El aspirante, de Juan Gautier

LA BESTIA QUE HAY EN MÍ. 

“La virilidad es un mito terrorista. Una presión social que obliga a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de la que nunca pueden estar seguros: toda vida de hombre está colocada “bajo el signo de la puja permanente”. 

Georges Falconnet y Nadine Lefaucheur (1975)

El director español Juan Gautier dirigió en 2015 el cortometraje El aspirante, una historia muy negra y terrorífica sobre las novatadas en los colegios mayores. Casi una década después ha tomado su génesis y ha convertido en un largometraje homónimo un relato situado en 24 horas donde dos jóvenes novatos se ven sometidos a las vejaciones múltiples de los veteranos. (Por cierto, una práctica prohibida por ley desde hace dos años). La película se mueve entre el drama social y el terror en una cinta asfixiante y muy tensa donde en un formidable in crescendo vamos descendiendo de forma vertiginosa siguiendo las vidas de los jóvenes citados. Víctimas y verdugos se mueven por las catatumbas del colegio, entre continuos maltratos y risas, donde sus amos hacen padecer a Carlos y Dani, que pasarán por innumerables estados emocionales desde el miedo, la desesperanza, la euforia y demás.

Gautier se ha labrado una filmografía donde ha realizado cortometrajes de ficción de gran recorrido con más de 86 premios y más de 300 selecciones en certámenes, amén de largos documentales como Sanfermines 78 (2005), Caso pendiente (2012), y Shooting for Mirza (2022), y Tánger gool (2015), en el que mezclaba documento y ficción. Con El aspirante, su segundo trabajo de ficción, inspirado en las peligrosas novatadas, a partir de un guion que firman Josep Gómez Frechilla, Samuel Hurtado y el propio director, donde lo local va dejando pasar a un tema mucho más directo y actual como la masculinidad y sus equivocadas formas de tratarla y gestionarla. Los dos protagonistas en un inquietante juego de roles donde pasan por antagónicas posiciones durante todo el metraje, desde la amistad, el enfrentamiento y la complejidad, en una película que nos sumerge en los tradicionales roles de los hombres y las ansías por pertenecer al grupo aunque para ello traicionen su carácter y sus convicciones. Gautier no hace una película complaciente ni mucho menos, sino que consigue enfrentar a los espectadores con situaciones muy incómodas para generar esas exploraciones personales tan necesarias de quiénes somos y cómo nos relacionamos y sobre todo, el significado de ser hombre en la actualidad. 

El cinematógrafo Roberto Moreno, que ha trabajado con Gautier en cinco de sus trabajos, impone un encuadre muy cercano y angustioso, donde seguiremos sin descanso a los protagonistas, generando un espacio de violencia emocional y física, tanto en lo que vemos como el off, en un psicótico laberinto en el que estamos atrapados sin remedio. La música de Cirilo Fernández, que trabajó en Tánger gool, consigue esa continua sensación de agobio y esa montaña rusa de emociones en el que se instala la película, así como el montaje de Mikel Iribarren y Gautier, que trabajó en los largometrajes Los objetos amorosos (2016), de Adrián Silvestre y Amanece (2023), de Juan Francisco Viruega, entre otros, donde destaca su imponente ritmo y concisión en esa frenética noche muy física en sus agobiantes 94 minutos de metraje sin descanso ni respiro. El gran trabajo de sonido de un especialista como Jorge Alarcón en los créditos de películas de Víctor Erice, Carlos Vermut, Icíar Bollaín en más de 120 títulos, porque nos mete en las entrañas todo el mejunje físico y terrorífico al que someten a los novatos. 

Un extraordinaria elenco formado por Lucas Nabor, el salvador de Dani que hace Jorge Motos, visto en Lucas, de Álex Montoya, Eduardo Rosa como Pepe, el cabecilla de los verdugos, Pedro Rubio, otro de los matones del colegio, que ya formó parte del reparto del corto El aspirante, y Catalina Sopelana, que formaba parte del elenco de películas tan importantes como Modelo 77, Mantícora y La estrella azul, entre muchas otras y Felipe Pirazán, otro novato. Entre los productores encontramos al propio director, que ha coproducido películas como La vida era eso, Diego Sainz y Manuel Manrique que, en tres años, han producido más de 10 cortometrajes, y el actor y director Zoe Berriatúa, y Rosa García Merino, amén de la mencionada La vida era eso, ha levantado películas como Josefina y No sé decir adiós. No se queden sólo con la excusa argumental de las novatadas de El aspirante, sino que déjense llevar sobre muchas actitudes malsanas que siguen conviviendo en la cotidianidad de muchos hombres, dispuestos a enfrentarse los unos con los otros para mostrar su hombría, su estupidez o qué sé yo, porque el trabajo de Gautier, en algún momento desigual, mantiene una solidez y una naturalidad que ya lo querrían muchos cineastas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Modelo 77, de Alberto Rodríguez

¡AMNISTIA! ¡LIBERTAD!

“En este país no ha cambiado nada, siguen mandando los hijos de los dueños”

Si hay un cineasta capital en el cine español de la transición, que se centraba en el cine más incómodo y más arriesgado, ese no es otro que Eloy de la Iglesia (1944-2006), que con películas como Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983) y su secuela de 1984, se acercó de forma transparente, con rigor y de verdad al fenómeno quinqui que asolaba el país, mostrando la cara más cruda de la sociedad española, en películas protagonizadas por delincuentes, en un tiempo de cambios políticos, sociales y culturales del país, De la Iglesia miró hacia los arrabales, hacia los más desfavorecidos y sobre todo, mostrando la rutina de los heroinómanos, y la cárcel y sus injusticias, con toda crudeza y realidad. El séptimo largometraje en solitario de Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971), el sexto que escribe junto a Rafael Cobos, también se detiene en la rutina de la cárcel, llevándonos al período donde el cine De la Iglesia mostraba las miserias del país, y más concretamente al período que abarca de febrero de 1976 hasta octubre de 1978, casi tres años de vida carcelaria de un joven llamado Manuel, acusado de desfalco que entra en la Modelo, la mítica cárcel de Barcelona.

Casi toda la película la veremos a través de la mirada de Manuel, un lugar nuevo para él, un lugar anclado en el pasado a pesar de la transformación que estaba viviendo el país. El director sevillano opta por un estilo marcadamente minimalista, muy austero, y de verdad, sin artificios ni nada que se le parezca, heredando la forma de míticas películas como Un condenado ha muerto se ha escapado (1956), de Robert Bresson, La evasión (1960), de Jacques Becker y El hombre de Alcatraz (1962), de John Frankenheimer, entre otras, donde cada mirada cuenta, cada detalles resulta esencial, y sobre todo, en un espacio muy acotado, donde la celda se convierte en el único universo. No es la primera vez que Rodríguez y Cobos nos hablan del período del tardofranquismo, ya lo hicieron en la estupenda La isla mínima (2014), donde nuevamente construían su narración a través de dos figuras, el veterano y el joven, un método recurrente en la filmografía de los andaluces, y otra vez, uno de los personajes, el más experimentado no es otro que Javier Gutiérrez, basado en una figura real.

La estructura obedece a modo de diario, en que los casi tres años que aborda la trama, nos van testimoniando la lucha de los presos por mejorar su situación personal, atrapados en condenas injustas, con la famosa ley de “vagos y maleantes”, donde entraban desde homosexuales, robos leves, borrachos, gandules y demás ciudadanos que el estado represor y fascista consideraba que debían estar mejor en la cárcel. Vemos la salida de los presos políticos, pero los comunes quedaban ahí dentro, con su reivindicación a partir de motines, cortes de venas y demás trifulcas para protestar por su situación y su mejoría, a través de Copel, una asociación que velaba por sus derechos. Modelo 77 no solo se queda en un diario de las protestas de los presos comunes, sino que va más allá, creando todo un entramado sencillo e íntimo de las normas represivas de la cárcel, que las muestra con crudeza y sin edulcorantes, y también, de las relaciones íntimas y demás que se van produciendo en la prisión, desde la homosexualidad latente, los primeros heroinómanos, los chivatos, las asambleas clandestinas y los continuos tejemanejes de unos y otros por el control de la cárcel o sus “zonas”.

Si la narración resulta verosímil y atractiva, la forma no se queda atrás, porque Rodríguez, muy sabiamente, se hace acompañar por algunos técnicos desde sus principios, como el cinematógrafo Álex Catalán, que está con él desde Bancos, el cortometraje hace veintidós años que rodó junto a Santi Amodeo, que consigue una luz apagada, muy de rostros y miradas, que contribuye a toda esa trama a partir de pequeños gestos y momentos cotidianos de los presos, la gran aportación en el montaje de José M. G. Moyano, que ha trabajado en todas las películas del cineasta sevillano, construyendo una interesantísima narración de personajes y magnética atmósfera para condensar con peripecia los ciento veinticinco minutos del metraje, que pasan con inquietud, intensidad y pausa. El excelente trabajo de Julio de la Rosa con esa música, que opta por alejar los temas populares del momento, para adentrarse en esa línea más intima y personal. Destacar el gran trabajo de Eva Leira y Yolanda Serrano en el apartado de casting, porque la película emana naturalidad y verdad en cada personaje por breve que resulte, y no podemos olvidar otro cómplice esencial en la filmografía del andaluz que no es otro que el productor José Antonio Félez, que ya estaba en El factor Pilgrim (2000), que codirigió junto a Santi Amodeo.

La película se basa en hechos reales pero se ha tomado las licencias habituales para crear su relato de los hechos acontecidos, con un reparto muy interesante, lleno de verdad, que es muy natural y sobre todo, es complejo y muy cercano, empezando por un maravilloso Miguel Hernán en la piel de Manuel, el recién llegado que no se amilanará por las durísimas condiciones de maltrato y vejación de los funcionarios y el sistema medievo carcelario, y protestará, luchará y se enfrentará a las continuas injusticias, además peleará junto a sus compañeros hasta el fin. Junto a él, un formidable Javier Gutiérrez como Pino, qué decir de un intérprete que sin hablar ya lo dice todo, con su “celda” convertida en una especie de oasis para soportar tantos años de condena, con esos libros de ciencia-ficción, sus latitas de conservas y esa pausa que parece tener constantemente. Y luego, están los otros, en un reparto muy coral, con un gran Jesús Carroza como el Negro, que ha estado en unas cuantas de Rodríguez, siempre natural y magnífico, con ese momento impagable de la presentación de Pino, y  Xavi Sáez, un actor cabecilla de Copel, homosexual y heroinómano, que luchará codo con codo con sus camaradas de cárcel.

Tenemos breves apariciones pero llenas de encanto y furia, como la de un Fernando Tejero sublime, muy alejado de la comicidad que le caracteriza, en un personaje de mal agüero como El Marbella, un tipo de armas tomar que controla la parte más conflictiva del penal, y la joven Catalina Sopelana dando vida a Lucía, la chica que visita a Manuel, en una historia que ayuda a relajar el ambiente opresivo y difícil de la cárcel, además de la retahíla de otros intérpretes que ayudan a formar toda esa jungla de desgraciados, analfabetos, pobres y miserables que poblaban las cárceles españolas franquistas. Rodríguez vuelve a ponerse el mono de cronista del país, y sobre todo, del tardofranquismo, donde se abría un mundo de esperanza e ilusiones para muchos, pero también, una etapa que arrastraba la violencia estatal de un estado demasiado anclado en el pasado y todavía resistente a la dictadura. Con Modelo 77 se afianza en un director con aplomo, que se mueve en un narración y argumento contenido, que escapa de lo gratuito y las modas, para crear un relato de buena armadura y sólido, donde demuestra su buen hacer por las atmósferas sencillas e hipnóticas, y un grandísimo trabajo de elección de intérpretes lleno de grandes trabajos, composiciones hacia adentro, de las que se recuerdan y de verdad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA