La isla roja, de Robin Campillo

ADIÓS A MADAGASCAR. 

«Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie».

Albert Camus

La descriptiva y demoledora secuencia que abre La isla roja, cuarta película de Robin Campillo (Mohammèdia, Marruecos, 1962), nos muestra a un par de familias francesas a punto de juntarse para comer en el patio frente a su casa. Es una escena cotidiana sin más aparentemente, pero no estamos en Francia, sino en Madagascar, en una de las últimas bases militares, a principios de los setenta. En un momento, el padre expulsa a uno de los sirvientes, un nativo que les sirve pero que ocultan, como meras sombras sin vida ni identidad. La naturalidad del momento oculta algo más oscuro y siniestro, la colonización en todo su esplendor, unos ocupantes franceses que usan a los malgaches, y también, se quedan con su clima, su sol y su todo. Sin hacer una película autobiográfica, según sus palabras, Campillo que vivió su infancia en la mencionada Marruecos, Argelia y en Madagascar, ya que su padre era un militar aéreo francés, recupera recuerdos y memoria para contarnos una película con base real pero con un aroma de fábula de final de la infancia o quizás, mejor dicho, el final de un mundo colonialista. 

Las tres películas anteriores del director francés se han movido bajo temas y elementos que van a la contra de lo convencional, donde hay cabida para situarnos en aquellos más invisibles y ocultos, donde investiga sobre la fragilidad de nuestras existencias con la muerte como satélite importante. En La resurrección de los muertos (2013), combinaba de forma inteligente el terror con lo social, en Chicos del este (2013), en la que se centraba en la inmigración, la prostitución gay y lo más cercano, y finalmente, 120 pulsaciones por minuto (2018), done pivotaba sobre dos temas: homosexualidad y Sida en la Francia de principios de los ochenta. En La isla roja construye un guion complejo, alguien que ha trabajado en ese menester con Cantet, Zlotowski y Meier, que se mueve a partir de dos conceptos: la mirada de Thomas, un niño de 10 años que se parece mucho a la vida de Campillo, que no entiende el colonialismo, y es un extraño de su país Francia en la que nunca ha vivido, y además, se siente perdido en ese final de la niñez. Un mundo desconocido que intenta comprender a través de Fantômette, una niña heroína de tebeo y su compañera de colegio. Y luego, está el colonialismo a partir de la familia Lopez, donde su realidad tranquila y vacacional, esconde ese terror del ocupante frente al nativo. 

Sin ser una película de terror, lo es y mucho, aunque Campillo, muy hábilmente se deja de convencionalismos y extremos, y nos presenta una cotidianidad que traspasa, como si estas familias francesas de militares estuvieran en su paraíso perdido, ajenos al terror y la usurpación de su gobierno y sus respectivos trabajos, con los ecos de la brutal represión de 1947. Ayuda mucho la estilización y la intimidad de la cinematografía de un grande como Jeanne Lapoirie, que ha estado en los tres trabajos de Campillo, uno de los nombres más reputados en el país vecino al lado de grandes nombres como los de Téchiné, Ozon, Pedro Costa, Verhoeven, Corsini, Bruni Tedeschi, entre otras. Así como el gran trabajo de edición que firman el propio Campillo, y la pareja Anita Roth y Stéphane Léger, que ya estuvieron en la mencionada 120 pulsaciones por minuto, y han trabajado con Bonello y Cantet, respectivamente, consiguen un ritmo pausado y tranquilo, sin excesos ni dramatismos, sólo observando esa cotidianidad cálida y vacacional, que oculta el terror invisible y violento, en una película muy bien equilibrada y de gran tempo en sus casi dos horas de metraje. 

La música de Arnaud Rebotini, que tiene en su haber películas como Curiosa, y directoras como Argento y Hélèna Klotz, creando esa dualidad entre la postal y la oscuridad, con unas melodías que muestran pero también ocultan todo lo que se cuece en ese lugar francés y malgache, amén de los temas más populares que describen esas vidas aparentemente felices que ocultan esa idea de no volver a Francia y seguir sumidos en esa realidad paradisíaca ficcionada. El grupo de intérpretes también mantiene esa línea de transparencia e intimidad que tanto demanda la trama, empezando por una magnífica Nadia Tereszkiewicz, que vaya añito se está marcando de estupendas películas como Mi crimen, La gran juventud y La última reina, hace la madre protectora y con una relación tensa con su marido, que hace un increíble Quim Gutiérrez, más asentado en la cinematografía francesa, que se mueve entre la ambigüedad y lo extraño, el fantástico niño Charlie Vauselle, que añade toda la fantasía y realidad ajena de una mirada inquieta y pérdida, Amely Rakotoarimalala y Hugues Delamarlière, que interpretan a Miangaly y Bernard, la nativa y el joven militar francés y una relación que escenifica todo lo que la película muestra y reflexiona, esos dos mundos tan alejados que se empeñan en relacionarse, cada uno a su manera. Y luego, están los otros, los franceses que están y disfrutan de todo, como Sophie Guillemin y David Serero, un curioso y divertido matrimonio, etc… 

No se pierdan una película como La isla roja, que nos habla de familia, matrimonio y de franceses que parecen huir de sí mismos, y de toda convencionalidad, pero en el fondo están detenidos y ensimismados en una tierra que aman pero no es suya, están ocupando ilegalmente. Un filme que nos habla de terrorismo de estado francés, pero no de forma evidente, sino escarbando en sus quehaceres diarios, en los que mandan y los que sirven, las que hacen paracaídas para los franceses o los que sirven cafés para los mandamases, con el mismo aroma de películas como Los juncos salvajes (1994), de Téchiné, donde unos adolescentes se relacionan con los ecos de la descolonización de Argelia en los sesenta, o Hacia el sur (2005), de Cantet, donde el turismo occidental femenino llegaba a las playas de Haití en busca de amor y cariño. Reflexionaran sobre la tragedia del colonialismo, la idea banal del occidental sobre el paraíso y demás, el amor interesado, la fragilidad de la vida acomodada y alejada de la realidad, esa falsa idea de paraíso, sobre la pérdida y la idea del adiós a aquello que crees que siempre te perteneció, y todo a partir de la mirada de un niño de 10 años, que mira, observa y no comprende nada, quizás sólo a través de la ficción, en el que todo está más claro y es más sencillo, no tan ambiguo y complejo como la realidad de los adultos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA