Cherry Pie, de Lorenz Merz

Cherry_Pie-310246286-largeSIN MIRAR ATRÁS

La primera película de Lorenz Merz (1981, Zurich. Suiza) arranca como una película de los hermanos Dardenne, y más concretamente como Rosetta (1999), con la que comparte más de una idea, pero a Merz no le interesan las dificultades económicas y sociales del entorno donde los cineastas belgas instalaban su relato, sino más bien otro entorno, el emocional. Es en el estado emocional donde desarrolla su película que se inicia con la joven Zoé huyendo de un piso –impecable la composición de la actriz Lolita Chammah, con ese rostro y miradas perdidas y contenidas que acongojan y desnudan a cualquiera-  huyendo de un pasado del que se nos ofrece poca información, algunas frases/mensajes de teléfono que iremos escuchando a lo largo del metraje, y  heridas físicas que la chica va arrastrando, datos que nos llevan a intuir que escapa de algún novio-.

La huida es siempre hacía delante, la chica se interna en su propio interior y en su dolor, se pierde en el bosque, acaba en una gasolinera, lugar de paso, en el que intenta viajar, de copiloto o de polizonte. La cámara la sigue durante los 7 días y una mañana que dura tanto la película como su trayecto físico y emocional, un viaje sin destino, una road movie donde el aliento se escapa, donde el trayecto duele, donde los pasos están cargados de dudas, de incertidumbre, ocasionados por un dolor que ahoga, que no deja respirar, donde se arrastra una fuerte carga que pesa, que cuesta llevar. La cámara de Merz sigue incansablemente a su protagonista, la sumerge en lugares fríos  y vacíos, filmados con una luz tenue y blanquecina, una chica que se erige como la verdadera protagonista del relato, sólo vemos ese punto de vista, no hay ningún otro, seguimos los movimientos torpes y cansados de una joven que no sólo huye de una situación dolorosa, sino también de sí misma, de sus pensamientos, de su destino, y sobre todo, de su existencia.

Una película estructurada a través del vaciado tanto formal como argumental, un despoje brutal de todo lo tangible, que se lanza sin pértiga hacía un discurso más sensorial que físico y más emocional que verbal, que en algunos momentos parece naufragar, pero en su totalidad mantiene su propuesta de manera interesante y eficaz. Merz se adentra en terreno pantanoso, y más cuando su película se adentra en otro tiempo, en otro género, cuando en la segunda mitad del metraje, la película cambia de disfraz, y se mete de lleno en una suerte de thriller psicológico, el instante que la joven cruza el Canal de la Mancha, de polizón desde el maletero de un coche, cuando sale y en mitad de la travesía, se desplaza como una zombie por un ferry casi vacío, parece un barco fantasma, como si fuese a la deriva, sin nadie a bordo, sólo ella, que cruza el canal sin una ruta marcada, como le sucede a la protagonista que a cada paso se vuelve más invisible a los demás, a las cosas, y así misma. Después de ese trayecto, la joven pisa tierra convertida en otra, adquiriendo la actitud y el rol de un personaje. En ese nuevo lugar vive como la otra, hace las cosas destinadas para otra persona, aunque quizás la carga es demasiado fuerte para despojarse de su yo, y quizás el destino ya está escrito y uno, por mucho que lo intente y se esfuerce, no puede escaparse de sí mismo.

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