EL OASIS DE LOS RESISTENTES.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”
(De Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes)
No es nada habitual, desgraciadamente, encontrarnos con películas que aborden los conflictos de la gente madura, en contadas ocasiones nos topamos con retratos del calado como los de En el séptimo cielo, de Andreas Dresen, Amor, de Haneke, A propósito de Scmidt, y Nebraska, ambas de Alexander Payne, por citar algunas de las más relevantes de los últimos años. Parece ser que la última etapa de la vida no despierta inquietudes o reflexiones a los cineastas actuales. La directora Louis Archambault (Montreal, Cánada, 1970) llegó con fuerza e intensidad a nuestras pantallas con Gabrielle (2013) su segunda película, en la que abordaba de forma íntima y transparente las vicisitudes de una joven con una rara enfermedad, el “síndrome de Williams”, que luchaba contra su entorno para conseguir su libertad e independencia personal.
Su tercer trabajo, Y llovieron pájaros, basada en la novela homónima de Joelyne Saucier, vuelve a centrarse en la libertad personal e individual, pero en este caso se trata de un trío de ancianos que han dejado sus vidas y circunstancias en la sociedad y se han instalado en los bosques de Abitibi, en cabañas de madera y rodeados de un inmenso lago. Aunque la película va mucho más allá de la intención de retratar a este trío alejados de todos y todo, porque ahonda en temas como el peso del pasado, la existencia como camino de deambular o huida, en este caso el bosque, o la redención a través del arte, la pintura. Porque la vida apacible de los tres ancianos se ve alterada por la muerte de uno de ellos, y la posterior visita de una anciana que anda perdida después del fallecimiento de su esposo, y aun más, la de otra visita, una joven fotógrafa que busca al fallecido y su tremebunda historia para documentarla, la de unos incendios que asolaron la zona en el pasado.
La directora canadiense vuelve a hacer gala de una mirada exquisita y sensible a la hora de adentrarse en el paisaje natural y las interiores cotidianas de la vida en el bosque, capturando de forma reposada y suave las vidas de estos tres ancianos, hablándonos de su pasado, su presente y ese incierto futuro, en el que, entre otras cosas, se avecinan nuevos incendios y la hostilidad de las leyes y demás. Unas personas en las que la tranquilidad y la pausa se han convertido en motor de sus existencias, en el remanso de paz y recuerdos en el que viven, como si se hubiesen impermeabilizado de una sociedad desigual, injusta y deshumanizada, y hubieran encontrado esa paz buscada y alejada de tanta ingratitud y sin sentido, almacenando su memoria y guardando su dolor. Las visitas inesperadas les harán reabrir heridas pasadas y deberán enfrentarse a ellas, mirándose en ese espejo de la memoria que tenemos todos guardado en algún lugar de nuestra alma.
Archambault nos habla de la vida, de sus quehaceres diarios y también, de sus gestos cotidianos, de la amistad como forma de conciencia humana, incluso social, atreviéndose a plantear ciertos conflictos en los que el compañerismo y la fraternidad se muestran y enfrentan debido a las distintas formas de ver y experimentar las diversas situaciones que plantea la película, como la actitud ante los extraños, la despedida de la vida, o la relación con la memoria incómoda y dolorosa, también, nos habla de amor, del amor maduro, de ese amor inesperado, libre y profundo, mostrando los cuerpos mayores, con sus grietas y arrugas vitales que el tiempo ha marcado y señalado, en una de las más bellas y sentidas secuencias de amor y sexo que hemos visto en la pantalla desde En el séptimo cielo, mostrando la belleza de los cuerpos envejecidos amándose libremente y sin prejuicios. La exquisita y maravillosa luz del cinematógrafo Mathieu Laverdière, que baña con esa luz cálida y natural el bosque, la cabaña y los rostros de los ancianos, convirtiéndolos en esas figuras fantasmales, apartadas y en vías de extinción.
Una historia de esta sensibilidad y humanidad necesitaba de un gran reparto para dar vidas a estos ancianos y sus complejas circunstancias, encabezados por Andrée Lachapelle como Gertrude, Gilbert Sicotte y Rémy Girard (uno de los actores fetiche de Arcand en sus inolvidables El declive del imperio americano y Las invasiones bárbaras) dan vida a esos ancianos retirados que viven en consonancia con la naturaleza y sus recuerdos, y los jóvenes Rafaëlle, a la que interpreta Eve Landry, esa fotógrafa que viene a desenterrar ese pasado que los ancianos no quieren remover, y finalmente, Éric Robidoux como Steve, que regenta un pequeño hotel en el bosque y conoce a los ancianos, que respeta y venera. Archambault ha construido una película muy intensa y profunda sobre esas cosas que nos hacen vivir en plenitud y relacionarnos con nosotros mismos, observándonos y observando el paisaje del bosque y el lago, dejándonos llevar por su belleza y quietud, perdiéndonos en el infinito y relacionándonos con aquello que habíamos olvidado y abandonado, como una forma de vuelta a nuestros orígenes ancestrales y permitiéndonos vivir el tiempo que nos queda rodeados de la vida y el amor que nos profesamos y nos profesan sin más, tranquilos y bañándonos al amanecer desnudos, cantando viejas baladas alrededor del fuego, compartiendo una comida con amigos entre risas y confidencias, o simplemente, sentados cómodamente frente al lago, mientras asistimos atónitos a la belleza de un atardecer despidiendo un nuevo día, una nueva oportunidad, un nueva experiencia… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA