La red fantasma, de Jonathan Millet

CAZAR A LA BESTIA. 

“Los espías viven en un mundo de sombras, donde la verdad y la mentira se entrelazan”. 

De la novela “El espía que surgió del frío” (1963), de John Le Carré 

Hemos visto infinidad películas sobre espías, sobre todo ambientadas en la Guerra Fría, con sus personajes y lugares comunes, y rasgadas por estructuras clásicas y llenas de misterio, tensión y psicología. En los últimos tiempos, cuesta ver películas de este tipo, también la historia política, la más oculta y oscura, se ha vuelto muchísimo más recelosa y se ha sepultado por prudencia y malos hábitos anteriores. Por ese motivo encontrarnos con una película como La red fantasma (en el original, Les fantômes), de Jonathan Millet (París, Francia, 1985) es toda una gran satisfacción. Un título que se traduce como “Los fantasmas”, una definición que casa adecuadamente con el objetivo del espía y del espiado, porque los dos quieren moverse entre sombras sin ser vistos ni expuestos como meros fantasmas. Y más aún, como en el caso de la película que nos ocupa, que la historia sea novedosa, o por lo menos, poco vista, como es el caso de los torturados del régimen de Bashar al-Ásad ocultos en el corazón de Europa.

El director que, después de años dedicándose al documental con títulos tan importantes como Ceuta, douce prision (2013), y La desaparición (2020), y un puñado de cortometrajes de ficción, debuta en el largometraje con una trama que coescribe junto a Florence Rochat que nos sitúa en Estrasburgo, en el ámbito de la universidad donde estudia Harfaz, el sospechoso torturador que espía el protagonista Hamid, un exprofesor de Alepo, ahora convertido en informador y “cazador” de bestias como el que tiene delante. Otro de los grandes aciertos de la película de Millet es alejarse de lo convencional y del thriller psicológico, tan manido en los últimos años, para adentrarse en una trama muy cotidiana, podríamos decir doméstica, específicamente urbana, donde los protagonistas son personas agitadas por la venganza y la justicia, que han entrado en este mundo por circunstancias personales y ávidos de luchar contra el imperio del terror del régimen sirio. La psicología de los citados personajes tiene que ver más con sus dolorosas experiencias personales, donde hay pérdida y ausencia que todavía están paliando como pueden. Estamos ante una historia de espías, si, pero para nada convencional, donde el género desaparece para construir una interesante y reposada trama de la caza del gato y el ratón con tensión y psicología, pero muy alejada de todos los sitios comunes del género. 

Un gran trabajo técnico excepcional que tiene al cinematógrafo Olivier Boonjin, que tiene en su haber películas como Generación Low Cost y El paraíso en su Bélgica natal, que con una luz natural y alejada de lo artificial y de lo convencional, consigue una intimidad que traspasa de lo cercano que se palpa todo. Todo un acierto porque genera esa transparencia que busca la película, donde todos podemos ser espías y espiados. La excelente música de Yusek, que ha trabajado con Valérie Donzelli y el tándem exitoso Eric Toledano y Olivier Nakache, entre otros. Una composición que va puntuando los altibajos y dudas de los personajes, que no son pocas, que se debaten en sus ansías de encontrar a los torturados y los embates de las ausencias que la guerra ha hecho en sus existencias. El montaje de Laurent Sénéchal, el editor habitual e Justine Triet, la de Anatomía de una caída, entre otras grandes películas, con un corte limpio y de frente, es decir, que la historia se respira, se observa y se va cociendo sin prisas, entrelazando con inteligencia las diferentes miradas y posiciones de las diferentes almas que pululan por la relajada trama, que no se mueve por zonas complicadas, sino por lugares demasiado cercanos y palpables en sus intensos 106 minutos de metraje.

La película de Millet de pocos personajes, apenas cuatro, con la presencia del actor tunecino Adam Bessa, que nos entusiasmó como el desesperado Ali de Harka (2022), de Lofty Nathan, ahora en la piel de un profesor sirio torturado que quiere empezar de nuevo capturando indeseables como el torturados escondido en Estrasburgo Harfaz, que hace el actor israelí Tawfeek Barhom, que hemos visto en estupendas películas como Idol (2015), de Hany Abu-Assad y Conspiración en El Cairo (2022), de Tarik Saleh. Su personaje es pura ambigüedad, con un gran encuentro con Hamid que es pura dinamita, como aquel que protagonizaron De Niro y Pacino en la brutal Heat, de Mann. Les acompañan la actriz siria Hala Rajab como Yara, una mujer que también ha huido de Siria e intenta mitigar las heridas desde el recuerdo y la paz. Y la presencia de la actriz austriaca Julia Franz Richter, que hemos visto en películas de Christian Petzold y Gúnter Schwaiger y en la reciente Toda una vida, de Hans Steinbicher, en el rol de Nina, otra espía-informante que trabaja como enlace de Hamid desde la vecina Berlín, con una forma de proceder que chocará con la del protagonista. 

Aplaudimos y celebramos el debut en el largometraje de ficción del francés Jonathan Millet con La red fantasma, una película sobre espías pero de naturaleza antiespía, y no lo digo porque no consiga sumergirnos en ese mundo de las apariencias, las mentiras y las sombras del espionaje, sino porque ha construido un magnífico thriller psicológico nada común, que huye de los convencionalismos y las zonas comunes del género, y lo hace desde la sencillez y la honestidad, con su apariencia tan tremendamente cotidiana, sin artificios ni piruetas argumentales, sino de forma directa y frontal, con pausa y contención, escarbando y de qué manera en las complejidades psicológicas del protagonista que interpreta desde el interior y con una mirada que traspasa la pantalla. Una trama nada enrevesada ni tramposa, todo lo contrario porque hace de su cercanía su mejor aliada, porque nos invita a ver y también a reflexionar, porque nada es baladí, aunque aparentemente lo parezca, ya que es una película producida en plena guerra civil de Siria y se estrena por nuestros lares después de la caída del régimen de al-Ásad, y se erige como una película sin tiempo que a su vez, nos sitúa en uno de los tantos episodios de la resistencia siriana en el exilio que sigue enfrentándose a la bestia para conseguir una justicia vetada en su país. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Harka, de Lofty Nathan

ALI QUIERE HUIR DE TÚNEZ. 

“No puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”.

Adam Smith

Erase una vez… Un hombre que camina junto a su hijo un domingo cualquiera en busca de su herramienta de trabajo: Su bicicleta. Esta es la historia que contaba Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica. Punta de lanza del Neorrealismo italiano. Han pasado más de siete décadas y como destacaría el poeta, seguimos en las mismas. Seguimos en las mismas dificultades para tener un trabajo, una vivienda y una vida digna. En los países empobrecidos aún es peor, países como Túnez, que Francia arrasó en sus años de colonialismo. Países que vieron como las revoluciones llamadas como la “Primavera Árabe”, ocurridas entre 2010-12, hicieron movilizar a cientos de miles de personas indignadas por las condiciones miserables en las que existían. Pero, diez años después de aquel estallido, dónde quedó todo aquello, donde fueron a parar tantas promesas e ilusiones de tantos y tantas que creyeron en un cambio social real. Uno de ellos es Ali, un joven tunecino que vive en Sidi Bouzid, la ciudad dónde empezó todo, donde se saca unos cuántos dinares de la venta ambulante de gasolina con el sueño de emigrar a la Europa del bienestar y de la riqueza. La muerte de su padre, con el que lleva tres años alejado, le devolverá al hogar familiar y ayudará a sus dos hermanas pequeñas. Las deudas y un desahucio inminente lo llevarán a trabajar como contrabandista con el peligro que conlleva. 

El cineasta Lofty Nathan (New York, EE.UU, 1987), de origen egipcio, que conocimos a través del documental 12 O’Clock boys (2013), en la que retrataba a un grupo de chavales que encuentra en el “dirt bike riders” su forma de resistir los avatares de una sociedad injusta y desigual. Ahora, debuta en la ficción con el largometraje Harka, una palabra con dos definiciones: “quemar” y por otro lado, el nombre que se les da a los que emigran ilegal en patera a Europa, en un guion inspirado en la realidad cruda y sin futuro que se enfrentan cada día muchos tunecinos en la piel de Ali. Con una imagen poderosa y que quita el aliento por su cercanía y transparencia filmada en 35mm por el cinematógrafo debutante  Maximilian Pittner, la intensa música de Eli Keszler y el exquisito y conciso montaje del tándem Sophie Corra y Thomas Niles, que ya trabajó con Nathan en el mencionada 12 O’Clock Boys, consiguen una película punzante y muy física, apoyada en la poderosa mirada de Adam Bessa que da vida al desdichado Ali, en una increíble interpretación basada en el silencio y la contención que le valió el premio en la prestigiosa sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. 

Estamos frente a un intenso y dramático western, al estilo de los Ray y Peckinpah, de aquellos que cuentan las miserias y dificultades de la condición humana en pos de una sociedad arbitraria, fascista y clasista, donde cada día muchos hombres y mujeres no saben que será de ellos, rodeados de injusticia y sobre todo, sin más salida que lo ilegal y la violencia. También hay algo de esperanza, aunque muy poca, con esa sensible relación entre el propio Ali y su hermana pequeña, Alyssa, que interpreta con astucia la joven Salima Maatoug, donde vemos los momentos de aire que nos concede una película que mira hacia la vida desde un prisma realista, casi como un documento, porque es cine de verdad, aquel que refleja la sociedad, o el menos, una parte de ella, focalizándose en la mirada y cuerpo de Ali, que es uno de tantos jóvenes de Túnez, y de tantos países árabes, africanos y asiáticos que sueñan con escapar de sus tierras y emigrar a Europa. Por momentos, la película puede ser muy dura, pero nunca cae en el exhibicionismo ni en el sentimentalismo, camina por esa delgada línea entre el retrato y la denuncia inteligente e íntima sin caer en esa condescendencia tan cutre y superficial de tantos filmes que pretenden una cosa y acaban por ser una caricatura esteticista y poco más, sólo con el fin de reventar taquillas independientemente del tema que traten. 

Seguiremos la pista de Lofty Nathan porque Harka, su primer largometraje en la ficción, aunque como hemos comentado tiene mucho de documento, de reflejo de una realidad y de situar su mirada en el aquí y ahora, es una película digna de la frustración y decepción de las revoluciones que no acaban de verse reflejadas en los cambios sociales, y seguimos igual, con otros gobernantes, pero con las mismas artimañas de corrupción en todos los sentidos, como esos desencuentros con la policía y demás funcionarios que sirven al poder injusto y deshumanizado que no sólo no ayuda sino que reprime al que menos tiene. Harka nos devuelve o quizás, podríamos decir que es un ejemplo más que magnífico de cine social bien construido y mejor desarrollado, porque lo que cuenta es la existencia de un joven tunecino, pero podría ser uno de tantos jóvenes en muchas partes del mundo que no tienen vida, no tienen nada, y sobre todo, han perdido toda esperanza y andan como almas en pena a la deriva y capaces de cualquier barbaridad para llamar la atención o simplemente escapar de esas miserables y terroríficas vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA