Pequeños acróbatas, de Nika Saravanja

ÉRASE UNA VEZ EN LOS SUBURBIOS DE NAIROBI. 

“La esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte”. 

Václav Havel 

Cuando pensamos cómo se ha reflejado el continente africano, nos asaltan imágenes comunes que muestran las aristas, injusticias y violencias que han sufrido y sufren sus habitantes. Son imágenes de inmigración, desesperación, tristeza y abandono por parte de las naciones europeas que las siguen sometiendo e imponiendo una colonización de sus recursos y libertades. Por eso, una película como Pequeños acróbatas (en el original,  “Jump Out”), se erige como un acercamiento diferente e inusual de la imagen que tenemos instalada de su situación. Porque la película, aunque muestre una realidad difícil y llena de carencias, no se regodea en eso, al contrario, la muestra, pero también lo hace desde el rigor y la voluntad, y desvía la cámara hacia el rostro y la mirada de dos chavales de nueve años, los Ian y Pro, los protagonistas de esta historia que sueñan con actuar como acróbatas en Europa.

La directora Nika Saravanja (Croacia, 1985), que conocemos por su primer largometraje Dusk Chorus – Based on Fragments of Extinction (2016), codirigido con Alessandro D’Emilia, que se centraba en el impacto del humano contra la naturaleza capturando los sonidos de los hábitats naturales. Para su segunda película se ha trasladado a los duros suburbios de Nairobi en Kenia, situándonos en la existencia común y diaria de los dos niños citados que, al igual que otros, y bajo las órdenes y el amor de Steve, un entrenador humanista y carismático que ayuda a que estos chavales se levanten cada día con esperanza y una actitud que, con trabajo y constancia, se pueden alcanzar cosas y ya veremos cuáles son. La cámara de Mark Modric sigue a sus jóvenes protagonistas por las estrechas casas y pasillos de su barrio, mirando con atención y sensibilidad sus vidas, sus madres y abuelas que los ayudan y ese entorno tan duro como esperanzador, en un intercambio de complejidades y contradicciones que choca constantemente entre unos niños que aman la vida y les ha tocado en un sitio nada fácil. La película los mira sin condescendencia ni sensiblería, sino registrando con atención y humanidad las ilusiones y sueños de unos niños como los de cualquier otra parte del planeta. 

Uno de los grandes aciertos de Pequeños acróbatas es desmarcarse de la típica película estadounidense de marcado carácter palomitero, donde los manidos temas de superación y positivismo generan esa falsa idea de qué con trabajo se puede conseguir todo lo que te propongas, y aún más, convertirse en popular y millonario. En esta película no hay nada de eso. Porque seguimos los entrenamientos de los chicos, con sus caídas, frustraciones y enfados, como no podía ser de otra manera, construyendo un relato de “verdad”, es decir, donde los altibajos de la existencia se muestran y no se embellecen mostrando sólo una parte sino un todo. La película muestra muchas realidades, la de estos niños que no tienen un centro de entrenamiento, y lo hacen junto a la línea del tren o en cualquier espacio que usan para entrenar sus acrobacias, donde sus cuerpos vuelan muy alto, en que las piruetas y equilibrios y fuerza se ponen al servicio de un sueño que han tenido otros más mayores y ahora buscan Ian y Pro. Hay tiempo para todo, donde la vida va pasando, con sus pequeñas alegrías, tristezas, despedidas y demás situaciones que van siendo otro personaje en la historia. 

Si quieren ver una película que les hable de los sueños e ilusiones de unos niños que viven con casi nada, que demuestran con su voluntad, trabajo y constancia que no hay nada imposible y que, a pesar de las carencias y obstáculos a los que se enfrentan diariamente, y la escasez en la que viven su vida, las cosas pueden tornarse de otro color, porque lo que evidencia Pequeños acróbatas, de Nika Saravanja es que con sólo el cuerpo y sus saltos, acrobacias, piruetas y demás desafíos a la gravedad se pueden trazar caminos de esperanza, de libertad y de un espíritu de equipo y de grupo generando comunidad como hace Steve, una de esas personas que hace que los niños crean en ellos, sepan que significa el amor a uno mismo, el trabajo por conseguir el objetivo de realizar una coreografía para hacer un espectáculo con garra, fuerza y que maraville al público europeo. Estamos ante una película que habla de una porción de realidad que se desarrolla en una ciudad condenada, aunque siempre hay un resquicio de luz si se trabaja, se hace colectivo y sobre todo, se trabaja fuertemente creyendo en uno mismo y en el otro, porque en esta vida como mencionaba Groucho Marx: “Las cosas que más importan de la vida no cuestan dinero, pero cuestan tanto”, una frase que los Ian y Pro se han grabado a fuego en el alma. Crean en ellos porque ellos creen en ellos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un hombre mejor (A Better Man), de Attiya Khan y Lawrence Jackman

ENFRENTARSE A LAS HERIDAS.

«Recuerdo que llorabas y me decías que lo sentías. Y recuerdo que yo pensaba: si de verdad lo sientes, para”

En Amores que matan, de Icíar Bollaín, un cortometraje de 20 minutos, filmado en el año 2000, se abordaba el tema de la violencia contra las mujeres desde el punto de vista de los maltratadores, imaginando un centro donde a través de terapias, se hacían sesiones terapéuticas para rehabilitar a estos hombres y averiguar las causas de sus actitudes violentas. Attiya Khan, cineasta feminista y abogada de mujeres y niños maltratados, con la ayuda del cineasta Lawrence Jackman (con amplia experiencia en el campo documental independiente) abordan su película desde la experiencia personal de Attiya, trasladándose veinte años atrás, cuando con 17 años sufrió terribles maltratos, tanto físicos como emocionales, de su entonces pareja, Steve, un año y medio mayor que ella. Pero, su manera de enfocar el tema es completamente novedoso, porque Attiya contacta con Steve y después de una primera cita donde dialogan sobre el primer momento en que se encontraron y se enamoraron, la película pasa a otro muchísimo menos placentero, cuando Steve y Attiya hablan y recuerdan aquellos momentos, el tiempo que convivieron juntos y Steve maltrató a Attiya, con la ayuda de un terapeuta.

Durante los 79 minutos de metraje, viajamos hacía las entrañas de la violencia, a la descripción verbal y exhaustiva de aquella violencia, de aquel sufrimiento y las secuelas emocionales que desde entonces arrastra Attiya. Somos testigos de las conversaciones sobre lo sucedido, las causas ocultas de aquella violencia que imponía Steve, todo el calvario que pasó y pasa Attiya, y todo se cuenta a través de la más absoluta sinceridad, sin trampa ni cartón, capturando esas miradas, esos testimonios, los rostros compungidos, y el relato del horror, con todo tipo de detalles, sin nunca entrar en lo escabroso ni el amarillismo, siendo tratado desde el más absoluto de los respetos, y capturando esa intimidad que traspasa almas y cuerpos, en un camino muy doloroso, en el encuentro con esa oscuridad que nos persigue y no nos deja vivir, enfrentándose con valentía y fuerza a todo aquello que queremos olvidar y no es posible, enfrentándose al dolor en encuentros entre víctima y maltratador, una terapia llamada justicia restaurativa, donde unos y otros explican sus recuerdos, sus emociones y todo aquello que pasó, abriéndose emocionalmente, sin tapujos ni complejos, enfrentando aquello que tanto les ha hecho daño, para así recuperarse emocionalmente y mirar hacia adelante, y que todo esta terapia y documento sirva a otros para sacarse todo su dolor y enfrentarse a sus heridas más profundas y doloras, aquellas que nadie conoce.

Quizás, los momentos más duros y a la vez, más rompedores, son cuando Attiya y Steve visitan los lugares de su relación, los espacios del horror, donde se produjeron los maltratos, los pisos que compartieron, los bares de sus primeras citas, las calles que caminaron, aquel tiempo que para que deje de doler, hay que enfrentarse a él, con valentía y coraje, transitar por el instituto, testigo del silencio de Atiiya y donde Steve encontró las primeras palabras amables para vencer su violencia. Un documento necesario, valiente y sincero, que nos transporta a las entrañas del mal cotidiano, la violencia doméstica que tanto dolor ocasiona a tantas mujeres, y ofrece una nueva terapia regresiva de aceptar el dolor mirando al rostro de aquel que lo infligía, aquel hombre del pasado que tanto daño hizo, y dialogar para sanar, para estar mejor, para dejar el miedo y la oscuridad lejos de uno, no esconderlo ni sentirse avergonzado por haber sido víctima de malos tratos por aquel que decía quererte y protegerte. Encontramos en la producción el nombre de Sarah Polley, actriz y director, en una producción procedente de Canadá, que aborda desde la intimidad más brutal, a través de la desnudez de las emociones y el dolor oculto, uno de los grandes males del mundo, la violencia cotidiana que sufren tantas mujeres en manos de sus parejas, ex parejas y demás.