Nuestro último baile, de Delphine Lehericey

BAILAR POR AMOR. 

“Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos”,

Georg Christoph Lichtenberg

Un par de películas protagonizadas por adolescentes que están descubriendo el amor y el sexo, y también, la oscuridad y la complejidad del mundo de los adultos. Por un lado, tenemos Puppylove (2013), con Diane de 14 años, a la que su vida dará un vuelco con la llegada de una nueva vecina inglesa que la despertará demasiado deprisa. Por el otro, El horizonte (2019), con Gus de 13 años que, en el verano del 76, vivirá el hecho traumático de ver cómo la vida de su familia de granjeros se termina. Ambas están dirigidas por Delphine Lehericey (Neuchâtel, Suiza, 1975), que, en su tercer largometraje Nuestro último baile (Last Dance, en el original), se va al otro extremo de la vida, a la madurez, a la de Germain, un jubilado de 75 años que acaba de enviudar. Aunque pueda parecer que la directora suiza está hablando de cosas antagónicas, la cosa no es así, porque tanto los adolescentes como el jubilado tienen mucho que ver, mucho diría yo, porque comparten el mismo espíritu indomable ya que los tres comparten la ilusión y la energía por dejarse llevar siendo conscientes que la vida les está ofreciendo nuevas y ricas oportunidades. 

La trama es sencilla. Germain lleva a cabo la promesa que se hicieron con su esposa, que consiste en que el superviviente del otro/a, se hará cargo de su sueño. Así que, el hombre no tiene más obligación que ponerse a bailar danza contemporánea, sin complejos ni miedos. al pobre jubilado, al que los hijos sobreprotegen después de su pérdida, que no dejan en paz, con horarios, preocupaciones y tuppers sin freno. La promesa le viene al pelo para huir de su familia y volver a ilusionarse y empezar de nuevo, tantas veces haga falta. El tono de la película no es nada serio ni mucho menos profundo, no hace falta para profundizar y reflexionar sobre la vida en la madurez, porque Germain hace lo que debe hacer, a pesar de su dificultad y nervios, porque el amor hacia su mujer fallecida, le empuja para atreverse con lo que haga falta. Un marco como evidencia la sensible e íntima cinematografía de Hichame Alaouié, que ha trabajado con grandes de la cinematografía francesa como Joachim Lafosse y François Ozon, entre otros, en una trama en la que abundan los interiores, unos espacios que definen los sentimientos contradictorios de los personajes, sobre todo, del actor principal. 

La música de Nicolas Rabaeus, que ya trabajó con Lehericey en El horizonte, aporta un plus determinante porque ayuda a definir esos dos mundos por los que se mueve Germain, el de la danza y sus nuevos “colegas”, y el de su familia, tan recta, tan controlada, que oculta su nueva actividad. El montaje que firma Nicolas Rumbo, del que hemos visto las extraordinarias Un pequeño mundo, de Laura Wendel y El caftán azul, de Maryam Touzani, es un alarde de ritmo y naturalidad, porque sus fantásticos 84 minutos de metraje se nos pasan volando, y además, van situando la comicidad y la emocionalidad con pausa y sin prisas, en su justa medida y cuando toca. Aunque esta película no sería lo que es sin la magnífica elección del actor principal que encarna al juguetón y reposado Germain. Lo de François Berléand es un auténtico lujo, un actor veterano que ha participado en más de 100 títulos al lado de nombres que han pasado a la historia como Louis Malle, Jerzy Kawalerowicz, Bertran Tavernier, Claude Berri y Claude Chabrol, entre muchos otros, y personajes tan recordados como el del director del colegio de Los chicos del coro. Su Germain es todo un alarde de concisión y sobriedad, si alguno todavía no lo conoce, esta película es una buena forma de comenzar a conocerlo, porque el actor francés mira y se mueve con arte y gracia, incluso cuando no sabe y vemos que le cuesta. 

Germain es un tipo mayor con espíritu muy joven como evidencian las secuencias donde hace más migas con los nietos que con los hijos, tan pesados, tan preocupados y tan atosigantes. A Monsieur Berléand le acompañan una retahíla de buenos intérpretes muy heterogéneos y bien escogidos que arman un buen plantel que transmiten naturalidad y transparencia. Empezamos por la fantástica La Ribot, la prestigiosa bailarina y coreógrafa madrileña de danza contemporánea, que debuta en el cine, Kacey Mottet Klein, un colega del baile, que hemos visto en películas de Ursula Meier y Andre Techiné, Déborah Lukumuena es una bailarina negra y grande que se mueve de maravilla, que estaba en Las invisibles y Entre las olas, Astrid Whettnall, también bailarina, que vimos en Madame Margueritte y en Road to Istanbul, de Rachid Bouchareb. Los “hijos” son la actriz suiza Sabine Timoteo, con un carrerón al lado de directores tan potentes como Petzold, Glawogger y Rohrwacher, y el belga jean-Benoît Ugeux, con más de 30 películas y finalmente, la esposa que no puedo seguir bailando que es una gran dama del cine francés que ha trabajando con Garrel, el citado Lafosse, Jacquot, Assayas y Akerman. 

Les digo de verdad que una película como Nuestro último baile, dentro de su marco ligero, que no facilón, de su innegable transparencia, que huye del dramatismo y la sensiblería de algunas historias sobre la vejez, porque lo que se cuenta y el cómo se hace, se hace desde la verdad, el cariño y la dificultad, no te dice que sea fácil, sino que hay que seguir remando aunque cuesta más. Es también una inolvidable historia sobre el amor y sobre que significa amar, que en estos tiempos, tan líquidos, ya se nos ha olvidado que es amar. No es una obra sobre la vejez, que lo es, sino también, sobre la vida y todos esos deseos e ilusiones que todavía nos quedan por hacer, aunque todavía no sepamos cuáles son, y no es para nada una película lacrimógena, todo lo contrario, nos habla de vivir, de seguir trabajando por lo que deseamos, y sobre todo, es una película sobre nosotros y nuestro entorno, los que están con nosotros, para las buenas y las malas, y todas esas personas que nos quedan por conocer que son muchas, si seguimos ilusionándonos por todo eso que nos pasa y nos pasará a pesar de todos aquellos que ya no seguirán con nosotros, por las circunstancias que sean, porque estén o no estén, la vida continúa y nosotros con ella, sea riendo, cantando, bailando o lo que sea, y si no, que se lo digan a Germain. !Vaya tipo¡. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Luces de París, de Marc Fitoussi

lucesRECUPERAR LA ILUSIÓN.

Brigitte y Xavier son un matrimonio maduro que se dedican a la cría y venta de ganadería bovina charolesa en Normandía. Él, tranquilo y hogareño, vive por y para su trabajo, ella, en cambio, se ha dedicado a ser esposa y madre, y ha aparcado sus sueños e inquietudes en pos al buen devenir de su vida marital y familiar. Pero ahora, después de la marcha de los hijos, la rutina y el acomodamiento a la cotidianidad del matrimonio y los quehaceres diarios, los ha convertido en una pareja monótona y aburrida. Después de un accidental encuentro con alguien más joven, Brigitte necesita salir a respirar y replantearse ciertas cosas de su vida.

El cineasta francés Marc Fitoussi, continúa en su cuarto título por los mismos devaneos de los anteriores, aunque esta vez el retrato adquiere más intimidad y deja aparcada la comedia romántica para adentrarse en un terreno más emocional y agridulce. La mirada de la vida rural que realiza Fitoussi no tiene un tono realista, si bien guarda el marco preciso donde se desarrolla parte de la acción, y describe con precisión ciertos momentos que allí se suceden, su idea reside en la vida de la pareja y cómo el paso de los años y el trabajo conjunto en el campo, los ha llevado a la falta de pasión, la comodidad y han dejado de lado los roles de amantes. Un mundo rural moderno, en el que tienen internet, escuchan jazz, y albergan un gusto exquisito. Son abiertos y simpáticos, se alejan mucho de la idea de antaño como personas rudas y de una pieza. El realizador francés combina la comedia con el drama, sin caer en la tragedia, su equilibrio para manejar las emociones de sus personajes resulta brillante, y su buen hacer en envolvernos en esa madeja de sentimientos que se van generando a lo largo de la historia. La fortaleza emocional aparente del inicio va dejando paso a una fragilidad que se va apoderando de cada uno de ellos. Contado de forma sensible, a través de una forma ligera, las cosas van sucediendo tomándose su tiempo, sin prisas, no hay exaltaciones ni gritos, todo va cayendo sobre su propio peso, casi sin llamar la atención.

PARIS FOLIES 4

La estupenda composición de la luz que realiza la cinematógrafa Agnès Varda (habitual de Claire Denis) captura la sutileza de los colores del campo y la gama diversa de luces de la gran urbe, incrementando los encuadres de los rostros de los personajes, verdaderos protagonistas del relato. Unos excelentes intérpretes que realizan trabajos marcados por la sutileza, asentados en miradas que explican todo sin decir nada. Por un lado, Isabelle Huppert (que ya había colaborado con el director en Copacabana, del 2010, en la que realizaba un personaje excéntrico que debe cambiar de rumbo para agradar a una hija que no la acepta) aquí, aunque guarda algunos rasgos con el personaje mencionado, es una mujer cansada de su matrimonio, que necesita un poco de acción, divertirse y volver a sentirse a sí misma, y recuperar ciertas emociones apagadas que pedían a gritos un nuevo aire. Por otro lado, Jea-Pierre Darroussin (habitual del cine de Robert Guédiguian) se enfrenta a una situación nueva, siente que puede perder a su mujer y se lanza en su búsqueda, aunque también deberá aceptar algunos sacrificios si quiere seguir manteniendo su relación. Una película cercana e íntima, sobre el amor, la pareja, la vida en común y sobre nosotros mismos, las ilusiones, anhelos y sueños que dejamos aparcados en favor del otro, y sobre todo, una cinta sobre los sentimientos y lo que sentimos, toda esa aparente tranquilidad que dejamos que contamine nuestras relaciones, y cómo algo nos despierta y nos pone en acción para saber verdaderamente quiénes somos y a quien amamos.

Hotel Nueva Isla, de Irene Gutiérrez

Hotel-Nueva-IslaRESISTIR ANTE LA RUINA

El origen de la película se remonta al año 2010, cuando Irene Gutiérrez (Ceuta, 1977), en compañía de Javier Labrador, su co-director, realizaban largas caminatas nocturnas por los márgenes del barrio habanero Jesús María, provistos de una cámara de fotos y una cabeza llena de historias. En una de aquellas veladas descubrieron el armazón enorme y esquelético del hotel, un alojamiento que tuvo sus días de gloria, pero ahora se ha convertido en un inmueble ruinoso y sucio que se cae a pedazos.

El relato se detiene en su último habitante, Jorge, un enjuto, enfermo y callado sesentón que sigue viviendo entre esas ruinas, una suerte de Quijote desterrado y olvidado, y Robinson Crusoe, que resiste con bravura y paciencia los embates de su existencia. Jorge sigue firme a su  propósito de encontrar alguno de los tesoros que, según él, depositaron los últimos visitantes en las paredes del hotel al huir, cuando estalló la revolución. La cámara sigue su devenir cotidiano, observando los quehaceres de Jorge, su trabajo incesante donde se va encontrando con pequeños utensilios y viejas máquinas que repara, siendo testigo de su caminar diario entre un lugar deshabitado, un espacio que tiende a desaparecer, a olvidarse, sólo los vecinos de Jorge, Waldo, un negro que al igual que él, sueña con darle un futuro mejor al envejecido hotel, y La flaca y su hija, que deciden abandonar el lugar en busca de un sitio mejor. Las visitas de Josefina, amante de Jorge, que intenta infructuosamente alejar a Jorge del hotel, y empezar una nueva vida juntos en otro lugar, sin olvidarnos del inseparable Patabán, un pequeño can que sigue inseparablemente a Jorge por todo el hotel.

La cineasta ha elegido ese único espacio, lleno de pasillos, estancias, y habitaciones cochambrosas y en peligro de derrumbe. Del exterior, sólo vemos un par de planos de la Habana vieja, el resto del metraje, se convierte en ese fuera de campo, en off, un escenario que sólo escucharemos, y veremos a través de la luz que se filtra. Gutiérrez con experiencia en el campo documental, donde ha desarrollado un trabajo muy estimulante, donde ha reflexionado profundamente sobre la problemática de las fronteras y los márgenes que resquebrajan los territorios y espacios que nos rodean. En esta película, que significa su puesta de largo, se erige como una cineasta paciente, delicadamente observadora, capacitada para sumergirnos y enfrentarnos a los espectadores a una historia fuera de lugar, donde conoceremos a unos personajes complejos y sobre todo, resistentes, unos nadies que luchan diariamente por su dignidad y su vida. Una cinta honesta y hermosa, que se mueve entre el retrato social y político,  y alberga la maravillosa capacidad de funcionar de manera implacable como brutal metáfora y espejo de la historia reciente del país caribeño, una Cuba cansada y desilusionada, que se mantiene a duras penas en pos de un futuro que todos esperan mejor, pero que por ahora, se resiste a llegar.