La virgen roja, de Paula Ortiz

HILDEGART, LA HIJA DE AURORA. 

“Mi hija es mi obra”. 

Aurora Rodríguez, madre de Hildegart

De las cinco películas que ha dirigido Paula Ortíz (Zaragoza, 1979), destacan su elaborada estética, una forma cuidada donde cada encuadre está muy pensado y mejor ejecutado, con apenas movimientos de cámara, y una gran plasticidad para recrear un momento histórico basándose en textos o novelas de Lorca como en La novia (2015), Hemingway en Al otro lado del río y los árboles (2022), Mayorga en Teresa (2023), o en un guion original como hizo en De tu ventana a la mía (2011), su debut, o en hechos reales como en su último trabajo, La virgen roja, que recoge la vida de Aurora Rodríguez, una mujer que tenía en mente crear la mujer del futuro, y así se lo propuso con su hija Hildegart en la España republicana de los treinta. Una historia que ya tuvo una primera versión cinematográfica en 1977 con Mi hija Hildegart, de Fernando Fernán Gómez, basada en el ensayo “Aurora de sangre. Vida y muerte de Hildegart, de Eduardo de Guzmán, otra en formato de cortometraje en The Red Virgin (2011), de Sheila Pye, aparte de numerosa literatura en ficción como ensayo sobre las dos mujeres como La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes, entre otros. 

La cineasta zaragozana se nutre de un buen guion de la pareja formada por Eduard Sola y Clara Roquet, y de lado la reconstrucción fidedigna para centrarse en los personajes, lo que vemos y lo que ocultan, a partir de sus carácter y existencias de las dos mujeres, las de Aurora, rígida, tenaz, intensa y impertérrita, recta en su objetivo: convertir a su hija Hildegart en una mujer moderna, diferente a las demás, instruyendo en diferentes materias a su hija, convirtiéndola en una niña prodigio con tres carreras universitarias, entre ellas las de derecho, que hablaba varios idiomas y escribió 16 libros y más de 150 artículos sobre reforma sexual y liberación de la mujer, amén de militar en varios partidos políticos de izquierdas. En su época fue muy conocida, pero la guerra civil primero y la continua desmemoria histórica del país, la relegó a un olvido injusto que, poco a poco, se va subsanando por medio de libros y películas como esta. El único pero de la película, si es que se puede llamar así, es que los que conocemos la historia real nos evitaremos la resolución final, y no resulta ningún problema porque Ortiz maneja con soltura, como pasa en su cine, las relaciones de sus personajes, tanto en la intimidada como en lo público, creando imágenes poderosas que quedan en la retina como ese plano general en el tenis, con todo el respetado de blanco menos madre e hija de negro sin manifestar ninguna emoción como si hace el resto.

La luz velada y mortecina que consigue ir más allá del relato que cuenta la película, con ese piso de película de terror, donde los colores sombríos alejados de colores vivos resaltan el carácter duro y tenso de la madre y la no vida de Hildegart. Un gran trabajo del cinematógrafo Pedro J. Márquez, habitual de los policíacos oscuros y tensos de Miguel Ángel Vivas, construye esa cárcel en la que viven madre e hija, que más parece la casa del terror, donde está sometido al constante estudio, a salidas excepcionales y poco más. Todo bajo el orden estricto y paranóico de la madre. La excelente música del dúo Juanma Latorre y Guille Galván impone ese limbo entre lo público y lo privado, entre lo íntimo y lo compartido, entre el miedo y la libertad, entre una lucha incesante entre madre e hija, llena de recelos, angustias y violencia. Así como el exquisito y detallista montaje de Pablo Gómez-Pan, que ya estaba en la citada Teresa, que en sus casi dos horas de metraje, consigue atraparnos con pocos personajes y transmitir la desesperación que sufre la joven Hildegart y la mater dictadora que es Aurora, sin caer en ningún instante en el maniqueísmo ni en el sentimentalismo, sino a partir de una fuerza sensacional entre la forma y el fondo. 

Mención aparte tiene la pareja que forman Najwa Nimri y Alba Planas, como madre e hija, el epicentro de la película. Nimri hace una de sus mejores interpretaciones de su filmografía, tiene unas cuentas, pero esta Aurora es brutal, como mira a su hija y a su alrededor y nos va contando su vida y obra, sobre todo, la de su hija, como habla y se mueve, con ese vestido de negro que es como una toga de juez y carcelera, siendo uno de los personajes que no vamos a olvidar con facilidad. Alba hace de Hildegart con verosimilitud y cercanía, una actriz a la que habíamos visto en El árbol de la sangre, de Medem, y alguna serie como Días mejores, tiene ese tour de force con Najwa en el último tramo de la película, y resulta un gran acierto para la historia. Acompañan a madre e hija Aixa Villagrán como la criada, una actriz que sin hablar lo es todo, como hacía Lola Gaos en Tristana, Patrick Criado como joven político enamorado de HIldegart, con todo ese ímpetu y corazón para la política y los sentimientos, Pepe Viyuela es el director del diario donde escribe la joven. Un reparto acertadísimo como suele pasar en las películas de Ortiz, que transmite sensibilidad y naturalidad a unos personajes totalmente creíbles que recogen el aroma y la convulsión de la época de la película, en un fascinante juego de espejos entre lo privado y lo público, entre las diferentes máscaras de cada uno de los personajes, sobre todo, de la madre e hija.   

Agradecemos que se haya hecho una película como La virgen roja, porque  además de sus sobradas capacidades cinematográficas, profundiza en las diferencias sociales, sexuales y demás elementos que tanto se hablaban en el contexto de la España republicana, amén de rescatar la obra de Hildegart, a una de las mujeres más influyentes y renovadoras del feminismo, de la política y la liberación de la mujer y que, tristemente, como pasa con muchas, durante muchos años apenas se ha recordado. Además, no sólo quedándose en su apariencia y hechos históricos, sino en la relación o sometimiento de su madre, que Almudena Grandes la mencionó como Frankenstein, quizás la definición que más se acerca a una mujer que quería revolucionar el mundo junto a su hija Hildegart, y olvidó lo más importante, mirar a su hija y saber que era una mujer independiente y libre, como ella la había educado, y no quería seguir siendo su “obra”, su criatura, y quería volar y descubrir el mundo por sí sola, lejos de su madre. Una película que habla de las malas madres, aquellas que conciben a sus hijos como si de una parte de ellas fuesen, como si éstas fueran de su propiedad, y nada más. Paula Ortíz lo ha vuelto a hacer y ha construido una película magnífica en todos los sentidos, porque cuenta la historia de Hildegart y su madre Aurora Rodríguez, recoge la convulsa época de la República y además, lanza algunos dardos muy envenenados como la diferencia entre política y políticos, además, de profundizar en la fantasmal vida de las mujeres del momento, y el vejatorio trato de sus compañeros de izquierda que abogaban por la eliminación de la lucha de clases y un mundo más justo y solidario y no eran con sus compañeras de partido. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Marcelino, el mejor payaso del mundo, de Germán Roda

HABÍA UNA VEZ… EL PAYASO MARCELINO.

“Hacer el payaso es simplemente una manera divertida de ser serio”

Jango Edwards

Una fría noche de noviembre de 1927, en una habitación del Hotel Mansfield, de Nueva York, se quitó la vida Marcelino Orbés. Tenía 54 años de edad, y durante los años de 1900 a 1914, había sido el payaso más famoso del mundo. Aunque la prensa se hizo eco de la noticia, y Chaplin envío la corona de flores más hermosa, el tiempo enterró su memoria y jamás se supo de su existencia. A principios de los noventa, la figura de Marcelino volvió del olvido, a través del propio Chaplin que lo citaba en sus memorias. En el 2007, Buster Keaton hacía lo propio en las suyas, y sobre todo, la publicación del libro Marcelino. El mejor payaso del mundo, de Mariano García Cantarero, que ayudó a rescatar su memoria y a dotarle el lugar que se merece en el universo del clown, el circo y el espectáculo. El director Germán Roda (Granada, 1975), conoció la feliz y triste historia de Marcelino y encontró un material ideal para construir una película en torno a su figura. Roda ya había dado muestras de su interés por las biografías de artistas desconocidos, el mundo del espectáculo o rescatar lugares o personajes de la historia como hizo en Improvisando (2009), sobre la comedia dell’arte, o en Pomarón y el cine amateur (2010), en Juego de espías (Canfranc-Zaragoza-San Sebastián) (2013), Goya Siglo XXI (2018) o en Los años del humo (2018), en la que investiga el incendio del Hotel Corona de Aragón de 1979 que provocó 80 fallecidos y cientos de heridos.

En Marcelino, el mejor payaso del mundo, construye un relato apoyándose no solo en un homenaje a la figura del payaso Marcelino, sino también, a la figura del payaso, a través de un docudrama, en el que el cómico Pepe Viyuela adopta el rol de Marcelino e interpreta las etapas de su vida, sus espectáculos, sus amores, un gag de la película que hizo, otro de un combate de boxeo, muy parecido al que vimos en Luces de la ciudad, de Chaplin, recorriendo la vida y milagros de Marcelino, desde sus inicios en España allá por 1873, sus primeros pasos en el mundo de la acrobacia con la familia “Los Martini”, su grandísimo éxito en Londres y su posterior desembarco en Nueva York, convirtiéndose en una gran estrella que llenaba un teatro de 5000 butacas, sus amores frustrados con la inglesa Louisa Johnson y la estadounidense Ada Holt, la llegada del cine que acabó con sus años de gloria y su ruina como payaso, y finalmente, solo y abandonado, decidió acabar con su vida.

En la película, otros payasos nos reivindican la figura de Marcelino y el oficio del payaso, escuchamos los testimonios de Mariano García Cantarero y otros, historiadores que nos hablan de la inteligencia y el dominio del escenario de Marcelino por los diferentes teatros en los que actuó. La película no esconde su sencillez, su propuesta es clara y honesta, quiere y consigue reivindicar la figura de Marcelino, rescatándolo del olvido y colocándolo en el lugar que la historia le negó, contribuyendo a su grandiosidad como payaso y su incontestable influencia de su legado en figuras tan grandes como Charles Chaplin y Buster Keaton. La obra de Roda, que coescribe con Miguel Ángel Lamata, bucea tanto en sus éxitos como en sus fracasos, su idea del payaso artesanal en que su escenario ideal era un teatro, su rechazo al cine, sus frustrados amores, sus desventuras y malas inversiones que lo llevaron a la ruina, la desolación y la desaparición, y todo lo cuenta con una extrema sinceridad y sobriedad, dejando espacio para que el espectador reflexione y se divierta con Marcelino, y conozca a una de las grandes estrellas del mundo del clown y del espectáculo.

La enigmática y natural luz del cinematógrafo Daniel Vergara, creando esas secuencias maravillosas de cine mudo, o la lúgubre y desoladora habitación de hotel con la que empieza y finaliza la película, o el dinámico montaje del propio Roda, hacen de la película una hermosísima fábula sobre el humanismo de un ser maravilloso y artista con todas sus consecuencias, que ideó una nueva forma de hacer reír o simplemente, de reírse de todo y todos, con esa mirada triste, la nariz roja (pionero en ese aspecto), esa ropa usada de vagabundo, y ese gesto y movimiento de torpeza, inutilidad y talento que derrocha cada vez que deleitaba a su público, recorremos su auge y caída, o mejor dicho, recorremos las vidas de tantos payasos tristes que conocieron el éxito en su oficio y la derrota en su vida personal, porque como decía el poeta: “Todos acabamos fracasando en nuestras propias vidas, porque no hay máscara que nos salve”. Solo nos queda decir que, gracias a Marcelino por su legado y su memoria, ahora ya siempre junto a nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA