EL MONSTRUO QUE HABITO.
“Aprendí a reconocer la completa y primitiva dualidad del hombre; Me di cuenta de que, de las dos naturalezas que luchaban en el campo de batalla de mi conciencia, aun cuando podía decirse con razón que yo era cualquiera de las dos, ello se debía únicamente a que era radicalmente ambas”
De la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hide, de Robert Louis Stevenson
Cineastas como Ana Lily Amirpour con Una chica vuelve a casa sola de noche (2014), Jennifer Kent con The Babadook (2014), Julia Ducournau con Crudo (2016) y Titane (2021), y Carlota Pereda con Cerdita (2022), entre otras, han situado el cine de género en cotas muy altas a partir de historias políticas, muy crudas, nada complacientes y llenas de tensión y sobre todo, mucha reflexión sobre el vacío, la superficialidad y la enfermedad de la sociedad actual. A esta terna de grandes directoras se les añadió Coralie Fargeat (París, Francia, 1976), cuando presentó su impresionante debut Revenge (2017), relato sin aristas y sobrecogedor sobre la venganza de una joven vilipendiada. Unas buenas sensaciones confirmadas con su segundo trabajo La sustancia, una obra que crítica ferozmente la sexualización del cuerpo de la mujer a través de un relato de terror protagonizado por una mujer expulsada del paraíso del body perfect, del que ya rodó un prólogo/precedente en Reality+ (2014), un corto de 22 minutos en el que un chip generaba nuestro otro yo perfecto durante 12 horas.

Conocemos a Elisabet, una mujer que fue alguien en el mundo de Hollywood pero, ahora, con sus casi sesenta tacos lleva años refugiada en el fitness televisivo, en la que podamos encontrar muchas similitudes a la experiencia de Jane Fonda. Los planes para la reina del aeróbic cambian cuando la cadena decide echarla y contratar a alguien mucho más joven. Es entonces, cuando Elisabet encuentra su gran oportunidad en un nuevo producto basado en la división celular que consigue crear una mejor versión de ti mismo: más joven, más guapa y más de todo. Aunque tiene unas contraindicaciones: sólo dura 7 días y después se vuelve al otro yo. Con esta premisa argumental, nada enrevesada y muy sencilla, la directora francesa convoca al Stevenson de El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hide y al Wilde de El retrato de Dorian Grey para construir un extraordinario guion de apenas tres personajes, la susodicha Elisabet, su otro yo Sue, y el jefe de todo esto, es decir, el de la cadena de televisión, Harvey, en un experimento para la protagonista que en principio, no parece entrañar riesgos, y es ahí, cuando entran en liza la oscuridad y la complejidad de la condición humana porque la cosa empieza a ir mal, no, fatal, porque lo que provoca una lo sufre la otra, porque en realidad, es una misma persona dividida en dos cuerpos independientes y único a la vez.

Con una magnífica cinematografía de Benjamin Kracun, del que hemos visto películas tan potentes como Beast (2017), de Michael Pearce y Una joven prometedora (2020), de Emerald Fennell, con esos grandes angulares y planos abiertos donde vemos la soledad y el aislamiento que siente la protagonista, con ese ático donde queda patente el contraste de estar a la vez en la cima del mundo o subida a un montón de mierda. Una forma que recuerda a David Lynch y sobre todo a su memorable Inland Empire (2006), en la que su desdichada heroína de nombre Susan Blue, también una actriz madura deambulando por una ciudad fantasmal, en la que podríamos incluir esa maravilla que fue The Neon Demon (2016), de Nicolas Winding Refn, con otra actriz, ahora joven, también expuesta a la sordidez y a la artificialidad del show business. La absorbente música electrónica de Raffertie ayuda a crear ese submundo cada vez más inquietante y macabro en el que se convierte la existencia de la protagonista, amén de algunos temas como el “Pump it Up”, de Endor, o el de Hermann extraído de Vértigo, de Hitchcock. El formidable montaje que firma la propia directora junto a Jérôme Eltabet que repite después de Revenge, y Valentin Féron, que tiene experiencia en el cine de género junto a Yann Gozlan y Sébatien Marnier, entre otros, en una trama que va de la la luz cegadora a la oscuridad más tenebrosa, dando innumerables altibajos, para seguir la deriva del personaje, en una película nada fácil de ritmo porque se va a las 2 horas y 20 minutos.

Una pareja protagonista inconmensurable en el cuerpo, sobre todo, en el cuerpo, la piel, el gesto y la mirada de una gran Demi Moore que, siendo un icono de Hollywood, se vio expulsada por la edad y su cuerpo, y se reivindica con un personaje muy a su edad y medida, en un trabajo lleno de complejidad y brutalidad. La otra es Margaret Qualley, la versión joven que, desde Érase una vez en Hollywood nos fascina, y cada vez demuestra sus grandes dotes como hacía en Kind of Kindness, de Lanthimos. Su Sue es un regalazo y su composición está llena de todo. El trío se acaba con un Dennis Quaid, otro intérprete que tuvo su fama y ahora relegado a otros menesteres, que se reivindica como la Moore en el papel del jefe de la cadena, un ser grotesco, hortera, arrogante y asqueroso, que parece salido de una feria de los horrores de L. A. que de seguro hay a montones. No dejen pasar una película como La sustancia, y quédense con el nombre de su directora: Coralie Fargeat, porque su impresionante horror movie, con grandes dosis del cine de David Cronenberg, tanto en su forma, cruda y áspera, y en sus temas que tienen que ver con el cuerpo y sus diferentes agentes invasores y sus múltiples formas aplicadas a la tecnología y demás artilugios. Lo dicho, vean la película y lo que cuenta. Un magnífico retrato de esta sociedad que se hincha y deforma a través de la sexualización de los cuerpos femeninos, que los invade, los estruja y luego los hecha a la basura, en esta dictadura de lo físico, de lo aparente y de lo superficial, donde ya no somos quiénes deseamos sino estamos sometidas a los dictados de un mercado automatizado y sin alma que sólo busca la risa congelada y el show por encima de todo y de todos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

LA SONRISA AMARGA. 

