Ciudad sin sueño, de Guillermo Galoe

EL CHAVAL DE LA CAÑADA. 

“No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. No duerme nadie. Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas. Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros (…). 

“Ciudad sin sueño”, de Federico García Lorca

La primera imagen de Ciudad sin sueño, segunda película de Guillermo Galoe, coescrita junto a Víctor Alonso-Berbel, que dirigió el excelente documental Clase valiente: el poder de las palabras de 2016, arranca de modo vertiginoso: dos galgos corren a la caza de un conejo por una de las explanadas de la Cañada Real (el asentamiento ilegal más grande de toda Europa). A los veloces animales les siguen dos coches y sus ocupantes jalean a grito pelao. Entre ellos, la cámara se posa en el rostro de Toni, un chaval gitano de 15 años que viaja junto a su abuelo chatarrero. El sentimiento de libertad y la vida en volandas se mezcla con esa precariedad en la que viven, en un espacio sin luz, que empieza a desvanecerse en un tiempo a oscuras, lleno de sombras y de incierto futuro lejos del lugar. 

El director madrileño que dirigió Fragil equilibrio (2016), interesante documento donde daba buena cuenta de las contradicciones y vulnerabilidad de este mundo, ya sitúo su cortometraje Aunque es de noche (2023), en la mirada de Toni, con 13 años, y los suyos, en esa deriva de los últimos días en la Cañada ya que el ayuntamiento ha decidido derrumbar y cambiar su fisionomía humana (también es uno de los epicentros de droga). La historia retrata en modo ficcional, con el mejor aroma pasoliniano, al igual que sucedió en Entre dos aguas (2018), de Isaki Lacuesta, donde la realidad más inmediata se cuenta como ficción donde las personas se convierten en intérpretes. Hay muchas texturas en la película, quizás la más llamativa es su inmediatez, donde se instala la fisicidad como forma de trama, con el citado Toni, junto a su inseparable amigo Bilal, que van de aquí para allá, recorriendo los espacios de la Cañada, tan alejado de todo y todos, de ese mundo capitalista que compra todo al igual que lo tira a la basura y no valora nada. Galoe no juzga a sus personajes ni el lugar, los retrata con crudeza, con cercanía, casi pegada a ellos y ellas, con toda su complejidad, su alegría y tristeza. Sí que tiene la historia la idea de tiempo que desaparece, de un espacio que hay que dejar, del que estamos asistiendo a sus últimos tiempos. El western es el género que podría asemejarse más, aunque tamizado por lo social, y las ansías de vivir, experimentar y sentir de su protagonista. 

Galoe se ha rodeado de un gran equipo técnico como el cinematógrafo Rui Poças, toda una institución en la cine portugués, ya que ha trabajado en muchas películas de Miguel Gomes y Joâo Pedro Rodrigues, amén de Lucrecia Martel, Ira Sachs, Gastón Solnicki y en O Corno, de Jaione Camborda, entre otras. Una luz que juega en dos fronteras: la nocturna, donde las sombras, los intermedios y las oscuridades de neones, y esa otra, diurna, más seca, cruda y de tono grueso, fusionada con esos efectos coloridos que genera el dispositivo móvil. Una mezcla alucinada que describe con acierto los contrastes y peculiaridades del enigmático y extraño lugar. El gran trabajo de sonido directo Barto Alcaine, con más de 180 trabajos, que ya estuvo en el mencionado Frágil equilibrio, y las mezclas de Antonie Bertucci y Vincent Arnadi, contribuyen a lograr esa profunda e inquietante atmósfera de sonidos, diálogos y músicas que suena sin cesar. El extraordinario montaje de Victoria Lammers, cómplice del director que, en sus asombros 97 minutos, captura todo la realidad vital, emocional y espiritual de los personajes, con esa fusión entre lo físico y lo más quieto, en el mundo frágil y vulnerable por el que se mueven sus habitantes formado por familias gitanas y árabes. 

En una película como esta, que nace desde la observación y la idea que para filmar ese lugar y a sus gentes hay que apartarse del documental al uso y transformarlo en una trama de ficción que habla de su realidad y su posible salida del lugar, en una idea de ir y venir sin descanso en esa agitación constante que conforma el lugar y sus habitantes. El gran trabajo de casting de Elena Saura, que ya hizo lo propio en películas tan interesantes como El agua, Los destellos y Sirat, sacando el máximo rendimiento de actores naturales convertidos en intérpretes que transmiten naturalidad y transparencia, con esas miradas y gestos que traspasan la pantalla. Tenemos al fascinante Toni Fernández Gabarre, su fiel amigo, Bilal Sedraoui, a punto de dejar la Cañada por las playas de Marsella, Jesús Chule Fernández Silva, Felisa Romero, Pura Salazar, Francisca Jiménez, y la Libe, la niña de la mandamás del asentamiento, que tiene loquillo al Toni. El personaje de Toni, que nos recuerdan al Pio y Cosimo, los chavales gitanos que protagonizan A ciambra (2017), de Jonas Carpignano que, al igual que la película que nos ocupa, también usaba la ficción para describir una realidad humana y de verdad, muy compleja, vulnerable y agitada. 

La segunda obra de Guillermo Galoe, Ciudad sin sueño, título prestado del poema de Federico García Lorca, del que la inolvidable fusión del gran Enrique Morente & Lagartija Nick puso música y quejíos en esa pieza de orfebrería que fue el disco “Omega”. No es una película que se dignifique retratando un lugar como la Cañada Real, tan denostada como usada por su ilegalidad y el trapicheo existente, sino que su forma de acercarse a esa realidad cruda es un buen ejemplo de mirar al otro y sus cosas, sin pretender endulzarlos ni mucho menos señalarlos, sino mirarlos de verdad, con toda su profundidad e intimidad, con toda su alegría y tristeza, con todo lo que son y lo que no, escuchando sus conversaciones, sus sueños frustrados e insatisfechos, su idea de pertenencia y de desarraigo, sus ideas de clan familiar y enemigos y demás. La cámara desaparece convirtiéndose en un alma más del espacio, un lugar cambiante, errante y en continuo proceso de vacío. Vean la película porque seguro que será una cinta a la que hay que volver siempre, como ocurre con la mencionada Entre dos aguas, como ocurre con Por donde pasa el silencio (2024), de Sandra Romero, en que la ficción se convierte en el mejor aliado para mostrar una realidad muy enrevesada y complicada que está muy cerca y pocas veces no detenemos a observar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La última primavera, de Isabel Lamberti

UN TIEMPO, UNA VIDA.

“Estos son los hechos; si uno los comprende, si toma conciencia de ellos, por fuerza surgen emociones artísticas eficaces y capaces de sensibilizar a la gente sobre estos grandes problemas».

Roberto Rossellini

A las afueras de Madrid, se encuentra la Cañada Real, un barrio de chavolas donde familias gitanas llevan viviendo toda la vida. Aunque, ese hogar que ellos han construido para vivir con sus familias tiene los días contados, ya que los terrenos han sido vendidos, y los Gabarre-Mendoza, una familia formada por el matrimonio, cinco hijos, nuera y nieto, deberán abandonar una casa en la que han vivido cerca de veinte años y alojarse en una vivienda que les será asignada. La directora Isabel Lamberti (Bühl, Alemania, 1987), que ha trabajado en televisión y en el campo documental en sus cortometrajes, debuta en el largometraje con La última primavera, que viene a documentar esa última estación en que los Gabarre-Mendoza vivirán en la que ha sido su hogar hasta la fecha, y lo hace desde una mirada muy íntima y humanista, generando esa empatía con el espectador desde la distancia, sin caer en ninguna pirueta argumental o estridencias técnicas, sino despojando al relato de cualquier artificio, y generando esa posición de testigo privilegiado para conocer de una forma muy personal y profunda a cada uno de los integrantes del clan familiar.

No obstante, el arranque con el festejo del cumpleaños del nieto, el integrante más joven de la familia, ya deja clara la piña que son y las relaciones intrafamiliares que tienen. La directora alemana mezcla con ingenio y honestidad el documento propiamente dicho, capturando la cotidianidad de una familia y sus circunstancias, peor desde el prisma de la ficción, porque a poco que empieza la película, nos olvidamos de las raíces reales de sus protagonistas, y se va construyendo un planteamiento desde la ficción, en los que vamos conociendo las diferentes realidades del clan, empezando por el padre, entre idas y venidas con el problema de la luz, que siempre salta por su precaria instalación, y las diferentes reuniones con los agentes sociales para el realojo en una vivienda, la madre, preocupada por todos y alejada de sí misma, como dirá en un momento, el hijo mayor, alejado de la vida pendenciera, ahora, marido y padre de familia, y recogiendo chatarra junto a su padre, una de las hijas, a punto de parir, el otro hijo varón se debate entre su curso de peluquero y la vida delictiva, una hija preocupada por su imagen, y el más pequeño de los hijos, entre juegos con su “colega” del alma y luego, echándolo de menos, y por último, la nuera, en su nueva condición de madre, y las tensiones con su madre que le recrimina la vida en una chabola que lleva.

Lamberti sigue con su cámara la vida de esta familia, mostrando sus interioridades, sus relaciones que, a veces no resultan fáciles, con sus dimes y diretes, contando las posiciones y actividades de cada uno, con un naturalidad y aplomo que sorprenden de una debutante, porque la película respira vida, amor, intimidad y fraternidad, y sobre todo, humanismo, no del que hay que provocarlo, sino el que nace y muere cada día, el que la cámara de Lamberti recoge con su exquisita cercanía y transparencia. La directora no oculta sus referentes y además, los acoge de manera directa y muy personal, porque en La última primavera, encontramos la sabiduría y la mirada profunda del Renoir de Toni, el Rossellini y sus retratos de la vida y la sociedad italiana con Ingrid Bergman, o los arrabales y sus gentes que tanto le interesaban a Pasolini, o lo social en el cine de Eloy de la Iglesia y Carlos Saura, adentrándose en ese otro mundo, en ese universo donde familias enteras viven al margen de todo y todos, creando esa comunidad que vemos en la película, donde todos se ayudan y todos son uno, aunque sean con las continuas necesidades a las que tienen que hacer frente diariamente.

La película conmueve desde la sencillez y la humildad, muestra una realidad, unas vidas, con ese tiempo que se finiquita, para empezar otro del que todavía no sabemos qué ocurrirá, pero en el que asistimos como espectadores privilegiados, vemos el final de un camino, los últimos días viviendo de un hogar que dejará de ser para ser otra cosa, con la partida de esta familia, como vemos la despedida de otra familia, emparentada con la protagonista, y luego, con la visita a la nueva vivienda, con sus mejoras y sus tristezas, porque como menciona una de las agentes sociales, todo no son ventajas, la libertad que disfrutan en la Cañada Real, con sus campos abiertos, como quedará demostrado con los juegos de los chavales, y después su contraplano en la ciudad, cuando aburridos, miran a su alrededor lleno de ladrillo y poco terreno para correr. Lamberti ha construido una película sincera y magnífica, que traspasa por su mirada íntima y honesta sobre una de las tantas familias de un barrio que ha sido, y ahora, se está despidiendo para siempre, con el traslado de sus familias, que empezarán otra vida, y otro tiempo, en uno de los tantos barrios que se edifican en la ciudad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA