El glorioso caos de la vida, de Shannon Murphy

MILLA ESTÁ LOCAMENTE ENAMORADA.

¿Por qué contentarnos con vivir a rastras cuando sentimos el anhelo de volar?

Hellen Keller

Milla tiene 15 años y está enferma de cáncer. Pero, un día, mientras Milla espera el tren con dirección al colegio femenino, se tropieza con Moses, un pandillero que vende drogas, y se enamora perdidamente de él. Los padres de Milla, Henry, psiquiatra adicto a las pastillas, igual que su esposa, Anna, diagnosticada como enferma mental, no ven con buenos ojos la relación, aunque poco a poco, Moses acaba introduciéndose en el seno familiar. A simple vista, El glorioso caos de la vida, Babyteeth (“Dientes de leche”, en su título original) tiene el tono y el marco de ese cine independiente estadounidense capaz de hablar de cualquier tema que se proponga, por muy duro que éste sea, como hacia Van Sant en Restless (2011) donde también se retrataba la historia de amor de una enferma terminal y un chico que le encanta asistir a funerales. La directora australiana Shannon Murphy, debutante en el largometraje, después de despuntar con cortometrajes, se basa en una obra de Rita Kalnejais, autora del guión, y dota a su relato de un tono diferente a la película de Van Sant, sumergiéndonos en una comedia gamberra e irreverente, pero que conmueve y explica cosas, en la que nos introducimos en una familia completamente disfuncional, de la que conocemos sus pequeñas y grandes miserias cotidianas.

La llegada de Moses, que aparentemente parece el más inadaptado, se convertirá en una especie de testigo, como lo era el joven de Teorema, de Pasolini, de esa familia extraña, compleja y nada común. La película tiene la sabiduría y la sensibilidad para hablarnos de enfermedad y amor en la misma frase, de sacudirnos con un tema serio como el cáncer y su cotidianidad, y a la vez, transformarse en una comedia ácida y crítica, sacarnos una risa cuando todo indicaba que debíamos encogernos el corazón. Kalnejais ya alcanzó un notable éxito cuando la obra se representó en las tablas, con ese aire mordaz y negrísimo en la forma de tratar el drama de la enfermedad, bien adaptado en el cine, con esos rótulos que nos van avanzando el contenido de los diferentes y breves capítulos, así como sus gratificantes momentos musicales llenos de vida, amor y subidón, o las rupturas de la cuarta pared, ingeniosas y estupendas, que nos interpelan constantemente, así como la excelente y dinámica luz de la película, obra de un experimentado cinematógrafo como Andrew Commis, con esa cámara en mano que sabe capturar la alocada e inquieta cotidianidad de los Finley en su entorno y sus relaciones.

Una obra rompedora, acogedora y llena de luz, unas veces cómica y otras, amarga, protagonizada por Milla, una niña que despierta a la vida y de paso, ha de enfrentarse a la muerte, en esa especial y complicada dicotomía se mueve la historia, mezclando esos dos conceptos de forma admirable y conmovedora, como esa maravillosa cena cuando Moses acude por primera vez a la casa de los Finley, o ese arranque cuando nos presentan a los padres en terapia y se disponen a follar, y son interrumpidos por una llamada, o ese otro cuando Milla y Moses se conocen en la estación, y así casi toda la película, conjugando de forma extraordinaria esos momentos tan cotidianos con las diferentes realidades en la que están inmersos cada personaje, sin olvidarnos de los dos personajes más secundarios como Gidon, ese músico filósofo que enseña violín a Milla, o Toby, la vecina embarazada tan rara y tan parecida a los Finley, que podría ser una hermana o cuñada muy cercana.

Y qué decir del fantástico espacio donde está rodada la película, esa calle llena de casas con garaje, jardín y piscina en uno de los barrios residenciales de Sidney, un personaje más, como el interior de la casa de los Finley, con sus grandes cristaleras, su espacioso y frío comedor, o esa piscina que solo usa el invitado. Un reparto brillante y lleno de naturalidad en que fusionan la juventud de Eliza Scanlen como Milla (que hace poco vimos como una de las Mujercitas, de Greta Gerwig), maravillosa, tierna y sensible, un amor especial, en su rol como la desdichada y vitalista Milla. A su lado, otro joven como Toby Wallace interpretando a Moses, el golfillo que acaba siendo un Finley más, tanto para bien como para mal, y esos padres, con intérpretes experimentados como Essie Davis como la madre perdida, amorosa y como un cencerro, y ese padre, que hace Ben Mendelsohn, un psiquiatra que también necesitaría terapia y cuanto antes mejor. Emily Barclay como la vecina Toby, con su enorme panza de buena esperanza y sus excentricidades, y Gidon, que interpreta Eugene Gilfedder, el eterno enamorado de Anna Finley y amigo familiar metido en este caos.

El glorioso caos de la vida es una película que rompe con todo los tópicos sobre la enfermedad y las situaciones dolorosas que la rodean, teniendo la capacidad para colocarnos en una posición completamente distinta a esos dramas lacrimógenos de otras obras, capturándonos a través de la vida, el amor y la locura, y todas esas sensaciones que da la vida cuando empiezas a saborearla, a vivirla de verdad, aunque dure poco. Un fábula de aquí y ahora, sobre la vida o sobre todas esas cosas que sientes cuando vives, de la vida, de ese despertar en la adolescencia al amor, al sexo, a los cambios corporales y emocionales, a sentirse diferente y contrario a las normas e ideas paternas, introduciendo la enfermedad y el dolor a esos cambios que experimentamos, sumergiéndonos en la vida, tanto interior como exterior de Milla, una enamorada del chico menos indicado, pero que es el amor sino, un cúmulo de sensaciones indescriptibles, una forma de sentirse otro, de querer a alguien y no saber por qué, de saber que la vida quizás son ese tipo de sensaciones que no podemos explicar, porque en realidad no tenemos ni pajolera idea. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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