Mía y Moi, de Borja de la Vega

DOS HERMANOS Y LOS OTROS.

“La gente que siempre ha hecho lo correcto no sabe ni la mitad sobre la naturaleza y caminos de hacer lo correcto que aquellos que se equivocaron”

Thomas Hardy, “Un par de ojos azules”

Los ambientes opresivos y hostiles, tanto física como psíquicamente, las malsanas relaciones familiares, las secuelas de la guerra, y el peso traumático del pasado, fueron muchos de los elementos que estructuraron buena parte del cine español de los setenta, el llamado período del “tardofranquismo”. Los Saura, Gutiérrez Aragón, Borau, Martín Patino, Bigas Luna, Erice y compañía, vieron en el mundo familiar y soterrado el marco ideal para hablar de un país y sus ciudadanos sumidos en la tristeza del pasado y un presente que todavía no vislumbraba nada esperanzador. Mía y Moi, la opera prima de Borja de la Vega, recoge todo ese sentimiento y lo adapta en una película en la persisten el peso y traumático pasado entre dos hermanos ya adultos que vivieron el mal trato del padre a su madre, y fallecida ésta, se reencuentran en una aislada y solitaria casa familiar para sanar las heridas, sobre todo, las de él, Moi, que está sumido en una fuerte depresión, los acompaña Biel, la pareja de Moi, un ser de luz, alguien que cuida, que siempre está, alguien que nunca los abandonará. En el otro lado del espejo, llega Mikel, el ex de Mía, ese amor tóxico que ella no logra dejar, un tipo malcarado, chulesco y matón, que enturbiará la ya enturbiada y oscura situación.

De la Vega es representante de actores, ha trabajado en distribución, ha dirigido webseries, incluso teatro, así que conoce mucho el mundo de la interpretación, y basa toda su historia minimalista, una sola localización, la omnipresente casa y sus laberínticos físicos y emocionales, y apenas cuatro personajes, deteniéndose en dos elementos que sustentan el decorado. Por un lado, tenemos a dos hermanos en duelo por la muerte de la madre, un amor fraternal solo de ellos, intenso y cerrado, y su “lugar”, esa casa llena de su memoria, sus recuerdos, buenos y no tan buenos, los días de verano, azules y negros, con esa playa que compartían junto a la madre. Y luego, están los otros, “los invitados” a esta reunión familiar, que son Biel y Mikel, dos caras completamente diferentes, una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Dos tipos que pondrán la dulzura o el picante según vaya avanzando la trama. El pasado, sus traumas, su heridas abiertas, el amor desde diferentes ideas y actitudes, el fraternal de los dos hermanos, el romántico entre Moi y Biel, que ahora no pasa por su mejor momento, y el tóxico, el que protagonizan Mía y Mikel, y después, “los otros” que se van originando entre los personajes, esas relaciones por las circunstancias que algunas producen extrañeza, y otras directamente, pavor.

El retrato avanza sigilosamente, sin pausa, a través de las miradas y gestos de los personajes, de sus interacciones, con esos encuadres que los captura a través de su cotidianidad, de sus quehaceres, de aquello que miran, que piensan, que sienten, todo contado desde dentro, desde cada interior, de la capacidad del intérprete por mostrar y mostrarse sin ser evidente, sin ser reiterativo, componiendo cada plano desde esa distancia que nos deja vía libre para ver, conocer y experimentar la película y todo aquello que nos está contando. La exquisita y naturalista luz del cinematógrafo Álvaro Ruiz, el reposado y milimétrico montaje de Pablo Santidrián, y la tenue y sosegada música de Pablo Martos, todos debutantes como jefes de equipo, ayudan a crear esa atmósfera compleja y cálida en la que transita la historia. Con algunos instantes de ligereza como esa escalera por la que suben para cazar algo de cobertura para sus llamadas, o aquellos instantes íntimos entre los dos hermanos donde se sumergen en el pasado común, en aquellos días de verano azules, que aunque pocos, también los hubieron.

El cuarteto protagonista consigue transmitirnos con leves detalles toda la luz y oscuridad de cada uno de los personajes, empezando por un magnífico Ricardo Gómez dando vida al desdichado Moi, en un rol muy alejado de lo que venía haciendo enfrentándose a un tipo torturado, perdido en su inmensidad, que encuentra consuelo en su hermana, mientras el mundo o lo de fuera parece haber desaparecido. Bruna Cusí que vuelve a deleitarnos con su inmensa naturalidad y cercanía, haciendo fácil lo difícil, y llevando al límite un personaje muy complicado como el de Mia, con muchas caras como somos los humanos, en unas, una adorable hermana y sustento de todo, y en otras, arrastrada por un deseo diabólico que la martiriza y la anula. Eneko Sagardoy hace de Biel, seguramente el personaje más cercano, más transparente y positivo de la película, alguien capaz de todo por amor, por ayudar y por estar, que nunca es fácil cuando tu amor lo está pasando mal y no hace por ayudarse ni recibir ayuda. Y finalmente, Joe Manjón es Mikel, un tipo tan duro y malvado como lo era Ray Liotta en Algo salvaje, que llega para generar conflicto y sobre todo, para llamar a la noche, y su oscuridad y miedo.

Tiene Mía y Moi, muchas semejanzas con La película de nuestra vida (2016), de Enrique Baró, vista también en el D’A hace unos años, en la que también había una casa y los recuerdos que allí se vivieron en aquellos veranos familiares. El uso del espacio y su interrelación con los recuerdos que habitan tiene mucho que ver con el cine de Malick, o con el western, peor el western desmitificador como el de Hellman o Reichardt, donde no hay héroes ni grandes gestas, sino personas y sus quehaceres diarios, con toda esa quietud, extrañeza y oscuridad que se va apoderando de los lugares, de los físicos y mentales, de todas esas nubes negras que van oscureciendo el ambiente, de toda esas malsanas relaciones que se van generando, en la que todo parece que vaya estallar en cualquier momento. De la Vega ha construido una película sencilla, que mira de frente, pausada, y veraniega, pero con todo lo que significa la estación en cuestión, con sus días azules y alegres, y sus otros días, esos que no quieres levantarte de la cama, esos que te asfixian, esos que recuerdas todo lo que te dolía y te duele, esos en que tanto la vida da miedo, y todo puede ocurrir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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