La bestia en la jungla, de Patric Chiha

JOHN ESPERA JUNTO A MAY.  

“El misterio es la esencia de toda belleza verdadera”.

Henry James 

Existen muchas probabilidades a la hora de adaptar una obra. Se puede ser fiel a la novela o por el contrario, se puede ser fiel sin serlo, es decir, adaptar la novela y llevársela a su tiempo. Es el caso de la adaptación de La bestia en la jungla, que ha dirigido Patric Chiha (Viena, Austria, 1975), traslada la época victoriana del cuento de Henry James (1843-1916), a una etapa en concreto, la que va de 1979 a 2004, con un extraño y festivo prólogo que acontece diez años antes, en 1969. También, ha escogido un espacio diferente, la discoteca donde acontecerá esta sensible, diferente y romántica historia. El espíritu de James impregna el relato con un tipo como John, solitario y tímido, alguien alejado de todos y todo, incluso de él mismo, obsesionado con un misterio desconocido, un misterio que cambiará su vida por completo, desconoce cómo se producirá, pero sabe que le sacudirá y debe esperarlo, como esa bestia al acecho que en algún momento, se abalanzará sobre él. En este cometido, le seguirá May, una joven completamente diferente a John, porque ella es extrovertida y social, que le acompañará esperando ese suceso. 

A partir de una adaptación que firman Jihane Chouai, el cineasta Axelle Ropert (que tiene en su haber películas con Serge Bozon), y el propio cineasta que, en su quinto largometraje, nos sumerge en una discoteca sin nombre y en todos los sábados por la noche que los dos protagonistas se reencuentran. En esa atmósfera donde se juega con la vida, la muerte, el sueño y la fantasía, donde lo romántico que impregnaba la literatura de James, está muy presente, donde las formas y los límites se disipan, en un constante juego de espera mientras la vida va sucediendo, con la evolución de la música disco hasta la techno, y los diferentes bailes, que van desde el “agarrao” hasta el más frenético individualismo con formas abstractas y alucinógenas. Una atmósfera extraña, onírica y fantástica, donde John mira y May se mueve, en el que John observa y espera y May parece hipnotizada con él, porque a pesar de su rareza, siempre vuelve y espera con él. La extraordinaria y magnética cinematografía de Céline Bozon (que ha trabajado con el citado Bozon, Tony Gatlif y Valérie Donzelli, entre otros), ayuda a construir ese universo donde todo es posible, ajeno a la realidad, al día, a todo lo demás, y sumergiéndonos en esas vidas de sábado, con el baile, las amistades y el tiempo detenido. 

La música del dúo Émilie Hanak y Dino Spiluttini ofrecen un tremendo abanico de propuestas que recogen toda la evolución que va marcando el cuarto de siglo por el que transcurre la película. El estupendo montaje de la pareja Julien Lacheray (que tiene en su filmografía a cineastas tan importantes como Claire Denis, Céline Sciamma, Rebecca Zlotowski y Alice Winocour…), y la austriaca Karina Ressler, la cómplice de una gran cineasta como Jessica Hausner, llenan de ritmo y pausa el relato, fusionando cona cierto lo físico con lo psicológico, donde el baile y las conversaciones profundas y los silencios van conformando una historia diferente y llena de misterios que nos atrapa por su cotidianidad y su fantasía en un relato que se va a los 103 minutos de metraje. Aunque donde la película coge vuelo es en su magnífica pareja protagonista, tan diferentes como cercanos. Con un estupendo Tom Mercier en el rol de John, que ya nos encantó en Sinónimos (2019), de Nadav Lapid, dándolo todo con un personaje difícil, que no se abre, tan tímido como misterioso, aislado, casi como un extraterrestre, o quizás, alguien tan raro que no parece real, o tal vez, su misión en la vida sea mirar a los demás y esperar, una espera que comparte con una maravillosa Anaïs Demoustier, una actriz que nos encanta, porque siempre está tan bien, tan natural y tan cercana, en el papel de May, una joven tan alejada de John que sigue con su vida, con su amor y sus sueños, y también, se siente atrapada al joven, porque le atrae esa decisión, tan diferente a su entorno y su vida. 

Una pareja tan íntima y fantástica como esta, necesita estar rodeada de unos intérpretes que doten de profundidad a unos personajes muy estáticos y en continua espera. Béatrice Dalle, que ya trabajó con Chiha en su ópera prima Domaine (2009), en un personaje sin tiempo como el de la encargada de quién entra a la discoteca, su fisonomista es maravillosa, ataviada como una especie de hechicera que todo lo ve y lo sabe. Una delicia para la historia, como el personaje de el encargado del aseo, todo un ser quijotesco, tan suyo como de nadie. Después tenemos a ellos dos. Por un lado, está Pierre que hace Martin Vischer como el novio de May, tan enamorado como incrédulo a la decisión de May, y Céline, la encargada del guardarropa, todo un clásico de las discotecas de antes, que tiene en la actriz Mara Taquin su figura, que se enamora de John, un amor o no. Debemos agradecer la decisión de Chiha de hacer una película como La bestia en la jungla, que bajo un tono fantástico e irreal, que tiene mucho que ver con todo lo que sucedía esos sábados por la noche en las discotecas, donde el mundo de fuera desaparecía y todo se sobredimensiona en el interior oscuro y musical que allí se generaba. 

Tiene la película el tono de películas mudas como las de Pabst y las expresionistas, u otras como la Jennie (1948), de William Dieterle, donde nada es lo que parece y donde los personajes no parecen de este mundo y lo que sucede es fantástico y pertenece al mundo de los sueños y las pesadillas, de todo aquello que no podemos explicar con palabras. Un cine como era antaño, donde los espectadores tenían experiencias psicológicas y emocionales muy importante, en que el cine usaba elementos fantasmagóricos para sumergirnos en un universo diferente y cercano a la vez, donde los personajes sentían y sufrían como nosotros, donde la imagen se inventaba y en el que nos adentramos en otros mundos, otras sensaciones y otros conceptos, en un cine que ya parece que no volverá, un cine que ha perdido su inocencia, la inocencia de las imágenes, de la ilusión, donde todo era más placentero y más profundo, como hace La bestia en la jungla, porque mientras su pareja protagonista espera, la vida y todo lo que sucede a su alrededor continúa y cambia, y ellos ahí, como dos personajes de otro tiempo, otro mundo, otra emoción y otro misterio. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Lux Aeterna, de Gaspar Noé

AMAR EL CINE, ODIAR EL CINE.

“Todos gozáis de buena salud, pero ni os imagináis la felicidad suprema que siente un epiléptico un segundo antes de la crisis. Toda la felicidad recibida a lo largo de una vida no la cambiaría por nada del mundo ante eso”

Fiodor Dostoïevski

“Los cineastas tenemos una gran responsabilidad. Debemos elevar el film del plano de la industria al del arte”

Carl Theodor Dreyer

En Climax (2018), la anterior película que vimos de Gaspar Noé (Buenos Aires, Argentina, 1963), el relato de unos jóvenes que se encierran para bailar música dance, mezclando drogas, sexo y violencia. Climax define muy acertadamente todas las pulsiones e intereses del universo de Noé. Un mundo en el que la narrativa deja de tener importancia, para sumergirnos en un relato poliédrico, en el que todo ocurre aquí y ahora, con una cámara escrutadora y muy cercana, que sigue incansablemente a sus criaturas, unos seres en continua agitación, moviéndose de un lugar a otro, en el que se suceden las diferentes historias y acciones personales al unísono, en que la película se convierte en un todo, con múltiples ventanas y relatos, una especie de laberinto que ni empieza ni termina, simplemente, continua.

No es de extrañar, que Noé, un cineasta que lleva dos décadas en el oficio, se detenga a investigar no solo las narrativas y representaciones del cine, sino sus rodajes, esos espacios en el que un grupo de personas que, en muchos casos, se conocen poco y casi nada tienen en común emocionalmente, se encierran en cuatro paredes para trabajar juntos, organizarse y construir una película. Aprovechando el encargo de la firma de moda de Saint Laurent, Noé se hace cargo de Self 04, con el único condicionamiento por parte de la compañía de promocionar sus rostros y colecciones, en que el director argentino afincado en Francia, aprovecha para introducirnos en la vorágine y psicosis de un rodaje, el de la película “L’oeuvre de Dieu”, una película ambientada en la caza de brujas durante la Edad Media. La secuencia que preparan se trata de la quema en la hoguera de tres brujas, y nos sumergimos en la preparación ya en el set de filmación.

Lux Aaternea, el nuevo viaje sin frenos al subconsciente de Noé, arranca con sendas citas sobre la naturaleza y el propósito del arte, leeremos otras de otros cineastas como Godard, Fassbinder o Buñuel, entre otros. Veremos experimentos narrativos, en que la pantalla partida o duplicada, donde nos muestra la misma acción desde diversas perspectivas, y en otras, enseña dos acciones paralelas que ocurren en el mismo instante. La verborrea de los personajes es constante, no paran de hablar, dialogar y discutir, tranquilos o enfadados, y moviéndose constantemente, si exceptuamos la obertura, en que observamos a Béatrice Dalle, como la directora y a Charlotte Gainsbourg, dando vida a la actriz protagonista., en la que hablan, en un tono entre documento y ficción, de sus experiencias en rodajes. Aparece el productor, totalmente  desencantado y tenso, que pretende echar a la directora, la propia directora echa pestes de todos, y vocifera constantemente, la actriz protagonista más preocupada de su hija  que del rodaje, el camarógrafo se siente incomprendido, hay un tipo que por orden del productor, graba a la directora, las modelos que serán quemadas en la hoguera se quejan del vestuario y la nula organización, además, existen invitados o gentes que conocen a alguien del rodaje, y se han colado, como un periodista con ganas de jaleo, o un aspirante a director demasiado engreído.

Con esa cámara-sombra que sigue con planos secuencia los diferentes conflictos y acciones de los personajes, en los que somos testigos de sus gestos, miradas y trifulcas, tanto verbales como físicas, y sobre todo, del caos absoluto del rodaje, la producción y la incapacidad para llevar a cabo la filmación. Son solo cincuenta y un minutos, pero llenos de nerviosismo, tensión y violentos, registrando las diferentes situaciones que se generan en cualquier rodaje multitudinario, con referencias a película del calado de Häxan, de Benjamin Christensen, o Dies Irae, de Dreyer, dos clásicos sobre la caza de brujas, de los que también se incluyen algunos fragmentos de sus películas. El director argentino, afincado en Francia, habla del cine, de la dificultad de hacer cine, de la psicología que hay que tener para manejar un grupo de individuos, con sus conflictos internos y egos varios, llenando cada plano y encuadre en un viaje psicótico sin fin, ayudado por esa luz sombría que contamina todo el estudio, y la estroboscopia de luz, que define el caos reinante, con esos destellos de luz parpadeantes con colores brillantes, que algunos les da paz y a otros, los pone atacados. Quizás la mejor definición de lo que es el cine y todos los que trabajan en él, un carta de amor y odio al cine, al arte, a la pasión y al desenfreno. Una dicotomía frágil y sensible, por un lado, y psicótica y desorientada, por otro, y en mitad de todo, una película que hacer. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA