Hombre muerto no sabe vivir, de Ezekiel Montes

GRUPO SALVAJE.  

“Hasta la supervivencia de una banda de ladrones necesita de la lealtad recíproca”.

Antonio Genovesi

Hay películas que solo tienen su sentido porque están protagonizadas por intérpretes de esos que con solo su presencia llenan la pantalla. Antonio Dechent, sevillano de Triana, es uno de esos intérpretes. Un actor de los de toda la vida, que sin abrir la boca ya está siendo su personaje, con esa mirada afilada, ese porte de tipo agujereado, pero que todavía se mantiene en pie, de esos granujas simpáticos, con ese deje andaluz que no solo le ayuda a llevar a cabo unos personajes derrotados con dignidad, sino que agranda aún más si cabe su intrínseca forma de actuar y engrandece a sus personajes que suelen caminar a duras penas. Su Tano de Hombre muerto no sabe vivir, es un gran tipo, recuerda al William Holden de Grupo salvaje, de Peckinpah, cansado, venido a menos, pero con carácter, un tipo que el tiempo lo ha derrotado, los nuevos tiempos, y debe hacer su último servicio a la causa, porque sabe que su tiempo, aquel tiempo que bailaba hasta el amanecer ya pasó, y ahora debe lidiar con otro que ya le ha pasado por encima.

El director malagueño Ezekiel Montes, que se ha batallado en los cortometrajes y en la producción, debuta en el largometraje con un policiaco en toda regla, una de esas cintas negras que nos hablan sobre  gánsteres, matones y corrupción política ubicados en la Costa del Sol. Vamos a conocer a estos tipos andaluces con Tano a la cabeza que trabajan para Manuel, el capo ya envejecido, una momia en toda regla, más fuera que dentro, y un hijo, Ángel, menuda pieza, que trabaja para introducir una droga nueva súper potente que deja a sus consumidores locos del todo, que tiene a Tano en su contra. En el conflicto participarán un clan de gitanos que se sitúan en el barrio y rechazan de raíz la droga, Nolasco, un sucio narco árabe muy violento, y unos rusos, los dueños de esa droga tan potente. Las dos horas de metraje están bien llevadas por Montes, en un relato sobre personajes, sobre las cicatrices que arrastran cada uno de ellos. Temas como el honor, la lealtad y el respeto, que tanto han guiado la buena época de Tano y compañía, han pasado a mejor vida y ahora el dinero, el maldito dinero se está imponiendo a todos y todo.

El aroma del policiaco estadounidense de los setenta de los Lumet, Pakula, Boorman, Scorsese, De Palma, Altman, Penn y demás, está muy presente en la cinta de Montes, desde sus atmósferas densas, periféricas y asfixiantes, sus endiablados personajes, con esos diálogos bien cuidados, y un gran detallismo en la planificación y la puesta en escena, su poderosísima luz muy natural y cruda del propio director, y el clásico y febril montaje de un grande como José M. G. Moyano (cómplice de todo el cine de gente tan interesante como Alberto Rodríguez y Santi Amodeo, entre otros), sin olvidarnos de todo ese policiaco patrio que han hecho gente como Urbizu, y el citado Rodríguez, que han sabido trasladar con gran acierto y sabiduría aquellas historias de los estadounidenses a la cotidianidad y las historias de aquí, creando relatos con alma y poderosos, sin olvidarse de esa violencia salvaje y crudísima que arrecia en este tipo de historias, donde la traición y la mentira se pagan con una somanta de palos o un tiro en la cabeza.

Hombre muerto no sabe vivir compone una historia llena de capas y pliegues interesantes, muchas veces vista, pero bien llevada y construida, aunque la mayor fuerza de la película es su gran elección de los intérpretes que dan vida, piel y cuerpo a estos maleantes donde algunos nos caen fatal y con otros nos iríamos a tomar algo. El ya citado Dechent, auténtica alma de la película, un grande al estilo de los Gould, Sutherland, Hackman, etc…Un tipo de raza, grietas en la piel, y más en el corazón. Bien acompañado por un Rubén Ochandiano como Ángel, una especie de ángel caído, malo, malísimo, con todo ese esplendor de tipo frágil pero una bomba en su interior, que recuerda al Montana de Pacino en El precio del poder. Los Jesús Castro, Paco Tous, Juanma Lara, Nancho Novo, Juan Fernández, Manolo Caro y el gran Manuel de Blas haciendo el capo envejecido y senil, un dinosaurio que ya no le quedan fuerzas solo para morir. Y dos maravillosas sorpresas, las de José Laure haciendo de Nolasco, un hijodeputa en toda regla, un ser despreciable, alguien cabrón malnacido que pone los pelos de punta, en una grandiosa interpretación del actor que debuta en el cine, y Elena Martínez como Aitana, que ya había trabajado en otras producciones de Montes, transmite fuerza y sensibilidad haciendo de la mujer de uno de los que se quiere pasar de listo, y deberá elegir con quién se queda, y sobre todo, quién confía en ella.

Montes ha hecho una ópera prima que destaca sobre la media de las que producen cada año, con algún capricho narrativo, pero en conjunto, una película que se deja ver, que te mantiene pegado a la butaca, y no se saca nada de la manga a última hora, sino que cuenta el conflicto a su debido tiempo para que el espectador se centre más en todo lo que envuelve a los personajes, metiendo la llaga en sus ambiciones, deseos, conflictos y demás elementos. El director andaluz ha construido un thriller con el aliento clásico de los de antes, pero con tramas, personajes y atmósferas de los de ahora, al estilo Tarantino, pero no copiando sus tics sino componiendo un policiaco sucio, amargo, muy violento, de esa violencia que hiela la sangre, con un grupo de personajes metidos hasta el cuello en esta maraña de droga, con mercancías de aquí para allá, tipos que mienten y matan a quemarropa, y sobre todo, el grupo de Tano, una familia que se está despidiendo de toda esa vida, porque el cansancio, las arrugas, las cicatrices ya pesan demasiado. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Corpus Christi, de Jan Komasa

FE PARA SANAR.

“No  finjas  que  no  estás enfadado,  que  algo  no  te  fue  quitado.  No  finjas  que  lo  entiendes”

Daniel tiene 20 años y está recluido en un reformatorio por una muerte que arrastra. Cuando es enviado a un aserradero para trabajar, destino que no le convence, y aprovecha para hacerse pasar por sacerdote en una pequeña comunidad dividida por un accidente trágico. La forma moderna y desinhibida que tiene Daniel de acercarse a Dios, cambiará a los habitantes del pueblo y les conducirá por caminos diferentes y sanadores. Partiendo de una historia real, y con el guión de Mateusz Paciewicz, el director Jan Komasa (Poznan, Polonia, 1981), construye un relato intenso y asfixiante sobre las divisiones y clases sociales de un pueblo azotado por una tragedia, y como la llegada de una nueva mirada, exenta de prejuicios y dogmas, agitará las emociones y las percepciones sobre la vida, la muerte y como afrontamos el dolor. Komasa vuelve a centrarse en un joven inadaptado, en alguien que cumple condena por un error cuando era demasiado joven para entender las terribles consecuencias de su acción, de alguien que lo ha perdido todo, que no tiene nada a que agarrarse, y encuentra en la religión y sobre todo, en la fe, su forma de redimir sus pecados, y accidentalmente, ve la forma de ayudar a los demás, de unir a esa comunidad inmiscuida en su dolor y sus heridas, que les han llevado a dividir el pueblo, que les ha llevado a un dolor aún más profundo, sin posibilidad de redención.

La luz lúgubre y sombría de la película, obra del cinematógrafo Piotr Sobocinski, Jr, ayuda a entrar en ese pequeño universo lleno de miradas acusadoras, silencios demasiado incómodos, en el que los personas viven su soledad aislados, sin compartir, temerosos y hundidos en su propio dolor, un dolor en el que regocijan y lo asumen como una especie de vía crucis sin posibilidad de sanación, un mundo asfixiante, lleno de cercas, y divisiones estúpidas y absurdas, bien acompañado por ese montaje, obra de Przemystaw Chruscielewski, que profundiza aún más en esa rabia y heridas sin cerrar, con esos encuadres asfixiantes, que cortan el aliento, unos interiores reducidos, donde se muestran los marcos de las ventanas y puertas, lo que hace aún más evidenciar esa asfixia en la que viven y sobre todo, sienten todos los personajes, unas almas a la deriva, rotas por el dolor, llenas de envidias y rencor. Personajes complejos y torpes emocionalmente, personajes todos, absolutamente todos, tienen demasiados cosas que ocultar y callar, deambulan con ese miedo de ser incapaces de afrontar una verdad necesaria para la sanación, y para seguir viviendo con honestidad, y no como una especie de muertos vivientes, llenos de inseguridad y tristeza.

Komasa le interesan los pequeños universos, donde sus personajes son azotados por el entorno, un entorno que los arrincona y los persigue, que hace lo imposible para debilitarlos emocionalmente, en el que sus individuos deberán luchar contra todo y todos, para escapar de esas circunstancias tan adversas y funestas. Sus temas rondan la identidad sexual en Suicide Room (2011), el amor entre dos jóvenes en pleno alzamiento contra los nazis en Varsovia 1944 (2014), jóvenes, erigidos héroes en unas circunstancias en los que deberán seguir peleando para salvar y sobre todo, salvarse. Un reparto que brilla en sus personajes callados y temerosos como Lidia, a la que da vida Aleksandra Konieczna, esa madre que ha encontrado en la fe, su forma de golpear y enjuiciar a su enemigo, el conductor que chocó contra el automóvil de su hijo y sus amigos, y Eliza, la hija de Lidia, que interpreta Elisa Rycembel, una joven que conoce la verdad de lo sucedido, y que calla por su madre, peor ayudará a Daniel, el nuevo “sacerdote” a entablar los puentes necesarios con la viuda del conductor, al que la comunidad acusa como principal responsable.

Y finalmente, la grandísima composición de Bartosz Bielenia, intérprete curtido en el teatro Shakesperiano, da vida a Daniel, al joven derrotado, solitario y perdido, que encuentra en la suplantación de sacerdote, su forma de redimirse ayudando a los demás, rompiendo las barreras mentales y físicas instaladas en la pequeña comunidad, utilizando métodos nada convencionales y acercándose a los conflictos de frente, sin atajos ni nada que se le parezca, encarando los problemas desde el alma, desde lo más profundo del corazón, desde la mano amiga, de compartir, de derribar el aislamiento y mirarlos de cara, asumiendo la tristeza, y abrazando el dolor, para conseguir sanarse y olvidar la culpa y la rabia. Komasa ha parido una película magnífica y llena de grandes momentos, cargados de tensión y profundidad, un cuento moral sobre quiénes somos, como actuamos y que se cuece en nuestro interior, con ese aroma que tienen las películas de los Dardenne, sumergiéndonos en los conflictos a través de la emoción contenida, aquella que nos hace reflexionar sobre temas que nos afectan en nuestra cotidianidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA