Luka, de Jessica Woodworth

LA AMENAZA FANTASMA. 

“Madre, cuando leas estas palabras, hará ya mucho que me he ido. Los dos sabíamos que este día llegaría. (…) En mis primeros recuerdos estoy en tus brazos. Contándome las historias épicas de la Fortaleza de Kairos. Donde intrépidos guerreros defienden los restos de nuestra civilización. (…) Ahora soy más fuerte de lo que lo seré nunca. Sobreviviré al viaje. Me uniré a sus filas y me enfrentaré al norte. Cuando mires a las nubes en el cielo, piensa en mí”. 

Los primeros minutos de Luka, de Jessica Woodworth (Washington, EE.UU., 1971), son de una plasticidad sobrecogedora. Vemos a un hombre joven vagando a punto de derrumbarse en mitad de una nada que es inmensa y solitaria. Unas imágenes que nos remiten a un relato distópico, a una de esas películas donde hay rasgos de la ciencia-ficción setentera y filosófica, donde se convocaba a las relaciones siempre complejas entre humano y naturaleza. Después, nos encontramos en una especie de fortaleza, antaño más sólida ahora en plena decadencia y deteriorada, donde el joven Luka se presenta como soldado para defender el puesto frente al enemigo del Norte. 

A Woodworth ya la conocíamos por su trabajo junto a Peter Brosens, con el codirigió 5 películas como Khadak (2006), Altiplano (2009) y La quinta estación (2012), que conforman una trilogía sobre las mencionadas malas relaciones de humanos con la naturaleza, después dirigieron el díptico El rey de los belgas (2016) y su continuación El emperador descalzo (2019), comedias satíricas ambientadas en los Balcanes. Ahora, y en solitario, Brosens está en labores de producción, construye una historia minimalista, basándose libremente en la novela “El desierto de los tártaros”, de Dino Buzzati, que ya tuvo una adaptación muy fiel dirigida por Valerio Zurlini en 1976. Su propuesta coge la trama principal, la del ejército esperando a ser atacado, para llevarnos en un primoroso blanco y negro y rodado en 16mm por la cinematografía Virginie Surdej en un extraordinario trabajo de composición, que ya habíamos visto por sus trabajos para Nabil Ayouch, Maryam Touzani y César Díaz. La férrea disciplina militar en el interior de la fortaleza como si fuese un universo en sí mismo, aislado del mundo y suspendido en el tiempo, en una existencia etérea regido por unas constantes maniobras y ejercicios militares donde las cosas se hacen pero con la sensación de inutilidad y de forma desesperada. 

La inquietante y excelente música de Teho Teardo, que tiene en su haber películas con Paolo Sorrentino y Gabriele Salvatores, entre otros, ayuda a crear esa idea de fantasmagoría que llena toda la película, a partir de las relaciones de unos personajes que se mueven entre el estatismo de lo militar con las alucinadas coreografías donde muestran toda esa rabia contenida en la la historia opta por el cuerpo y las manos y deja los pocos diálogos casi ausentes, porque estamos ante un relato atmosférico y nada complaciente, regido por unos encuadres sólidos y un relato casi inexistente, que aún la hace más misteriosa y terrorífica, con esa espera absorbente y desquiciante. El ajustado trabajo de montaje que firma David Verdurme, que ya trabajó con Woodworth y Brosens en los citados filmes sobre el rey belga, amén de Lukas Dhont, y la española Ánimas, de Alvea y Ortuño, consigue atraparnos en esa constante nada e inventado o no peligro que los va consumiendo a la espera de algo que lleva años sin producirse. El fantástico diseño de vestuario de Eka Bichinashvili que, junto al lugar de rodaje, las llanuras angostas y vastas del monte Etna, consiguen crear ese espacio extraño, inhóspito y alucinado.  

El magnífico reparto que mezcla intérpretes conocidos con otros menos como el actor holandés Jonas Smulders que interpreta al joven Luka, en este relato iniciático que se aleja de los convencionalismos para adentrarse en terrenos más complejos. Le acompañan el belga Jan Bijvoet que, desde que lo vimos en Borgman y El abrazo de la serpiente, nos sigue fascinando, componiendo un sargento de armas tomar, férreo y fiero que no se detendrá ante su posición y su tropa, el actor belga Sam Louwyck, que repite con la directora, Hal Yamanouchi y Valentin Ganev son dos leales y estrictos comandantes, los jóvenes Django Schrevens y Samvel Tadevossian que hacen de los soldados Gerónimo y Konstantin, fieles compañeros de Luka, y finalmente, la presencia de Geraldine Chaplin, grandiosa actriz con más de seis décadas y más de 150 títulos de trayectoria haciendo de general, una interpretación que sin decir apenas algo transmite todo lo necesario. Luka, de Jessica Woodworth, penetra en nuestro interior con una fábula con tintes del mejor Tarkovski y ese cine del este que tanto nos ha gustado, con una atmósfera de terror, ciencia-ficción y condición humana, que suele ser la más compleja y malvada. No se la pierdan, la disfrutarán y también, les inquietara. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La portuguesa, de Rita Azevedo Gomes

LA MUJER LIBRE.

“La grandeza humana tiene raíces en lo irracional”.

Robert Musil

En un tiempo indeterminado, junto a las ruinas que antaño fuera un palacio lujoso, vemos a una mujer de avanzada edad reposando. Un rato después, se levanta y mientras camina comienza a cantar un poema. Ella es una visitante que vaga por el relato, sin destino, con un pie aquí y otro en otro tiempo, alguien sin tiempo ni raíces, alguien que nos irá anunciando los diferentes tramos de la película. Después de este brevísimo prólogo, la película se posa en la Edad Media, tiempos de guerra, convulsos e inestables, en algún lugar de un viaje con rumbo al Norte de Italia, donde Lord Von Ketten disputa el Episcopado al obispo de Trento. Conoceremos a “La portuguesa”, la bella esposa, casi una niña, de Von Ketten, que ha vivido un año de luna de miel junto a su esposo y acaba de dar a luz a su primer hijo. Una vez llegado al destino, un esplendoroso palacio que se alza con siglos de historia familiar, el señor de la casa partirá a la guerra, una guerra que durará once larguísimos años, mientras, “La portuguesa” esperará rodeada de su séquito, y abriéndose a la vida y sus diferentes placeres y emociones.

El nuevo trabajo de Rita Azevedo Gomes (Lisboa, Portugal, 1952) vuelve a recoger su materia prima en un relato del escritor austríaco Robert Musil (1880-1942) incluido en su libro Tres mujeres (escritor que ya había ha sido adaptado al cine de la mano de Volker Schlöndorff en El joven Törless en 1966) como ya había sucedido en sus anteriores películas, donde había adaptado a André Gide, Stefan Zweig en A Colecção Invisível (2009) o a Barbey D’Aurevilly en La venganza de una mujer (2012). Después de Correspondencias, de hace tres años, donde a medio camino entre el ensayo documental y la ficción, seguía el doloroso exilio del poeta portugués Jorge de Sena, Gomes vuelve a sus atmósferas asfixiantes y tediosas, a sus relatos protagonizados por mujeres solitarias, despechadas y tristes, a esos espacios donde la vida se detiene, en que las cosas adquieren otra naturaleza, como si significado cambiará y ahora fuesen de otra forma, invisible para los ojos e imperceptible para los sentidos.

La directora portuguesa nos sumerge en la mirada de “La portuguesa”, donde al comienzo la vemos esplendorosa, bella y exultante de alegría, erotismo y amor, peor la iremos viendo, casi al minuto, su descomposición, su tristeza y su soledad, debido a esa guerra que ausenta su marido, si bien su primer retorno, todo parece volver, la sensualidad olvidada renace y los dos amantes practican el juego del amor y el erotismo propio de los enamorados. Pero, después de su marcha, el tedio vuelve a contaminar el espíritu de la joven esposa, los años pasan y nada cambia, aunque la mujer experimenta cambios, nuevas sensaciones, y la vida cambia adquiriendo nuevos sentidos y oportunidades, nuevas maneras de vivir, de reír, de cantar, de nadar, de sentir, y de rehacerse a cada instante, acostumbrándose a la ausencia del esposo, que cuando vuelve, se convierte en un ser espectral, alguien extraño en un palacio casi en ruinas, debido a tanta gasto ocasionado por la guerra, una lucha eterna que mantenía el orden establecido provocado pro años de guerras sin fin. Ahora, con la paz, todo parece haberse roto, una paz que provoca corrupción y miedo, un tiempo olvidado y fantasmal, donde todo parece encogerse lleno de incertidumbre y vacío, donde las cosas atienden a otras formas más frágiles e inquietas.

Gomes opta por una forma quieta y bella, donde sus “Tableaux Vivants”, naturalistas y cotidianos, con el aroma de Vermeer o Zurbarán, con esa profundidad de campo, en que cada figura humana, objeto y colores, donde predominan el azul claro y los oscuros, consiguen sumergirnos en la vida y el alma de “La portuguesa”, una extraña entre todos, y sobre todo, de ella misma, en unos encuadres estáticos obra de Acácio de Almeida, que ha filmado casi todos los trabajos de la directora. Los 136 minutos de metraje nos llevan por ese mundo sin hombres, o sin el señor de la casa, esa ausencia que parece el fin en un primer momento, después, para su joven esposa se convierte en una seña de liberación, de experimentación a la vida y a todas las cosas y objetos que la forman, de arrancarse el corsé, soltarse la melena y llevar ropas sueltas y convertirse en un espíritu libre, brillante y de una fuerza irrompible y llena de vida.

La brillante adaptación obra de la escritora Agustina Bessa-Luís (Amaranto, Portugal, 1928) que ya había trabajado con Gomes en A conquista de Faro (2005) y con Oliveira en dos de sus celebrados dramas como El principio de la incertidumbre (2002) o El valle de Abraham (1993) compone a través de la literatura, la poesía, el teatro y la ópera, una obra compuesta en tres tiempos, en un primer tramo, conoceremos a Von Ketten y a su joven esposa, y el amor que se profesan y el reencuentro después de la guerra. En un segundo tramo, el más extenso de la película, “La portuguesa” experimenta la tristeza y la soledad de sentirse alejada del ser amado, para después experimentar un cambio profundo que la hará liberarse de ella misma y dar rienda suelta a sus emociones, conociendo todas aquellas cosas que antes no era capaz de ver ni de sentir, como nadar desnuda en un río lleno de hojas, cantar a la vida y la luz, llevar ropas holgadas y soltarse el cabello y correr libre por el bosque, moldear con el barro figuras en forma de animal, o incluso, jugar y coquetear con su primo lejano de Portugal, un tiempo en que la añoranza a su marido y tierra desparecen y dejan paso a la vida y la libertad de estar consigo misma sin tener que dar explicaciones a nadie.

Gomes recoge e inserta de forma brillante y natural el aroma que imprimía las imágenes de Manoel de Oliveira, el Bresson de Lancelot du Lac, o el Rohmer de La marquesa de O, o los Taviani de Maravilloso Bocccaccio, entre otros, con la poesía y literatura románticas, en la que jóvenes heroínas solitarias y perdidas en inmensos palacios, aguardan la llegada de maridos en la guerra que parece que nunca regresarán, con la brillante interpretación de la casi debutante Clara Riedenstein, con esa melena rojiza y esa tez pálida, convertida en una extraña y extranjera en su propia casa, por su físico y su forma de enfrentar la ausencia, Marcello Urgeghe, como su esposo, esplendoroso al principio y poco a poco, derrumbándose y convirtiéndose en una especie de fantasma errante sin vida, sin mujer y sin nada, Rita Durão (actriz fetiche de Gomes, protagonista en A conquista de Faro, A Colecção Invisível y La venganza de una mujer) componiendo un personaje de criada enigmático y silencioso) y finalmente, la gran Ingrid Caven como la visitante que vaga por la película anunciando en forma de poema cantado los avatares y circunstancias de la joven protagonista. Una película una grandiosa factura visual y formal, que nos sumerge en un tiempo lejano muy parecido al nuestro, con los mismos conflictos sociales e internos, aquellos en los que el alma sufre y padece, en un camino espiritual en que una joven despertará de su letargo y su condición de tedio y soledad para abrazar a la vida, al entorno natural que la rodea y a sus sentidos más profundos y bellos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA