Érase una vez en Venezuela, de Anabel Rodríguez Ríos

LA AGONÍA DE CONGO MIRADOR.

“Hay dos maneras de vivir su vida: una como si nada es un milagro, la otra es como si todo es un milagro”.

Albert Einstein

Un país dividido como Venezuela, entre chavistas y opositores, azotado por una fuerte crisis económica, social y cultural, que ha empujado a casi el 9% de su población a la emigración, y ha dejado a los que se han quedado viviendo en malas condiciones y con un futuro muy oscuro y poco prometedor. Encaminándonos al occidente del país, en el estado de Zulia, al sur del lago Maracaibo, donde se extrae y exporta el petróleo famoso en el país, cerca de allí, nos encontramos con el pequeño pueblo de Congo Mirador, un lugar de casas flotantes, un lugar que antaño atraía turistas y sus gentes vivían de la pesca. Ahora, el lugar se ha vuelto decadente, acosado por la corrupción y afectado por la sedimentación, donde la tierra expulsa al agua, situación que ha provocado un éxodo masivo y las familias abandonan el lugar en busca de un futuro mejor.

No es la primera vez que el Congo Mirador era vehículo de representación cinematográfica en el cine de la directora venezolana Anabel Rodríguez Ríos, formada en Londres, porque ya fue protagonista de la película corta El barril (2012), inspirado cuando vio a unos niños jugando con barriles de petróleo en el lago. En el 2013, la realizadora vuelve al pueblo y empieza a filmar Érase una vez en Venezuela, filmación que ha abarcado siete años, en las que a través de dos mujeres, la señora Tamara, representando del partido del pueblo y cacique del lugar, y Natalia, la maestra, que lucha incansablemente por mejorar la escuela y dar una educación digna y libre. Dos formas de ver la vida y la sociedad que, explica con profundidad y transparencia las divisiones del país y los conflictos que se generan continuamente. Conoceremos a más habitantes del lugar, sus precarias formas de vida, sus ansias de abandonarlo todo y marchar, y sobre todo, sus continuas disputas, siempre enfocado a la relación de las respectivas familias y los niños y niñas que pululan por el lugar.

Rodríguez Ríos construye una película magnífica, honesta y profundamente humana, siguiendo con la distancia prudente a unos y otros, sin juzgar ni sobre todo decantarse por ninguno de los dos bandos enfrentados, los muestra en su cotidianidad, en sus relaciones intimas y personales, sus conflictos y tremendas dificultades por salir adelante, soportando el abandono de las autoridades del lugar, intentando seguir con una vida que cada día se pone más cuesta arriba. Pero, la directora sudamericana no solo se detiene en las dificultades y el pesimismo reinante, sino también en la belleza del lugar, en su pasado glorioso que conocemos verbalmente, en los juegos de los niños con el agua y el petróleo que va impregnando sus juegos y sus vidas, y en esos viajes en barca, el único medio de transporte por el pueblo, en esta pequeña Venecia que, a pesar de los pesares, sigue manteniendo una leve llama, aunque cada día que pasa, esa llama sea cada vez más tenue.

Congo Mirador se revela como un pequeño y casi desparecido microcosmos que sirve a la cineasta para definir y mostrar la Venezuela actual, con su rica biodiversidad y la cercanía y naturalidad de sus gentes, y también, la otra cara, la menos amable y más oscura, esa otra Venezuela, la que inunda los informativos de todo el mundo, violentada por la fortísima división política, la grave crisis económica, la falta de futuro de sus habitantes, y sobre todo, las múltiples carencias vitales que sufren los venezolanos. Somos testigos de los acontecimientos que van surgiendo en Congo Mirador durante siete años, los problemas sociales y económicos, la disputa entre la señora del pueblo y la maestra, aquellos que abandonan el lugar, con sus casas sobre barcas y yéndose para siempre, la celebración de las elecciones que, dividieron aún más a la población, y finalmente, los juegos de los niños y adultos que, de tanto en tanto, se dejan llevar por los baños y las aguas que rodean e inundan el lugar. Rodríguez Ríos ha construido un documento de aquí y ahora, mostrando una zona única de Venezuela que, al igual que el país, se va extinguiendo sin que nadie ni nada lo remedie. Érase una vez en Venezuela  tiene el aroma antropológico que desprendía el cine de Rouch y Pasolini, en su forma íntima y sincera de mirar a las personas, su idiosincrasia y sus circunstancias, y sobre todo, generando esa reflexión profunda y honesta, en que el individuo y sus formas de vivir y pensar en sus pequeños lugares de vida, acaban significando y revelando mucho más de un país que los grandes acontecimientos que acaban en los libros de historia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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