del país, tocando en diversos géneros y estilos como el rap, el trap y pop latino, nuevo flamenco y reguetón.

Una película en la que asistimos a magníficas actuaciones musicales del propio Yerai Cortés, con su gran guitarreo y profundidad en cada nota y lamento, junto a otros músicos y cantaoras de la talla de Remedios Amaya y cantaores como Israel Fernández, o bailaroes como Farruquito, entre muchos otros y otras. Unas interpretaciones en las que se entrelazan la historia personal del protagonista, incluyendo la historia íntima que hay detrás de cada canción, juntamente con los testimonios de sus padres, sus parejas y amigos y familiares, casi siempre con diálogos entre ellos, o con el propio director, y además, el secreto que está ahí, una pena que arrastra Yerai, una pena que es la piedra filosofal del disco con las canciones que vamos escuchando. Una película en la que Álvarez demuestra una solidez descarada, en la que fusiona todos los caminos que abre la película, tanto lo personal como lo público, lo más profundo con lo que no puede contar porque duele demasiado. Las extraordinarias secuencias de las canciones que beben mucho de las Sevillanas (1992) y Flamenco (1995) de Carlos Saura, donde la fuerza de las canciones y sus intérpretes, amén de los bailes, se mezclaba con una gama excelente de texturas y colores que desprendía una fuerza arrebatadora y sublime. 

El director madrileño ha cuidado con detalle y precisión cada secuencia y cada momento musical en una película-viaje con muchos lugares y muchas sensibilidades, y varios tiempos, que ha contado con cinco cinematógrafos como Oriol Barcelona (que ha trabajado con Iba Abad y Oriol Rovira), Nauzet Gaspar, Álvar Riu (con el director Jaime Puertas Castillo), Diego Trenas (en Una noche con Adela, de Hugo Ruiz), y Arnau Valls Colomer (con más de 40 títulos con directores de la talla de Pedro Aguilera, Javier Ruiz Caldera, kike Maillo, Pedro Rivero, amén de varios videoclips con C. Tangana). Para la edición ha contado con un dúo de altura formado por Cristóbal Fernández (con más de 30 títulos en su haber con cineastas tan importantes como Oliver Laxe, Christophe Farnarier y Jaione Camborda, entre otros), y Marcos Flórez (que estuvo en Canto Cósmico. Niño de Elche, y en películas de Margarita Ledo, entre otras), Un gran trabajo que en sus 91 intensos minutos de metraje fusiona con gran naturalidad las actuaciones musicales llenas de alegría y tristeza y la historia y pasado de cada canción y los conflictos familiares y artísticos, a través de conversaciones muy cercanas donde se habla de todo, y de todo aquello que cuesta hablar, a tumba abierta. 

Como no podía ser de otra manera, Antón Álvarez ha puesto el alma y mucho más en su primera película de título tan significativo y revelador La guitarra flamenca de Yerai Cortés que cuenta una pena, una pena de la que no se puede hablar, pero sí cantar y de qué manera. Una película que es un canto a la libertad, a la música sin prejuicios ni imposiciones, y sobre todo, un viaje hacia las entrañas de los durísimos procesos artísticos que ocultan todas las obras, o quizás, las que más nos llegan al alma. Una obra en la que se habla de las cosas importantes, por ende, de todas esas cosas que tanto cuesta hablar porque se callan para que el tiempo y la desmemoria las borré, pero nunca es así, porque nada ni nadie las borra y es crucial hablarlas para seguir sin penas ni tristezas que se arrastran. La cinta de Álvarez nos habla de flamenco, de familia, de penas, pero también, de formas de encarar la pena, ya sea con la música, con enfrentarlas y sobre todo, con abrirse en canal, en un profundo ejercicio de búsqueda interior, de mirarse en tantos espejos como hagan falta y no apartar la mirada siendo totalmente sinceros y darse cuenta de todo, de ese pasado que nos ha llevado hasta hoy, y todas las personas presentes y ausentes que nos han acompañado para que nuestra música suene y transmita como queremos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La patria perdida, de Vladimir Perisic

ENTRE DOS AGUAS. 

“No es un derecho inalienable de lo real hacerse reconocer” y cuando es demasiado desagradable o escandaloso “puede irse a hacer puñetas”

“El Real y su Doble”, de Clément Rosset

Entre las ruinas de una ciudad como Berlín durante 1948, se movía un joven llamado Edmund de 12 años en la magnífica Alemania año cero, de Rossellini. Un joven que estaba entre dos mundos que no entendía: el de los supervivientes que intentaban ganarse la vida como podían, y el de los otros, los que se escondían por miedo a las represalias de los aliados que dominaban el presente. Dos mundos muy difíciles de comprender para un chaval demasiado joven ante la devastación de todo un país. Stefan de 15 años, protagonista de La patria perdida, de Vladimir Perisic (Belgrado, Serbia, 1976), no está muy lejos de Edmund, porque también se debate en un limbo confuso, ya que su madre, portavoz del gobierno de MIlosevic, se aferra al poder en la Serbia de 1996, mientras las calles se llenan de estudiantes en contra de un nacionalismo a golpe de culata, muchos de ellos sus amigos. Un relato que ya tuvo sus antecedentes con Dremano oko (2003), un cortometraje de 31 minutos en el que ya avanzaba reflexiones que en el largometraje profundiza aún más, como ocurría en Ordinary People (2009), entre un chaval obligado a matar por un padre del gobierno de Milosevic.  

Tanto el corto como en La patria perdida están basados en experiencias autobiográficas, la madre del director estaba en el gobierno de Milosevic, y han dado a pie al guion que firman Alice Winocour, que coescribió el de Mustang (2015), amén de dirigir películas tan interesantes como Próxima y Revoir Paris, y el propio director, en el que siguen como hacía Rossellini y posteriormente los Dardenne, a su joven protagonista, en ese Belgrado invernal donde todo está y no está, porque vemos los ecos del gobierno y las protestas desde la mirada de Stefan, en una ida y venida, porque está siempre sin participar de frente, yendo de aquí para allá como una autómata, entre el amor de su madre y el de sus amigos y la terrible confusión que acarrea, enfrascado en su dilema, en su limbo particular, en un no saber qué hacer y hacia dónde dirigirse. Muy bien encuadrado en el formato 1:85 y filmado en 16mm, encerrando en unos espacios, muy domésticos y cotidianos, tanto el piso que comparte con su madre y las calles y el instituto con sus amigos, rodeado de colores vivos que contrastan con esa atmósfera apagada y fría, en un gran trabajo de cinematografía a dúo de Sara Blum, que ha trabajado con la cineasta Alice Diop, de la que hace poco vimos Saint Omer, y Louise Botkay Courcier. 

El estupendo sonido donde todo lo que sucede alrededor de Stefan va metiéndose en su espejo deformante, firmado por dos grandes de la cinematografía francesa como Roman Dymny y Olivier Giroud, que tienen en su filmografía a nombres tan importantes como Naomi Kawase, Olivier Assayas, Agnès Varda, Mia Hansen-Love, Justine Triet, y el estreno también de esta semana Green Border, de Agnieszka Holland. La música del dúo Alen et Nenad Sinkauz, de los que vimos la interesante Bajo el sol, de Dalibor Matanic, que también tenía la guerra balcánica de telón de fondo. El detallado y conciso montaje de la pareja Martial Salomon, cómplice de directores como Emmanuel Mouret, Pierre Léon y Nobuhiro Suwa, entre otros, y Jelena Maksimovic, con más de 30 títulos entre los que destaca La carga, de Ognjen Glavonic, lleno de primeros planos y planos secuencias en un ritmo lleno de tensión como un thriller psicológico en sus 98 minutos de metraje. Un grupo de colaboradores que ya habían trabajado con Perisic en sus anteriores trabajos, así como Los puentes de Sarajevo (2014), donde trece directores de diversas procedencias como Godard, Loznitsa, Puiu, Teresa Villaverde, Marc Recha, Ursula Meier, entre otras, sobre la mítica ciudad, su historia y su presente. 

Un estupendo reparto encabezado por el joven y debutante Jovan Ginic en la piel del perdido Stefan, en una interpretación muy complicada, porque tiene que transmitir toda la desazón de su personaje a través del silencio y las miradas. Bien acompañado por la extraordinaria Jasna Djuricic, de la que muchos recordamos en la impresionante Quo Vadis, Aida? (2020), de Jasmila Zbanic, que ya estuvo en Dremano oko, en el papel de madre y portavoz de Milosevic, con ese padre heredero de la resistencia del fascismo en el pasado, Pavle Cemerikic, uno de los líderes estudiantil, uno de los protagonistas de la citada La carga, y alguna que otra con Matanic, el estupendo Boris Isakovic, que hace poco le vimos en Ruta Salvatge, del mencionado Recha, y con Perisic ya hizo el corto y Ordinary People, en el rol de profesor que se posiciona en contra de Milosevic, con esa mirada y sobriedad de un actor enorme. Y luego, los debutantes Modrag Jovanovic, Lazar Cocic, amigos de Stefan, y sus abuelos que hacen Dûsko Valentic y Helena Buljan, entre otros, que consiguen la verosimilitud sin alardes ni florituras, capturando toda esa época convulsa que retrata la película, entre la recuperación de un pasado con más nostalgia que real, y otros, los más jóvenes, queriendo un país diferente después de tanta guerra y pérdida. 

No se pierdan una película como La patria perdida, de Vladimir Perisic, porque seguro que conocerán muchas cosas de aquel momento en la Serbia de Milosevic, hechos que todavía en esta Europa tan interesada y deshumanizada, y sobre todo, desde la mirada cotidiana y más cercana, y a través de un personaje como Stefan, un joven tan perdido, tan confuso y tan sólo, entre dos aguas, entre dos formas de ver y de ser, metido en un excelente thriller político y cotidiano, muy del aroma de las películas rumanas surgidas después de la caída de Ceaucescu, donde se profundiza sobre todos los males de la última época y las dificultades de esa Rumanía, año cero, donde los ciudadanos intentan seguir adelante como pueden. Un cine que no sólo rescata aquellos momentos convulsos de la Serbia del 96, como nos dice su intertítulo “República Federal Yugoslava”, al empezar la película, con el abuelo y Stefan, dos posiciones que entraran en confrontación, porque en ese limbo, cuando las cosas todavía no han llegado ese tiempo de monstruos, que citaba Gramsi, un tiempo que los más indefensos pueden sufrir mucho, como le sucede a Stefan, y en su particular via crucis, donde no sabe quién es, de dónde viene y lo que es peor, se siente abandonado. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Riverbed (El estanque de la doncella), de Bassem Breche

MADRE E HIJA VISITAN SUS FANTASMAS. 

“No se puede llegar al alba sino por el sendero de la noche”

Khalil Gibran 

Siempre es de agradecer que las distribuidoras apuesten por un cine poco visto por estos lares como puede ser la cinematografía libanesa. Así que, estamos de enhorabuena por ver una película como Riverbed. El estanque de la doncella, que relata la cotidianidad de Salma, una mujer madura que vive en un pequeño pueblo y sola en una casa que refleja tantos años de guerras, muertes, ausencias y fantasmas. Su rutina se basa en un empleo que consiste en atender llamadas telefónicas, y pasar tiempo con su amante clandestino, una relación que recorren los caminos en automóvil y escuchando música, intentando recuperar tanto tiempo perdido, como su propia existencia alejada de todos, llevada desde el secreto y la invisibilidad. No conocemos su pasado al detalle, pero podemos intuir que está lleno de dolor, silencio y pérdidas, al igual que su país, sumido en una continua depresión que reflejan las casas del pueblo, medio derruidas y llenas de sombras y habitadas por almas en pena. 

El guion escrito por Ghassan Salhab y el propio director Bassem Breche (Líbano, 1978), con años de experiencia como guionista, hace su salto al largometraje con Riverbed, donde nos habla de Salma y su reencuentro con su hija Thuraya, después de años sin relación. Una hija que vuelve separada, embarazada y derrotada, que buscará refugio y amparo junto a una madre ya acostumbrada a vivir en soledad. La película está construida en base a este encuentro no deseado, o quizás, podríamos decir, un encuentro complejo, lleno de oscuridad y sobre todo, repleto de demasiados fantasmas, los propios, los familiares y los del propio país. Un relato lleno de miradas y silencios, en el que estas dos mujeres reflejan un estado de ánimo, la sensación de sobrevivir en un entorno que no lo puso nada fácil, también es la historia de dos almas enfrentadas, dos mujeres que no encajan, que vienen de un pasado muy doloroso, donde hubo que seguir viviendo a pesar de tanta derrota, tanta violencia y tantas muertes. Ahora, deben convivir, o al menos ayudarse a empezar otra vez, como siempre han hecho, en las cuatro paredes de una casa en presente pero llena de pasado, de demasiado pasado, como si este pasado se negará a desaparecer y continúa muy presente. Una onírica paradoja que, en el fondo, define a los libaneses y a un futuro que no llega y que siempre huele a pasado. 

Breche no quiere detenerse en detalles superfluos ni en piruetas argumentales que desvíen lo más mínimo la atención de sus dos personajes, porque todo se cuenta desde la intimidad y la cercanía, traspasando esas almas sin descanso, atrapadas en un estado bucle de dolor y tristeza, aunque ahora, la vida, les está dando otra oportunidad, un intento de volver a ser ellas, a mirarse a los ojos, y decirse todo aquello que deben de decirse, o si todavía no pueden, darse ese tiempo para volver a hablar, aunque sea con la mirada y los gestos, por ejemplo, un abrazo. La cinematografía de Nadim Saema va en consonancia a los sentimientos encontrados y contradictorios de las dos mujeres, rodeadas de penumbras y silencios de toda índole, así como eso leves resquicios de luz donde parece que la esperanza quiere abrirse camino con ellas. El montaje de Rana Sabbagha también actúa en los mismos términos, dando ese tiempo necesario para ver, saborear y sentir cada gesto, cada mirada, cada silencio y cada acercamiento entre las dos protagonistas, además ayuda su breve metraje, que apenas llega a los 78 minutos, en esa idea por el minimalismo, tanto en el tono como en la forma. 

La magnífica pareja protagonista que forman Carole Abboud, actriz de larga trayectoria en el cine libanés desde mediados de los años noventa, que le ha llevado a labrarse una excelente filmografía tanto en el medio televisivo como en el cinematográfico, y Omaya Malaeb, teclista de la banda indie libanesa Mashrou’s Leila, debuta en el cine. Ellas son Salma, la madre y Thuraya, la hija, dos mujeres que han vivido a pesar de los demás, a pesar de la guerra, a pesar de tantos fantasmas con los que deben convivir, y sin embargo, ahí siguen, firmes y valientes, aunque doloridas y tristes, y ahora, la vida, en sus vueltas y revueltas irónicas las vuelve a juntar, obligándose a mirarse, a sentir todo eso que pensaban olvidado, aunque las cosas nunca son como uno desea, sino como son, y nos devuelve todo aquello que nos empeñamos en fingir que ya no recordábamos, que ya no estaba en nosotros, qué ilusos somos los sapiens, y qué perdidos estamos siempre. En fin, la existencia y el pasado no sólo van de la mano, que forman parte de uno y de un todo, que no podemos ni siquiera comprender y mucho menos controlar, como les sucede a Salma y Thuraya, una madre y una hija que deben volver a ser madre e hija, y sobre todo, sentir en lo que eran, en lo que son y en tender puentes entre una y otra, y mirar a la otra, e intentar acercarse más, porque la vida les hecha un cable, y no pueden desperdiciar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA