Rider, de Ignacio Estaregui

FIO HACE LA NOCHE. 

“Cuando hablamos de precariedad tendemos a relacionarla con precariedad laboral y económica, pero la precariedad adopta hoy formas diversas, formas de vulnerabilidad que hablan de la inestabilidad y la exposición a una flexibilidad y temporalidad constante, de la ansiedad en las formas de vivir el tiempo, del tono desechable de las prácticas y de la información…”

Remedios Zafra

Los dos primeros largometrajes de Ignacio Estaregui (Zaragoza, 1978), tanto Justi&Cia (2014), como Miau (2018), se adentran en un tono de comedia para hablarnos de crisis laborales y de vejez. En En Racha (2020), un cortometraje de 17 minutos nos situaba en la mirada de un guardia de seguridad de un palacio en su turno de noche donde el tono era de drama. En Rider, el drama vuelve a estar presente, donde conocemos a Fiorella los 72 minutos de metraje, en el que la joven a bordo de una bicicleta y asumiendo el rol de su compañera de piso, va entregando los respectivos pedidos, mientras va atiendo llamadas de los de allá, de los de acá, y sobre todo, se sumergirá en la entrega de un pedido especial, quizás demasiado oscuro para ella. 

El director zaragozano habla de existencias precarias en todos los sentidos: de trabajo, de vivienda y de estudios. Todo está contado en una especie de contrarreloj donde la bomba está a punto de explotar. Una carrera hacia la nada, perseguida por todos y todas, en una constante huida por las calles de Zaragoza, y la urbe humana y demás que pulula por esos espacios más allá de medianoche. Un mundo de sombras, de unos que salen a divertirse o eso es lo que creen, y otros, como Fiona, que no vive en la precariedad más absoluta, temblando cada día por si no le llega la pasta, no puede pagar esto o aquello de más allá. Es una película dura pero no se regodea en la mierda, es decir, cuenta una realidad que rompe el alma, sí, pero lo hace con dignidad, valentía y sobre todo, humanidad, porque hay algo de luz entre tanta desigualmente, desesperanza y deshumanización. El tiempo de la película, el aquí y ahora, es un grandísimo acierto para meternos en la piel y el cuerpo de la protagonista, porque todo es agitación, fisicidad y movimiento, que evidencia el estado emocional tan frágil en el que debe vivir Fio. Aunque a parte de la realidad más cercana y tensa, hay tiempo para esos breve momentos donde la joven circulando en una ciudad casi vacía, reflexiona en una especie de letargo sin fin. 

Estaregui se ha reunido de algunos de sus técnicos más cómplices como el guionista S. Sureño, que ya trabajaron juntos en el mencionado En racha, el cinematógrafo Adrián Barcelona, que estuvo en las citadas Miau y  En racha, y en películas tan estimables como Para entrar a vivir y Ullate. La Danza de la vida, en una luz que sigue y psicoanaliza a la protagonista, con esos largos travellings que ayudan a crear la sensación de huida y sometimiento. El montador José Manuel Jiménez, también En racha, que tiene una gran filmografía al lado de Achero Mañas, Miguel Ángel Vivas, Isabel de Ayguavives, Koldo Serra y Salvador Simó, entre otros otros, y la ayudante Lucía Casal, que ha trabajado con Jaime Rosales y Àlex Montoya, en un destacado trabajo donde sus citados 72 minutos de metraje son adrenalina pura, agitación y tensión deslumbrantes. El estupendo sonido que firma Pablo Lizárraga, que estuvo en Miau, y en series como El Cid y Las abogadas, y en los equipos de La estrella azul y Saben aquell, que se metamorfosea junto a la música de Luis Giménez, que ha estado en todos los trabajos de Estaregui, donde la película construye un microcosmos auténtico y nada impostado. 

Cabe destacar la magnífica interpretación de la actriz venezolana Mariela Martínez, que estuvo en La jefa (2022), de Fran Torres, haciendo de la omnipresente Fio, que pedaleando por la noche maña, se verá expuesta a todo y a todos sumergiéndose aún más en las zonas más oscuras de la ciudad. Una composición que recuerda a la misma situación que vivía Tom Hardy en Locke (2013), rodeado de voces. Este interesante cruce de terror hitchockiano con lo social, con lo de verdad y lo humano, que coproduce Centuria Films, una compañía que ha hecho interesantes producciones como documentales como Garbo, el espía y, Hotel Explotación. Las Kellys y ficciones como Cuando dejes de quererme, entre otras. Recordemos el nombre de su director Ignacio Estaregui, y recuperaremos sus dos anteriores largos, porque nos ha gustado mucho esta pequeña e inmensa película que con talento y verdad ha conseguido acercarnos la vida de muchos de estos “riders” y todo lo que hay detrás de sus vidas como las que se contaban en La historia de Souleyman, de Boris Lojkine, apenas estrenada hace un mes y algo, que también nos situaba en la cotidianidad de un rider en las calles de París y sus innumerables circunstancias de supervivencia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Vida en pausa, de Alexandros Avranas

EL ESTADO CONTRA EL CIUDADANO. 

“Todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla”. 

Stanislaw Lem

De las cinco películas que ha dirigido Alexandros Avranas (Larisa, Grecia, 1977), cuatro de ellas están estructuradas a través de la familia, situados en entornos aislados y muy domésticos, todo contado a través de una intimidad nada empática, con una atmósfera fría, concisa y alejada, que sume a los espectadores en una trama inquietante, más cerca del terror, pero de lo oscuro de lo cotidiano, de la manera de los cineastas polacos, donde lo más cercano se va convirtiendo en algo extraño, confuso y asfixiante. A partir de un guion que escriben Stavros Pamballis y el propio director donde tenemos a la familia rusa que integran Sergei y Natalia, y sus dos hijas, Alina y Katja, se han visto desplazados de su país natal y llegan a Suecia de 2018 en busca de refugio y asilo. Las niñas entran en coma porque padecen el Síndrome de Resignación infantil, una dolencia postraumática que afecta a los niños de padres obligados a dejar sus país de origen. En ese instante, los padres se ven separados de sus dos hijas, llevando su situación al límite por las continuas restricciones del estado que los trata como criminales. 

El cuidadoso y detallado trabajo de diseño de producción de Markku Pätilä, habitual del gran Aki Kaurismäki, resulta fundamental para crear ese ambiente asfixiante y claustrofóbico en los que se ven inmersos los cuatro protagonistas, a la manera kafkiana, donde se ven envueltos en una maraña legal y terrorífica, donde sus vidas se ven completamente suspendidas como reza el título Vida en pausa (“Quiet Life”, en el original). Una no vida que pasa entre funcionarios implacables, más próximos a una dictadura sudamericana que una democracia occidental, que los ametrallan a cuestiones de todo tipo acusándolos por el mero hecho de estar ahí y no convencerles la historia que cuentan por la que decidieron dejar Rusia. A pesar de su aparente frialdad y distancia, muy cerca del cine de Haneke y de Lanthimos, la película consigue sumergirnos en esa especie de parábola maquiavélica más próxima a una distopía de ciencia-ficción orwelliana que a una realidad en la que se ven inmersos gran cantidad de refugiados cada momento. Estamos ante una obra que quiere explicar una situación muy real y que parece invisible para la mayoría de ciudadanos, sin caer en la consabida película-denuncia, la cinta de Avranas huye del panfleto y se sitúa en lo emocional y la cotidianidad de la familia.

Amén del mencionado gran trabajo en el arte, la película tiene la espectacular cinematografía de Olimpia Mytilinaiou, que ya estuvo en otra de las importantes cintas de Avranas Miss Violence (2013), y vuelve a brillar en un trabajo nada fácil, que integran varios elementos y texturas dándole ese toque de naturalidad agobiante, basados en una demoledora sobriedad y un milimétrico cálculo de cada plano y encuadre resulta esencial para contar la historia demencial que viven los protagonistas. La música del compositor finlandés Tuomas Kantelinen se adapta como una segunda piel a las imágenes sin estorbar ni tampoco acompañar sin más, sino dándole ese aspecto de terror cotidiano que demanda tanto la película. El montaje de 99 minutos de metraje que firma Dounia Sichov, que tiene en su haber grandes cineastas como Mikhaël Hers, Denis Coté, Sârünas Bartas y Abel Ferrara, entre otros, compone una sobriedad que inquieta muchísimo, y que encuentra ese limbo intermedio donde vemos una cotidianidad que duele y un ambiente de constante amenaza en el que cada mirada y cada gesto resultan de un dolor insoportable, donde sentimos el dolor y el miedo monstruoso a cada instante.

El cuarteto protagonista de Vida en pausa construyen unos personajes verosímiles y muy cercanos encabezados por los padres de nacionalidad rusa como Chulpan Khamatova, con una extensa trayectoria junto a cineastas de la talla de Valery Todorovsky, su participación en la exitosa Goodbye, Lenin!, Alexey German Jr., Jôao Nuno Pinto, Krzysztof Zanussi, Kiril Serebrennikov, entre otros, y Grigoriy Dobrygin, al que hemos disfrutado en películas de Anton Crobijn y Semih Kaplanoglu, entre otros, y las niñas, Naomi Lamp y Miroslava Pashutina, y la presencia de Eleni Roussinou, en su tercera película que hace con Avranas, la sueca Elena Endre, vista en películas de Bille August, Daniel Bergman, Liv Ullmann, Paul Thomas Anderson, y la última de Thomas Alfredson, y Alicia Eriksson, vista en la extraordinaria El triángulo de la tristeza, de Östlund. Un reparto heterogéneo que debe mucho al gran esfuerzo de producción que ha tenido la película en la que participan compañías procedentes de seis países como Francia, destacada por la presencia de la productora Sylvie Pialat, Alemania, Suecia, Estonia, Grecia y Finlandia. 

Podría parecer que una película como Vida en pausa, como ya hemos mencionado, perteneciera a una sociedad inventada, aunque desgraciadamente, muchos refugiados de aquí y de allá, deben pasar por estos controles exhaustivos y terroríficos por los llamados países occidentales y civilizados y democráticos que, en el fondo y en su apariencia, usan sus métodos legales e ilegales pero apoyados por la ley de unos pocos contra unos muchos, para demoler al otro, y criminalizar cualquier ciudadano que venga de esos países enemigos o supuestos enemigos. Si el cine es una herramienta eficaz para desenterrar los monstruosidades que hacen nuestros estados, ésta película es un buen ejemplo, porque nos habla del Síndrome de Resignación Infantil, que desconocía por completo, y además nos vuelve a recordar que sólo vivimos en el mejor de los mundos aparentemente, hasta que das con tus huesos con la ley, con las leyes, y las personas que la aplican, tan funcionarios, tan rectos, tan serios, y sobre todo, tan seguros de aplicar una ley justa e igualitaria para todos los ciudadanos, sin reflexionar, sólo ejecutores de la legalidad, que nada tiene que ver con la necesidad humana, que nada tiene que que ver con la empatía, con el dolor y el sufrimiento del extraño. En fin, el terror siempre tiene forma de funcionario obediente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA