Faruk, de Asli Özge

EL INGENIOSO HIDALGO DON FARUK ÖZGE. 

“El deseo de controlar el flujo natural de la vida. El anhelo de alcanzar la realidad dentro de la ficción. Quizás la aspiración de lograr un efecto similar navegando entre perspectivas opuestas. Dar un paso más allá difuminando intencionadamente los límites entre la realidad y la ficción; un esfuerzo por cambiar sutilmente la percepción del público. Pero hacerlo desde un lugar profundamente personal e íntimo. Colocando la cámara “dentro”, en un espacio “vulnerable”. ¡En el propio hogar! Y luego, a veces inspirándome en la vida real y otras documentando cómo la vida real imita a la ficción”.

Asli Özge

Después de haber visto Faruk, de Asli Özge, me he acordado de las palabras: “Mirar la realidad a través de una cámara es inventarla”, que decía la gran Chantal Akerman (1950-2015), porque la realidad en sí, o lo que llamamos realidad, es un universo en sí mismo, una complejidad caleidoscópica e infinita de seres, miradas, gestos, situaciones y circunstancias totalmente imposibles de retratar, por eso, hay que inventarla, o lo que es lo mismo, acercarse a una ínfima parte de eso que llamamos realidad. Quizás la propia realidad sea una mezcla de lo que llamamos realidad, y ficción, otro invento para diferenciar una cosa de la otra. 

La directora Asli Özge (Estambul, Turquía, 1975), arrancó su filmografía en su ciudad natal con Men on the Bridge (2009), un documento que profundiza sobre los obreros del puente de Bósforo, le siguió una ficción Para toda la vida (2013), para trasladarse a Alemania y seguir con All of a Sudden (2016), sendos dramas sobre la dificultad de relacionarse, con Black Box (2013), estrenada aquí con el título La caja de cristal, abordaba la gentrificación que sufrían unos inquilinos por parte de la inmobiliaria en pleno centro berlinés que fusiona con dosis de thriller. En su quinto trabajo, Faruk, recupera los problemas de vivienda, pero ahora de vuelta a su Estambul natal, y filmando a su padre, el Faruk del título, un tipo de noventa y pico años, viudo, de buena salud, tranquilo y lleno de vida. Un hombre que se ve envuelto en la transformación de la ciudad que afecta al bloque donde vive, que será demolido con lo cuál el anciano deberá buscar una vivienda mientras se edifica el nuevo inmueble. Un primer tercio que parece que la cosa va de denuncia ante los planes del ayuntamiento, la historia va derivando hacia otro costal, el de un hombre lleno de recuerdos, inquieto sobre su futuro, y temeroso de perder su vida, su memoria y todas las cosas que ha visto a través de las paredes de su piso. 

La directora turca se acompaña del cinematógrafo Emre Erkmen, que ha trabajado en todas sus películas, amén de films interesantes como Un cuento de tres hermanas (2019), de Emin Alper, y cineastas reconocidos como Hany Abu-Assad, construyendo una obra que coge de la realidad y la ficción y viceversa para ir creando un universo donde vida e invento se mezclan y van tejiendo una sólida historia donde el propio rodaje forma parte de la trama, como evidencia sus magníficos créditos iniciales, recuperando aquel espíritu de los “Nouvelle Vague”, donde el cine era un todo que fusiona realidad y ficción constantemente. Una cámara que sigue sin descanso a Faruk y sus circunstancias, siempre con respeto y sin ser invasiva, sino mostrándose como testigo de una vida. La música de Karim Sebastian Elias, con más de 40 títulos, sobre todo en televisión junto a Ulli Baumann, ayuda a ver sin necesidad de recurrir a sensiblerías que estropeen un relato sobre lo humano, el paso del tiempo y las ideas mercantilistas devoradoras de las grandes urbes. El montaje de Andreas Samland crea esa atmósfera doméstica, reposada y transparente, con algunas dosis de humor crítico e irónico en sus brillantes 97 minutos de metraje. 

No sólo he pasado un gran rato viendo las andanzas y desventuras de este Quijote turco, sino que he disfrutado con su mirada tranquila y nada catastrofista, eso sí, me emocionado viendo el miedo por su futuro, por su ciudad que tanto quieren cambiar, y por ende, su vida, su vivienda, sus recuerdos, qué momento cuando la película abre el baúl de los recuerdos y nos muestra partes de la vida de Faruk junto a su mujer, y esos mensajes vía móvil de la hija-directora manifestando sus innumerables problemas para conseguir dinero para terminar la película que estamos viendo. Faruk, de Asli Özge es de esas películas pequeñas de apariencia pero muy grandes en su ejecución porque son capaces de reflexionar sobre los graves problemas a los que nos enfrentamos los ciudadanos ante los continuos planes cambiantes de los que gobiernan que pocas veces van en consonancia con las necesidades del ciudadano. En fin, volvamos a la realidad inventada, sí, esa que ayuda a ver la complejidad de esa otra realidad que sufrimos cada día, y que se empeña en borrarnos, empezando por nuestra historia, nuestras fotografías y todo lo que nos ha llevado hasta hoy, aunque algunos parezca que eso de hacer memoria lo vean como un problema, la codicia infinita si que es un problema, porque el pasado y el futuro están llenos de presente, que escuché alguna vez, y Faruk lo sabe muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Utama, de Alejandro Loayza Grisi

EL PAISAJE OLVIDADO.

“Cualquier paisaje es un estado del espíritu”.

Henri-Frédéric Amiel

En un momento de la magnífica Wild Bunch (1968), de Sam Peckinpah, el líder de la banda de forajidos mayores que se hace llamar Pike Bishop, que interpreta magistralmente un envejecido William Holden, al toparse con un automóvil, mira a los suyos que están atónitos ante semejante objeto, y se mira hacia sí mismo, sabiendo que el progreso acabará con sus vidas de caballos, libertad y paisajes. Un sentimiento parecido alberga Virginio, un pastor de llamas quechua que ha vivido toda la vida en el altiplano boliviano junto a su mujer, Sisa. Varios factores tambalean la existencia de Virginio y las otras vidas que todavía resisten en tan vasto y dificultoso lugar, como la tremenda sequía que sufren, la avanzada edad que viene acompañada de enfermedad y la visita inesperada de Clever, el nieto que viene de la ciudad con la intención de llevárselos consigo. Aunque, el anciano se resiste a dejar su lugar, a abandonar su paisaje y sobre todo, a si mismo, oponiéndose tanto a su mujer y su nieto, que ven con buenos ojos el traslado a la ciudad.

El director Alejandro Loayza Grisi (La Paz, Bolivia, 1985), ha dirigido cortometrajes y videoclips dando prioridad a la estética y la forma, debuta en el largometraje con Utama (traducido como “Nuestro hogar”), a medio camino entre el documento y la ficción, con el mejor aroma de Rossellini, Kiarostami y demás, adentrándose en el complejo y durísimo paisaje del altiplano boliviano, y sumergiéndonos en la existencia de una pareja de ancianos quechuas, mimetizándonos con su paisaje, el rebaño de llamas y el sonido y el movimiento de ese caminar diario. Un relato donde se habla poco, todo se construye a través de las miradas y el silencio entre los tres únicos personajes, amén de otros que condensan una realidad de sequía y dificultades para los pastores y agricultores. El director boliviano se ha rodeado de su familia con la que firma la producción de la cinta, junto al padre Marcos Loayza, santo y seña de los últimos casi treinta años del cine boliviano, con el que Alejandro ha trabajado en sus dos últimas películas hasta la fecha, encontramos a sus hermanos Santiago y Mario Julián.

En el apartado técnico encontramos a dos grandes de la cinematografía latinoamericana, como no podía ser de otra manera, conociendo el concienzudo trabajo estético del director en sus anteriores trabajos,  como la cinematógrafa Bárbara Álvarez, que ha trabajado con nombres tan ilustres como los de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, que algunos recordarán como los directores de Whisky, Lucrecia Martel, Dominga Sotomayor y Anna Muylaert, entre otros, dotando a la historia de belleza plástica que contrasta la dureza de los elementos naturales entre los que se mueven como mencionaba Renoir. Encontramos otro gran nombre en el montaje con Fernando Epstein, que amén de trabajar con los mencionados Rebella y Stoll, también ha trabajado con Lisandro Alonso, Marcelo Martinessi y Gabriel Mascaro, imponiendo un excelente ritmo para contar sus ochenta y siete minutos de metraje pausado para una historia que necesita que el espectador se detenga y la mire, se deje llevar por su no tiempo y su pesadez en el paso y en el hacer.

Otro elemento destacable de la película es su reparto, escogido minuciosamente entre las gentes mayores del altiplano, que no solo aportan veracidad y naturalidad a los personajes, sino que es imposible expresar tanto con tan poco, porque aportan sabiduría en muchos sentidos: la vital, la emocional y sobre todo, la experiencia vivida en un lugar que se pierde, en un espacio que ha dejado de ser, una vida que se aleja. Los tres enromes seres y debutantes en estas lides de lo cinematográfico, que dan vida a los personajes en cuestión son José Calcina dando vida a Virginio, el anciano terco como una mula, muy callado que, como los viejos hidalgos de antaño, se resiste a renunciar a su vida y a su paisaje, peleándose con todos y sobre todo, consigo mismo, como aquel que residía en algún lugar de la mancha… A su lado, Luisa Quispe es Sisa, la mujer de Virginio, la serenidad ante el final de la vida, adaptándose a las circunstancias adversas y a la vida, que también se termina, que apoya la idea de Clever, el nieto, que hace Santos Choque, un joven que intenta convencer al abuelo, aunque no le será nada fácil.

Loayza Grisi ha construido un relato que va desde el drama íntimo, el paisaje y las formas de vida como documento antropológico, muy en la línea de Flaherty y Grierson, y el western crepuscular, desenterrando las entrañas y la decadencia de una forma de ser y vivir, muy en el marco del citado Peckinpah y los Leone, Corbucci y los Pollack, Brooks, Penn y demás outsiders del otro cine estadounidense. Una película cocida a fuego lento, sin prisas, con ese temple y reposo un relato que retrotrae a las historias clásicas y universales, porque la localización del altiplano y el idioma quechua que saben los abuelos y no el nieto, podrían ser de cualquier otro lugar y cualquier otra época de la historia, porque de los que habla Utama, no es otra cosa que del final de la vida, de decir adiós a la vida, siendo agradecido y no dejando que el pasado se imponga al presente. Utama nos habla de vida, de memoria, de paisaje, y también, de olvido, de una vida que se termina, de un tiempo que ya fue, de una forma de vida que, como les ocurre a muchos de los personajes de Peckinpah, se resisten a dejar y vencerse, aunque ya el tiempo, el progreso y las nuevas formas de vida e ideas, haya pasado por delante y los haya dejado fuera de lugar, de tiempo y de todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA