LAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA.
La tercera incursión en la dirección del afamado guionista Tobias Lindholm (Naestved, Dinamarca, 1977) colaborador, entre otras, de las últimas tres películas de Thomas Vinterberg (Submarine, La caza y La comuna) y de la serie política Borgen, vuelve a transitar los mismos parámetros de sus anteriores trabajos, tanto como su debut R y A hijacking, se centraban en situaciones complejas en el que su protagonista se veía inmerso en situaciones límite, en espacios cerrados y asfixiantes, en la primera, un nuevo recluso se adaptaba a una prisión, y en la segunda, un cocinero de un barco se veía atrapado en el asalto de unas piratas somalíes. Tramas de pocos escenarios, menos palabras, donde la tensión dramática exploraba los principios morales de sus personajes y todos aquellos que los rodeaban. Ahora, nos sitúa en una provincia de Afganistán, donde el comandante Claus M. Pedersen (grandísima interpretación del actor Pilou Asbaek, que vuelve a trabar con Lindholm, después de R, donde era su protagonista) patrulla junto a sus hombres una zona de conflicto.
Lindholm nos muestra la cotidianidad de estos soldados que cumplen con devolver la “democracia” a estos países, o al menos eso creen ellos, enfrentándose diariamente a peligros desconocidos. El realizador danés coloca su cámara desde los diversos puntos de vista que se mezclan en las situaciones que les ha tocado vivir, pero no queda ahí, va más allá, también, nos muestra la otra cara de la guerra, la de Maria, la mujer de Pedersen, que se ha quedado en Dinamarca cuidando de sus tres hijos pequeños mientras echa de menos a su marido. Y aún habrá otro escenario en la película, la sala de juzgados, espacio que juzgará al comandante por una decisión que tomará durante un fuego cruzado en una aldea en Afganistán, cuando antepone la vida de sus hombres a la de unos civiles afganos. El cineasta danés muestra de forma naturalista y todo lo realista que puede, todos los detalles en liza, situándonos en una posición de observadores, sin caer en ningún moralismo ni tendenciosidad, dejándonos a los espectadores mirar cada detalle y después sacar nuestras propias conclusiones.
La cámara se mezcla de forma inquietante y asombrosa entre los personajes, en una película construida a base de miradas y gestos, de los que quedan grabados en la mente, desatándonos la tensión que se corta entre todos ellos siendo cómplices de lo sucedido y sabiendo que lo que ocurre en la guerra es otra cuestión, un conflicto que no debe juzgarse desde la confortabilidad de un sillón en un despacho. Lindholm pone en cuestión diversos temas: la necesidad o no de llevar soldados a una zona de conflicto por el bien de una “democracia” capitaliza y muy politizada, los principios morales de unos soldados en medio de una zona bélica siendo testigos de la muerte diaria de compañeros, las consecuencia en familiares la ausencia de estos soldados, dejando su vida atrás y su familia, y finalmente, la responsabilidad del estado, tanto de esos soldados, como de las consecuencias que se deriven en esos lugares tan lejanos y tan peligrosos, y cómo este estado juzga las situaciones que tengan lugar.
Cuestiones, de diferente naturaleza y extremadamente muy complejas, que Lindholm trata de manera realista, de frente, donde la cámara sigue los conflictos de manera cotidiana, que a veces da terror, dotando de una seriedad en la planificación y los espacios que filma, mostrando sin juzgar, dejando que el conflicto fluya sin prisas, y contando con todos los puntos de vista diversos, tanto de los soldados que apoyan a su jefe, como de un estado demasiado preocupado en la política y sus consecuencias, en vez de salvaguardar y entender las dificilísimas situaciones de guerra en las que se ven inmersos sus soldados, sin olvidarnos de los traumas psicológicos en los que se ven sometidos unas personas con la muerte tan cercana. Una película que rezuma realidad, que no sólo nos habla de la guerra diaria, y todo aquello que se vive en primera persona, que raras veces vemos en los informativos, sino que también coloca el foco de atención en lo que viene después, en esas heridas tanto físicas como emocionales que ocasiona la guerra como nos mostraban en el clásico Los mejores años de nuestra vida, donde los que volvían eran tratados como héroes al principio, para más tarde convertirse en seres incómodos, en los que la adaptación resultaba muy dolorosa y los convertía en poco menos que apestados.