Atardecer, de László Nemes

LA DECADENCIA DE UN IMPERIO.

Han pasado tres años desde que apareciera de forma deslumbrante y magnífica la película El hijo de Saúl, de László Nemes (Budapest, Hungría, 1977) una cinta que recogía con las formas del documental, una minuciosa reconstrucción de la aventura de un kapo en el infierno de Auschwitz, a través del fuera de campo, con largos planos secuencia, donde el sonido adquiría una fuerza descomunal, convirtiéndose en una experiencia única, en el que la vida y el horror se mezclaban, sumergiéndonos en ese  lugar maldito de muerte. En su segunda película, Nemes continúa apegado a su forma narrativa, en la que vuelve a coser su cámara a su personaje, si en la anterior seguíamos la cotidianidad de alguien espectral, vacío y deshumanizado. Ahora, el cineasta húngaro nos envuelve en Írisz, una joven de 20 años, que ha pasado toda su infancia y adolescencia recluida en un orfanato, y aparece en el Budapest del 1913, con la intención de ser escogida para trabajar en la sombrereria más importante de la ciudad, “Leiter”, que perteneció a sus padres fallecidos en un incendio. La película captura las desventuras de esta joven en una ciudad que, con Viena, eran en el momento las capitales del mundo, y también, los centros neurálgicos del Imperio Austrohúngaro, una vastísima región que englobaba 12 países, diferentes culturas, idiomas y costumbres, que había sido el corazón y el símbolo del siglo XIX.

Írisz se topa en una sociedad de grandes extremos, en los albores de principios de siglo, el mundo se debate entre las costumbres arrastradas del XIX, donde el vestir y las apariencias lo eran todo, con la aparición de nuevas tecnologías como el automóvil, el teléfono o el cine, los grandes avances científicos y demás. Todo mezclado con un malestar general, una tensión que se palpa en cada rincón de esa ciudad ruidosa y amontonada de gente, donde la debilitación del Imperio, propiciaba, que fuerzas ocultas a la espera de su oportunidad, esperaran su momento de romper ese mundo de luces y sombras, de belleza y terror, de elegancia y pobreza, materialista y profundo. Nemes sigue de forma íntima y personal a Írisz, que después de ser rechazada, descubre, casi por azar, la existencia de un hermano que no conocía, y cómo ocurría en El hijo de Saúl, la joven ingenua e inocente, en un entorno devastador y bello, se lanza a su búsqueda, casi como lo hacía Alicia en ese país de las maravillas, donde nada era lo que parecía, y las cosas se envolvían en una infinita gama de matices y grises, en el que emergerán las múltiples capas ocultas en sus calles y lugares.

La joven huérfana, que tiene que empezar de nuevo, vivir su propia vida, en ese limbo oscuro y decadente por el que se mueve esta Alicia del Budapest del 1913, bien interpretada por la actriz Juli Jakab, que su dulzura y sensiblidad contrasta con el carácter abrupto e impacable de Oszkár Brill (el nuevo propietario de la sombrereria) interpretado por Vlad Ivanov. Írisz se sumerge en un laberinto lleno de espacios cálidos y oscuros, de gentes malvadas con dinero y sin él, donde todo es posible, en el que las cosas ya no se adaptan a un orden social y convencional, sino todo lo contrario, en un mundo decadente, caótico, donde el estallido de la Gran Guerra está a punto de explotar, donde el mundo de trajes y sombreros, y largos paseos a la orilla del río, dejarán paso a la devastación, oscuridad, y muerte. El realizador húngaro vuelve a hacer gala de su exquisitez en su entramado cinematográfico, combinando esa luz apacible y luminosa con aquella negruzca y casi fantasmal, obra de Mátyás Erdély, que ya estuvo en El hijo de Saúl, al igual que el montador Matthieu Taponier, en un ejercicio ejemplar en el corte, cuando se trata de una película donde abundan largos planos secuencias, estupendamente bien coreografiados, una forma que recuerda a Jancso o Tarr (con el que Nemes trabajó como asistente en El hombre de Londres) los nombres más reputados de la cinematografía magiar, y en el Visconti de El Gatopardo o La caída de los dioses, y el Altman de Los vividores, en la precisión y el detalle del retrato de las lentas descomposiciones y agonías de esos reinos desgastados y podridos.

Nemes nos enseña ese mundo a través de los ojos de Írisz, desde su inocencia e ingenuidad, con el sentimiento de alguien que no encuentra su vida ni sus deseos, a la espera de algo que la ate a ese desorden físico y emocional que está asistiendo, un testigo de esos acontecimientos bárbaros, desde el espanto y la sensibilidad, desde todo aquello que se aprecia, y lo que no, lo que se visibiliza y lo oculto, en que el fuera de campo se convierte en todo ese mundo oculto, paranoico y caótico que envuelve a la joven dama, sólo visible por su envolvente y catártico sonido, en el que Nemes logra mostrarnos ese mundo invisible, ese off, donde todo se mueve entre sombras, apariencias y secretos, donde reina el caos, donde la guerra está aporreando la puerta de una civilización enferma, una sociedad en declive, un imperio agonizante, envuelto en su soberbia y su altivez, perdido en unos acontecimientos que ya no tienen freno, que ya están completamente desatados.

La película despliga una gran trabajo de producción, desde su ambientación, vestuario y demás detalles, que recogen con sabiduría y sensiblidad la grandeza y la miseria de todo el ambiente reinante, todo al servicio de este cuento de terror oscuro y bello, donde seguimos a una joven que necesita saber dentro de ese reino del caos, que vuelve a sus orígenes para darse cuenta que todo ha cambiado, que ya no reconoce ese entorno, y ese espacio se ha vuelto demasiado irreconocible, ya queda lejos percepción de las cosas, un ser que no entiende, que no sabe, que se siente perdida, desamparada, donde todo lo que conocía parece evaporado en la indecencia, en la deshumanización de un imperio mugriento y podrido, una forma de vida decadente, aburrida, falsa y completamente imbuida en su mundo, alejada de todo y de todas las injusticias sociales que se manifiestan a su alrededor, en una ciudad llena de espectros sin tiempo, sin alma, llenos de avaricia y codicia, sumergidos en ese mundo de apariencia y vomitivo.

El cineasta magiar envuelve a los espectadores en una película difícil, reposada, que se toma su tiempo, 144 minutos, para contarnos ese ambiente infernal que padece la ciudad y sus habitantes, con firmeza y seguridad, en el que el relato también estallará sometiéndonos en a un drama romántico y oscuro lleno de furia y terror, un relato lleno de vileza y amargura, que tiene su espejo en los tiempos actuales, donde la tecnología avanza a velocidad de crucero, mientras los ideas totalitarias están asumiendo el poder en muchos territorios de la Unión Europea, como ocurre en Hungría o Austria, antiguas sedes del Imperio Austrohúngaro, donde los acontecimientos de la película, que dieron lugar a la Gran Guerra, hasta entonces la contienda más sangrienta de la historia, vuelven a decirnos en la idea de la ciclicidad de la historia, en el que todo vuelve, en el que hay que seguir muy atentos a los avances totalitarias de la política, y los cambios sociales que se van produciendo, ya sean visibles o no.

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