Silver Haze, de Sacha Polak

LA JOVEN DE FUEGO. 

“A medida que lo alimentaba, el fuego crecía y no dejaba nada a su paso. Cuando hubo quemado todo lo que encontró a su paso, sólo le quedaba una cosa por hacer. Con el tiempo, acabaría por consumirse a sí mismo”.

De la novela El enigma del cuadro (2004), de Ian Caldwell

Después de Hemel (2012) y Zurich (2015), dos dramas producidos en Holanda, la filmografía de Sacha Polak (Amsterdam, Países Bajos, 1982), dio un vuelco considerable con Dirty God (2019), un drama ambientado en el extrarradio de Londres sobre la existencia de Jade, una joven madre que sufre un ataque de ácido de su ex pareja que la deja desfigurada, interpretada por la actriz no profesional Vicky Knight. La película con el mejor aroma del cine social británico de Loach, Leigh y Frears, mostraba una realidad dura, de jóvenes atrapados en un ambiente sin futuro, donde la libertad se relaciona a las noches de fiesta, baile, drogas y sexo. En Silver Haze (que hace referencia a una variedad del cannabis, que fuman las protagonistas), la directora neerlandesa sigue explorando los barrios de Dirty God y la vida real y ficticia de Vicky Knight, ahora convertida en Franky, una joven enfermera que sufrió graves quemaduras al incendiarse el hospital donde dormía.

La película, con guion de la propia directora, se instala en la obsesión de la protagonista por vengarse de su padre y la amante de éste, a los que acusa del incendio ocurrido 15 años atrás. Mientras, la vida de la joven sigue siendo dura, con una madre alcohólica, un tío sin trabajo y una hermana pequeña demasiado perdida. Su vida cambia cuando se enamora de una paciente, Florence, que ha intentado suicidarse, con la que empieza una relación muy intensa y pasional llena de altibajos y conflictos. El relato es muy duro y sin piedad, pero en ningún momento hay regodeo, ni porno miseria, que acuñaba Luis Ospina, porque entre los pliegues de tanta desazón y problemas y rabia contenida, hay esperanza, o al menos, algo de ella, porque entre tanta basura emocional, los personajes intentan ser felices o al menos intentar estar un poco mejor. Son individuos que luchan con lo que pueden y tienen a su alcance para avanzar aunque sea a trompicones fuertes. Quieren una vida como la de todos, una vida donde haya algo de amor, o cariño, donde las cosas no se vean tan negras, en que el personaje que interpreta Vicky Knight ejemplifica esa idea que transita la historia donde siente la enfermiza venganza que la come por dentro y también, lo contrario, el amor que siente por Florence, en ese mar de contradicciones en los que nos movemos los seres humanos. 

Como sucedía en Dirty God, la película tiene un tono y una atmósfera muy acorde con lo que experimentan sus personajes, van de la mano, con un excelente trabajo de cinematografía de Tibor Dingelstad, con una cámara inquieta y curiosa que vuelve a meterse en las vidas, emociones y tristezas de los personajes, donde ficción y realidad se dan la mano, muy cerca de ellas, atrapándolas en esas míseras casas llenas de trastos, con ese cielo plomizo y esas ganas de huir constantes. La estupenda música del dúo Ella van der Woude y Joris Oonk, en el que sin subrayar consiguen transmitirnos toda esa maraña de emociones que viven en el interior de los personajes, y sobre todo, sin teledirigir emocionalmente a los espectadores. el gran trabajo de edición de Lot Rossmark, en una película compleja como esta, que se va a los 102 minutos de metraje, donde hay muchas montañas rusas en los personajes, algunas evidentes como esa parte de la noria que vemos como espejo-reflejo de las complejidades de unos personajes que sólo buscan un lugar donde haya paz o al menos, algo de comprensión, y dejen atrás las pequeñas islas a la deriva en que se han convertido sus tristes y ensombrecidas existencias. 

Como ya hemos mencionado en este texto, volvernos a encontrar con Vicky Knight metida en otro personaje de rompe y rasga, muy diferente al que hizo en Dirty God, donde vivía con miedo, escondida y con la idea fija de recuperar la imagen que tenía antes de las quemaduras. En Silver Haze, su Jade quiere un poco de paz, encontrar un hogar tranquilo, donde todos se miren y se entiendan a pesar de todo, porque en su familia biológica no lo consigue y todos son historias. Con Florence consigue algo de ese cariño, pero también resulta difícil porque ella está mal y es narcisista. La interpretación de Vicky Knight es asombrosa, llena de carisma y naturalidad, donde muestra su cuerpo sin pudor y sin miedo, un cuerpo lleno de cicatrices por las quemaduras, un cuerpo lleno de vida y esperanza. A su lado, Esmé Creed-Miles que ya estuvo con Polak en la serie Hannah, en el papel de la mencionada Florence, una mujer que huye de una realidad dura, siendo egoísta y muy perdida. La sensible interpretación de Angela Bruce, en uno de esos personajes llenos de dulzura y vida. Y luego una retahíla de intérpretes no profesionales como Charlotte Knight, la hermana real de Vicky, que hace de Leah, tan perdida como equivocada. Archie Brigden es Jack, hermano de Florence, en su peculiar mundo, y TerriAnn Cousins como la madre de Vicky. 

No les voy a engañar, Silver Haze  es una película muy dura, tiene momentos muy heavys, de esos que encogen el alma y nos golpean fuertemente al estómago, pero la vida para muchos es así, y no por eso, no se va a mostrar esa crudeza y la tristeza en la que viven. Lo interesante de la película es que ante esa realidad cruda y maloliente, no se regodea en ningún momento ante tanta desazón, sino en que se centra en unos personajes, en sus bondades y maldades, en esa idea fija que tienen de mejorar, de ver cada día de otra manera, huyendo de esa idea manida de la superación ni de tontadas de esas, sino de creer en nosotros mismos a pesar de la mierda que nos rodea, en sentir y en levantarse cada vez que la vida nos golpea duro, en creer cuando dejamos de creer, en respirar cuando nos falta el aire, en no dejar de seguir como se pueda, como hacen los distintos personajes, en una película que habla de amor, de familia, de relaciones y sobre todo, de cómo gestionamos todo eso, las diferencias, sus peculiaridades y todo lo no normativo. Gracias a Sacha Polak por mostrar tantas realidades, porque ante tanto oscuridad podemos encontrar un resquicio de luz, por pequeño que sea, ya es mucho. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sueños y pan, de Luis (Soto) Muñoz

JÓVENES EN EL LIMBO. 

“Me encantan los sueños, incluso cuando son pesadillas, lo cual debe ser lo habitual. Mis sueños están a rebosar por los mismos obstáculos, pero no importa”

Luis Buñuel

La primera vez que descubrí el cine de Luis (Soto) Muñoz (Baena, Córdoba, 2000), fue a través de la película El cuento del limonero, a través de la magnífica plataforma Filmin, un relato social y fantástico sobre la vejez filmado en la Puerta de Córdoba durante los meses pandémicos, y protagonizado por su abuela Dolores Marín. Unos meses antes, en enero de 2020, había empezado a rodar Sueños y pan, una película que rendía homenaje a dos títulos emblemáticos: Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, y Los golfos (1960), de Carlos Saura. “Una película para aprender a hacer cine”, según palabras del director. Un rodaje con amigos, de guerrilla y filmado en los ratos libres, que se alargó hasta julio del 2021, con el mismo espíritu de Los ilusos (2013), de Jonás Trueba. Un cine hecho desde adentro, sin dinero, y en compañía y en cooperativa, siguiendo el espíritu de la sección “Un impulso colectivo”, del imperdible D’A Film Festival de Barcelona, comisariada por el escritor cinematográfico Carlos Losilla, de la que este año ha formado parte. 

La película toma el extrarradio y la periferia madrileña como escenarios vacíos y olvidados para contarnos las desventuras de dos jóvenes Dani, más extrovertido, más locuaz y más todo, y Javi, todo lo contrario, que forman un dúo de ladronzuelos sin suerte, sin rumbo y llenos de sueños. Junto a Sara y el hijo pequeño de ésta, forman una especie de familia que comparten piso, esperanzas y pesadillas. La cosa arranca cuando roban una pintura que parece valiosa. Pero, los problemas empiezan cuando pretenden venderla que no resultará tan fácil como pensaban, y darán comienzo a una serie de travesías urbanas que les llevará a los lugares más elitistas de la ciudad. A partir de un extraordinario y sobrio blanco y negro que firma Joaquín Ga-Riestra Guhl, con esa luz que traspasa a sus protagonistas, entre sombras y lugares sin alma, confundiéndonos entre realidad y sueño, donde lo tangible y lo onírico se mezclan, creando ese no lugar lleno de matices y no colores. La misma posición opta el montaje que firma el propio director, porque fusiona de forma ejemplar los momentos trepidantes, donde la cámara se agita y se desplaza con los pasos de los personajes, y esos otros momentos en los que la pausa y el respiro se adueñan de la pantalla, donde hay tiempo más que para la reflexión, para escuchar a estos dos jóvenes sin pasado y sin futuro, moviéndose en un presente continuo que parece, en ocasiones, en un extraño bucle que parece no tener principio ni fin. 

Una película de estas características necesitaba unos intérpretes muy involucrados en la causa, es decir, que transmitieran la naturalidad y la fragilidad de unos personajes al borde de todo y todos. Tenemos a George Steane, que hemos visto dando vida a uno de los cowboys de Extraña forma de vida, de Almodóvar, y en la serie La mesías, entre otras, dando vida al hermano y soñador Dani, un tipo de buen corazón, aunque algo tosco y fiera, pero que ayuda a dotar de paz y tranquilidad a este trío heterogéneo. Javi es Javier de Luis, un tipo que se enfada mucho, que es callado e introvertido, que es más inteligente que Dani pero que le cuesta comunicarse. Y finalmente, tenemos a Sara que hace Cristina Masoni, el vértice de este extraño trío, del que no sabemos nada, ni de su pasado ni de cómo se conocieron (sólo que tiene problemas con las drogas y tiene un hijo pequeño), un enigma que ayuda a la película y a su propuesta. Sin olvidarnos de Mubox Studio con Alejandro González al frente, que ya estuvo detrás de El cuento del limonero, y ahora vuelve a unir sus fuerzas con (Soto) Muñoz para levantar la película. Sueños y pan es una película que nace de muchas otras, y no esconde sus múltiples referencias, para nada, si no que las hace evidentes y sobre todo, las hace suyas, las va introduciendo en la trama de una forma sencilla y natural, sin ningún tipo de estridencias ni nada que se le parezca. 

Los espectadores más cinéfilos y más informados verán que hay referencias a mucho del cine quinqui y social que se hizo en España en el tardofranquismo como los ya mencionados Buñuel y Saura, y otros como Eloy de la Iglesia, Angelino Fons, José Antonio de la Loma, entre otros, y algunos más contemporáneos que también tuvieron el quinqui como inspiración como Juan Vicente Córdoba y su Quinqui Stars (2018), donde Ramsés Gallego “El Coleta”, su protagonista que buscaba a Saura, tiene una breve presencia en la película. No deberían perderse una película como Sueños y pan, elocuente y formidable título que le va como anillo al dedo, porque es una película de cómo hacer cine cuando se tienen ganas de hacerlo y apenas se tienen medios para llevarlo a cabo, porque es un torrente de ideas, sugerencias y reflexiones de cómo hacer una película sobre el aquí y ahora, aunque los más informados sobre el fútbol y el Atlético de Madrid pueden ubicar el tiempo en el que se posa la película, aunque tenga esa actitud de atemporalidad, de ese no tiempo, no lugar y si personajes, unos tipos que a pesar de todo, sueñan con una vida mejor, o con eso que el sucederá al día siguiente, porque la pintura que han robado no es más que el camino para hacer realidad sus sueños, el macguffin de un relato que les va embrujar y atrapar desde su primera secuencia del robo, a la carrera, o mejor dicho, Deprisa, deprisa, como manda el género. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA