EL VIEJO HIPPIE Y EL NIÑO.
“La nostalgia es el dolor por la imposibilidad de regresar”
Milan Kundera
La última parte de la canción “Formentera Lady”, de los King Crimson dice así: El tiempo gris no me atrapará mientras el sol se oculte, desátame y libérame mientras las luces brillen. Formentera baila tu danza para mí, oscura amante Formentera. La canción lanzada en 1971 en pleno apogeo del estadillo hippie, no sólo nos habla de ese estado de libertad colectiva que se desató, sino también de un sueño, de una vuelta al interior, de volver a ser nosotros, de que hasta en los paraísos puedes envolverte en sombras, ese sueño imposible de vivir otra forma de vida. Aunque, la película no se centra en aquellos años, sino en que ocurrió con uno de esos aventureros del alma que siguió creyendo en ese sueño frustrado, en construirse su paraíso dentro de otro, atraparse en esa isla como un paraíso cerrado y solitario. Samuel es un viejo hippie, manteniendo el sueño a duras penas, sigue viviendo en una casa sin luz y apenas muebles, y ganándose la vida tocando el banjo en un garito de un colega. Su mujer e hija, hastiadas por el desengaño hippie, lo abandonaron a su suerte, ya que él nunca quiso dejar su sueño, convertido en una existencia llena de recuerdos, nostalgia y solitaria, en un tiempo, el de ahora, lejos de aquello que fue, que se soñó, donde los amigos se han marchado o están a punto de hacerlo, donde aquella vida de libertad y conciencia colectiva se quedó en las letras de una canción que escuchada ahora se remonta a un paraíso perdido, que cuesta creerse que alguna vez existió.
Pau Durà (Alcoi, Alicante, 1972) después de más de dos décadas dedicado a la interpretación, como también a la dirección de cuatro cortometrajes y alguna que otra obra de teatro, se lanza a dirigir con una ópera prima sencilla y honesta, que nos habla de un tipo cansado de cabalgar (que recuerda al Harry Dean Stanton de Lucky) que sigue viviendo en su paraíso particular, en su zona de confort, y un buen día, Samuel recibe la visita de su hija Anna (a la que apenas ve y ha tenido relación fraternal) que tiene que marchar, y le tiene que dejar su hijo Marc de 10 años. A partir de ese instante, la película se adentra en la relación de un señor de 80 años que siempre ha vivido a su libre albedrío, con su nieto que no apenas conoce. Pero, no estamos en la típica cinta con niño, cargada de buenos sentimientos, no, para nada, la película va por otro camino, dejando entrever las aristas que aparecen en la conciencia del abuelo, que ve en el niño a aquella hija que decidió no cuidar (en esos instantes de súper 8 tan elegantes y maravillosos que desprende la película, pero con esa amarga del paso del tiempo y las decisiones tomadas).
Podríamos decir que estamos ante un relato lleno de humor, pero también de amargura, de tiempos pasados y reencontrados, de final del camino, de que en los lugares que creíamos fantásticos, también encontramos grietas emocionales, porque cuando uno hace examen de conciencia, siempre encuentra todo aquello que creía ser y jamás será. Durà pivota su película en un excelente José Sacristán que, habla sin decir nada, con esas miradas que te penetran y dejan huella, sigue al pie del cañón a sus 80 tacos, componiendo personajes llenos de complejidad y crítica como el periodista cansado de Madrid, 1987, el asesino enfermo de El muerto y ser feliz o el profesor jubilado de Magical Girl. Aquí, Samuel sigue la estela de esos tipos cargados de conciencia, en los que la vida les da nuevas oportunidades para encontrarse a sí mismos, y no dejarse llevar por sus historietas e ideologías, con ese aroma que desprendía el Gregory Peck de Yo vigilo el camino. Bien acompañado por el chaval Sandro Ballesteros, y los siempre seguros Nora Navas, Jordi Sánchez (como fiel amigo de Sami, como todos lo llaman, pescador y bonachón, que estará con él hasta la muerte) o Ferran Rañé (el dueño del garito dónde toca Sami) uno de aquellos que se quedó alimentando el sueño, pero que hay un momento en que las cosas dejan de ser, y emprender nuevos caminos.
Aunque si tuviéramos que elegir esa película-espejo de ésta, sería El viejo y el niño, la primera película dirigida por Claude Berri, donde en plena segunda guerra mundial, un anciano antisemita (maravilloso Michel Simon) debe hacerse cargo de un niño judío sin conocer su identidad, y a través de una historia iniciática y experiencia emocional, vamos conociendo la relación íntima que se va generando entre dos personas que se encuentran alejadas en principio. Porque tanto Sami como Marc, abuelo y nieto, y su particular relación, de dos personas tan alejadas entre sí, descubrirán que, a veces, la vida se empeña en mostrarnos ese camino que nos ayuda a seguir hacia adelante, por muchos errores y decisiones que hayamos tomado, tomando otros caminos y emprendiendo tantas aventuras, algunas pasionales, y otras, en cambio, llenas de odio y rencor, como dejándose llevar por algo que sabían de antemano que estaba destinado al fracaso, pero ellos se empeñaban en seguir creyendo y aprtiéndose la cara por ello. Estamos ante un tipo, Sami, un perdedor digno, pero no en lo material, sino en lo emocional, que está viviendo sus últimos atardeceres crepusculares, como aquellos personajes que poblaban las películas de Ray, Fuller o Peckinpah, empeñados en ser ellos mismos cuando todos se han ido, y sus aventuras eran imposibles.
El cineasta alcoyano ha ganado la partida en esto de dirigir, dejando que las miradas de sus actores hablen de lo que les ocurre, sin caer en la reiteración y sin ser demasiado explícito, logrando que la sutilidad y la contención de las interpretaciones nos cuente todo aquello que con las palabras no sería suficiente, creando ese aroma de nostalgia, pero sin caer en el maniqueísmo tan recurrente en este tipo de tramas. Durà ha construido una película sensible y amarga, donde hay tiempo para reír y también, para sentirse tristes, en el que vemos esa Formentera que se aleja de la imagen arquetipo para adentrarse en el alma del paisaje, de ese espacio interior lleno de vida y de pasado, de decisiones que vuelven para quedarse en forma de personas que creíamos que habíamos olvidado o ellas nos habían olvidado, Sami sabe mucho de eso, de que el tiempo soñado y su paraíso particular, quizás no estaban en ningún lugar, sino en su interior.