Magaluf Ghost Town, de Miguel Ángel Blanca

LOS TURISTAS Y NOSOTROS.

“El turista es un recolonizador, ya que con base en sus intereses, necesidades y requerimientos los lugares se transforman y se crean servicios y productos sólo con el fin de complacerlo”.

David Lagunas Arias

El universo cinematográfico de Miguel Ángel Blanca (Sabadell, 1982), está compuesto por múltiples retratos, retratos que van sobre la memoria, la actualidad más cotidiana, las familias rotas, las derivas de la adolescencia y el fin del mundo, y el turismo. Con La extranjera (2015), retrató la Barcelona contaminada y sucia por el turismo masivo y descontrolado, pero lo hizo a través de la experimentación con la forma y el fondo, e introduciendo siempre el elemento del thriller, en historias que fusionan con naturalidad tanto el documento con la ficción, mezclándolos de forma sencilla y directa. Un cine que dialoga entre sí, desde la narración y aquello que muestra y lo que no. Un cine que lanza miles de preguntas y nos va envolviendo en un misterio, una inquietud donde todo es posible, o quizás, ya nada es posible, donde los diferentes individuos se pierden en unas existencias vacías, a la deriva y sin futuro.

Con Magaluf Ghost Town, su película más ambiciosa, y donde todas las ideas, planteamientos y reflexiones convergen en una película que aglutina elementos que ya formaban parte de ese fascinante e infinito imaginario del director sabadellense. Porque con su nuevo trabajo, vuelve a mirar hacia el turismo, pero esta vez desde un punto de vista realmente novedoso y personal, porque se centra en todos aquellos habitantes de Magaluf, la pequeña localidad en la costa oeste de Mallorca, que no llega a los 5000 habitantes, que en verano se contamina por cientos de miles de turistas de borrachera, sexo salvaje y demás locuras. El relato se divide en temporada baja y en pleno apogeo del verano, y nos muestra las vidas de una mujer de unos sesenta años, con problemas respiratorios y su nuevo inquilino, un obrero africano, las de un adolescente gay, gitano y drogadicto que quiere salir de la isla y triunfar como actor, y mientras, pasa el rato fabulando con su colega del alma, y finalmente, una inversora inmobiliaria rusa que quiere montar el nuevo pelotazo para atraer un turismo exclusivo a la zona.

La película muestra diferentes realidades, diferentes formas de vivir y entender el paisaje que queda al margen del turismo desenfrenado, mayoritariamente británico que, en la cinta de Blanca, se convierten en meros espectros, unos seres sin alma que deambulan como zombies, borrachos, tirados y vacíos, que nos recuerdan a aquellos otros que escenificó Romero en la apabullante El amanecer de los muertos (1978), cuando entraban sin vida al centro comercial, en uno de los mejores retratos sobre las terribles consecuencias del capitalismo. Quiero lo eterno (2017), tiene su reflejo en la historia de los dos jóvenes, con sus ratos ociosos, su contradicciones de amar su lugar, y a la vez, deseos de huir de allí, y fantasear con robar y hacer desaparecer un turista. Los turistas y los otros, esa dualidad que en realidad, se necesitan y además, se odian, es una de las claves de la película, y del imaginario de Blanca, ese cruce de caminos de difícil convivencia, esos otros mundos en este, esas bifurcaciones del alma, en esa especie de retrato del otro lado del espejo, ese incesante Dr. Jekill y Mr. Hyde, esa aventura de fuera y dentro, de los físico y lo emocional, de lo que uno sueña, y cree vivir, y ese otro estado, donde el letargo y esos mundos inquietantes, imposibles y perdidos conforman los verdaderos universos que pululan la filmografía del director.

La película destaca por una estupenda parte técnica, donde cada encuadre y mirada de los personajes emana vida y crítica, empezando por la brutal cinematografía de Raúl Cuevas (que ya estuvo en el quipo de cámara en Un lloc on caure mort), filma y retrata esos mundos de Magaluf, desde el interior de las vidas cotidianas de los protagonistas, y esa otra parte, de los otros, esos turistas sin rostro, sin vidas, solo metidos en esa vorágine y estupidez donde no existe nada, solo la juerga sin fin. Un ágil, elegante y profundo montaje que firman Javier Gil Alonso (que ya hizo lo propio en Quiero lo eterno), Ariadna Ribas (la montadora de Albert Serra, entre otros), y el propio Blanca, que retrata con detalle todos esos mundos, los propios y ajenos, todos los visibles e invisibles, los de este mundo y los del más allá. Blanca ha armado una película magnífica, donde hay vida y desolación, tanto en el paisaje como en las vidas que vemos y sentimos, donde coexisten múltiples realidades de capas y texturas extrañas y cotidianas, en un retrato sobre una pequeña localidad costera que podría ser cualquiera que reciba a cantidades ingentes de turistas jóvenes deseosos de romper con todo y atreverse a todo.

Blanca no olvida el trabajo sucio y chapucero de los medios, con esas informaciones amarillistas que ayudan a seguir engordando el monstruo, quedándose en la anécdota y la superficialidad, donde abundan los datos y la muerte de turno o las barbaridades que se suceden, y olvidan el verdadero problema del lugar y de todos aquellos que lo habitan, a pesar del turismo, que es el desequilibrio entre un modelo sostenible de turismo que no desplace a los habitantes de Magaluf y también, reciba turistas, sí, pero con otra actitud y de forma muy diferente. Magaluf Ghost Town es un de esas películas que va mucho más allá que lo que su caparazón muestra en una primera mirada, porque indaga sobre los problemas y deterioro de la ciudad desde lo interior de los que viven allí, y no lanzando mensajes ni nada que se le parezca, sino desde el alma, desde lo más profundo, dejando al espectador sacar sus propias conclusiones y desde la posición que prefiera, y eso la hace única, muy interesante y personal, y además, transgresora y apabullante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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