La Novia, de Paula Ortiz

023043EL AMOR QUE ARRASTRA Y DEVORA

“porque me arrastras… y voy… y me dices que me vuelva… y te sigo por el aire… como una brizna de hierba…”

La obra Bodas de Sangre, de Federico García Lorca, se escribió en 1931 y desde entonces, este poema trágico en 3 actos y 7 cuadros, escrito en prosa y verso, ha sido representada en infinidad de representaciones teatrales y es una de las obras más famosas y traducidas del autor. En cine, ha habido pocas adaptaciones, la más conocida es la que hizo Carlos Saura en 1981, basada en el ballet Crónica del suceso de bodas de sangre (1974) de Antonio Gades. Ahora, nos llega esta adaptación libre, escrita por la directora junto a Javier García Arredondo, también editor de la cinta, que recoge el espíritu de Lorca de un modo poético, magnético y evocador, dirigida por Paula Ortiz (Zaragoza, 1979) que ya apuntó maneras con su primera película De tu ventana a la mía (2011), premiada en la Seminci, donde a través de tres mujeres de diferentes edades y épocas, realizaba una obra de gran calado formal y estético, en el que construía un mundo muy personal y lírico.

En su segunda obra, se enfrenta al texto lorquiano, en el que en cierta medida, ya había acariciado en su anterior película, en uno de los segmentos, en el que se situaba a comienzos de los 40, donde Inés, una mujer que vivía en el campo, de la siega, que aparte de sufrir el sol abrasador y las dificultades de un mundo hostil, tenía que sobrevivir angustiada por tener a su marido preso. Ortiz nos envuelve en un mundo onírico, lleno de simbología y magnetismo, ya desde la primera imagen que vemos, donde una mujer enfangada con la ropa hecha jirones y el rostro oculto, lanza un alarido de auxilio o de rabia. Corta a un grupo de mujeres, y un hombre, todos de cierta edad, de espaldas a nosotros, en situación de espera. Aparece la novia, sucia y perdida, que camina hacia ellos, como un espectro, sin vida y sin alma. En ese instante, arranca la película, al inicio de todo, cuando se desata la tragedia que vamos a ver. Un joven novio, acaudalado y enamorado de la novia, que ahora rezuma azahar y jazmín y una belleza y una tez morena que hipnotiza y vuelve loco. Se van a casar, aunque ella quiere a otro, ama a Leonardo, pero éste se casó con su prima. Los tres, que fueron amigos de siempre, ahora distanciados, se ven inmersos en los odios ancestrales de sus familias, que arrastran el dolor por las muertes a navajas que hubo en el pasado.

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La cineasta aragonesa ha capturado de forma magnífica y poética el verso de Lorca, el cual transcribe de forma mimética en la película, no añade nada que no pertenezca al autor granaino, ha localizado los escenarios que se respiran en la obra en dos lugares lejanos entre sí, pero entrelazados en la película, la Capadocia turca (escenario de las películas de Nuri Bilge Ceylan) con sus caminos y casas tallados en la dura roca caliza, y en Los Monegros, ese desierto árido, de mala tierra, que hay que trabajarla y llorarla, de sol abrasador, que quema y no deja respirar, que mata el alma de los que andan por ahí, de ese calor agobiante que revuelve el estómago, que no deja vivir, que se clava en la garganta como puñales. Ortiz acoge los elementos lorquianos de forma magistral, cotidiana e hipnótica, el caballo de Leonardo (el único personaje con nombre), ese hombre que cabalga en libertad al acecho de la amada, la luna, que representa la noche, y la muerte, el momento que todo se revela, y la mendiga, que vaga sin rumbo con ese olor a podrido acechando a los que van a morir. Elementos lorquianos que Ortiz atrapa con delicadeza y soltura, de forma sencilla y honesta, formando su propio universo, caracterizado por una cuidadosa y trabajada forma donde cada plano vive en sí mismo, capturando la esencia y la emoción de los escenarios, y sobre todo, el interior de los personajes. Ortiz sale airosa de este viaje personal y emocionante en el que se ha embarcado, mira a Lorca y a su texto de frente, cuidando los detalles más íntimos, los objetos como el zootropo o los vidrios que nos dejan ver ese mundo que no vemos. La película respira ese aroma en el aire que corroe el alma de los gritos que no se escuchan, del dolor que revienta las sienes, de la pérdida y el recuerdo de los que ya no están, de la vida enfangada y mordida que no le deja a uno tirar hacía ningún lado, y del amor, ese amor fou, que tanto gustaba a Buñuel, ese amor loco, que atormenta, que no deja vivir, que te sucumbe en el abismo de la pasión y el dolor, que domina tu voluntad y te deja sin sentido, que se agarra en tus entrañas y no te suelta, y te convierte en quién no quieres y te mata lentamente.

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Una obra que hipnotiza por su bellísima factura visual, donde la luz cálida y penetrante, que sabe a sal y gloria, de Migue Amodeo, que vuelve a colaborar con la directora, se erige como una suave encantamiento que envuelve a los personajes y a los lugares de forma cadenciosa, la hermosísima música que nos atrapa del gran Shigeru Umebayashi (autor de la música de las películas de Won Kar Wai, entre otros), mezclada con canciones basadas en textos de Lorca como “Nana del caballo grande”, “La Tarara” o “Pequeño vals vienés”, entre otras, melodías que nos hacen vibrar y nos emociona. Ortiz ha sabido conjugar la compleja tarea de construir el universo lorquiano y colocar a sus personajes, unos personajes sin nombre, pero con vida, existencias a rastras, que huelen a tierra, de mujeres enlutadas, el aliento a odio, a alegría, a callarse, a no decir lo que les mata, y a cantar y bailar, a mirar y no hablar, a ver y sentir. Unos personajes interpretados por un plantel actoral que de gran altura que transmiten pasión, dolor y amor, que respiran esa tierra que tiene la culpa, que duele, que abrasa y ahoga, y acaba matando, unos secundarios de altura, como Luisa Gavasa, (que repite con la directora) de madre del novio, y Carlos Novoa, como el padre de la novia, con Leticia Dolera, Ana Fernández y Consuelo Trujillo, que sólo con la mirada componen sus papeles, y los principales, los dos chicos, Alex García y Asier Exteandía, pasión y razón, alma y bondad, las dos caras del interior oscuro de la novia, una inmensa y brutal Inma Cuesta, su interpretación más enérgica y apabullante de su carrera, una composición cargada de fuerza, belleza en la mirada y gesto delicado, esa novia que le mata el sol abrasador, que le asaltan las dudas, el miedo y la complejidad de amar y ser amada, y de dejarse llevar por lo que siente de verdad. Paula Ortiz ha construido una obra hermosa, de grandísima belleza visual y ritmo enérgico, que atrapa desde el primer instante, y nos arrastra a su mirada lorquiana a través de los deseos que nos hacen vivir, de lo que amamos y lo que sentimos, de lo que somos y anhelamos.

 

 

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