Vida oculta, de Terrence Malick

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL HORROR.

“Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar”

Marcelino Camacho

El último lustro en la carrera cinematográfica de Terrence Malick (Ottawa, Illinois, EE.UU., 1943) han virado hacia la vorágine, ya que su producción como director ha aumentado considerablemente dirigiendo 5 títulos, producción que contrasta enormemente con la escasa producción hasta el año 2205 cuando sólo contaba 4 títulos en más de tres décadas. Quizás este dato no sea importante en otros directores, pero en el caso de Malick resulta muy significativo, ya que después de El nuevo mundo (2005) su obra se ha encaminado a dramas personales confusos y desorientados que no han acabado de despertar el entusiasmo de sus títulos anteriores. Con Vida oculta rompe esa tendencia y en cierta medida, recupera su gran cine, aquel cine que asombró a crítica y público, y lo encumbró a uno de los cineastas estadounidenses más interesantes desde que debutase en 1973 con Malas tierras, le siguió Días del cielo (1978) lo agrandó con La delgada línea roja (1998) a pesar de esas dos décadas de inactividad cinematográfica, la mencionada El nuevo mundo, y El árbol de la vida (2011) la historia personal de alguien desde niño hasta su edad adulta, en la que repasaba la génesis del universo y todas las etapas de vida y aprendizaje del protagonista.

Vida oculta  recupera ese cine que había en El árbol de la vida, con esos grandes angulares donde rastrea y filma de forma natural toda la belleza natural del paisaje y la fisicidad de sus personajes, involucrando a los espectadores de una manera muy íntima y cercana a la actividad del relato, tanto su trabajo físico en la granja como las miradas y gestos de los personajes, adquiriendo todo el conjunto un nivel de comunicación de gran fuerza expresiva y magnética. Malick recupera el caso real de Franz Jägerstätter, que fue ejecutado en 1943 por los nazis al negarse a ir a la guerra. El cineasta estadounidense nos sitúa en una granja alpina de Sankt Radegund, en Asutria, en aquellos años cuando el país se anexionó a la Alemania nazi, y de repente, tanto los seguidores como los detractores quedaron sometidos al régimen totalitaria de la Alemania de Hitler, situación que se vive en carnes en la película en ese pueblo donde la mayoría aboga por la idea nazi dejando arrinconado y vilipendiado la posición de Franz, declarado pacifista y completamente opuesto a la guerra.

Con algunos flashbacks conocemos la historia de amor de Franz y Franziska, un amor puro, bello y natural como la tierra que pisan, donde la película se viste de romanticismo profundo y sincero para retratarnos a dos personajes buenos, transparentes y sencillos, una almas enamoradas y trabajadoras ajenas a todo el horror que se les viene encima. La sublime y naturalista luz de Jörg Widmer (que debuta con Malick como cinematógrafo, aunque llevaba desde el 2205 trabajando como cámara en sus películas) acoge y presenta a dos seres muy enamorados, que se desean y trabajan codo con codo en su granja y cuidan a sus tres hijas, donde el cuadro escenifica y acerca con inusitada belleza todo lo que va aconteciendo, en que el paisaje adquiere una sutileza maravillosa, donde todo tiene vida y movimiento. Bien acompañado de un montaje preciso y trabajoso que se alargó tres años y contó con tres editores, Rehman Nizar Ali (que lleva siete películas con el director), Joe Gleason (desde el 2016 a las órdenes de Malick) y Sebastian Jones (realizador con Malick que en esta ocasión hace labores de editor) en que Malick nos sumerge en un relato muy despedazado pero capturando toda esa belleza física que se mezcla con la turbación y la oscuridad por la que va adentrándose la película, donde la música de James Newton Howard va acompañando de manera respetuosa dejando al espectador sus propias conclusiones, con las magníficas partituras de Bach, Beethoven, Händel, Arvo Pärt, entre otros.

Malick teje una historia reposada y espiritual, en la que maneja con rigor y serenidad el tempo cinematográfico, elaborando con detalle cada plano y mirada, explorando las emociones con sumo cuidado, sin precipitarse ni sentimentalismos, con orden y aplomo, donde se mezclan romanticismo, naturaleza, cotidianidad laboral y horror, donde la religión, como ocurría en El árbol de la vida, vuelve a convertirse en la luz y guía de los personajes principales, auténtica tabla de salvación de sus vidas, y sobre todo, el lugar donde encontrar ayuda y respuestas a toda la oscuridad y el horror que se les bien encima. Malick ha contado con un reparto que raya a gran altura interpretativa y sabe transmitir toda la alegría y la tristeza que experimentan los personajes, encabezados por el enorme August Diehl como Franz, bien acompañado de Valerie Pachner como Franziska, esa pareja enamorada que lucharán hasta el final por sus valores humanos y por lo que creen siempre juntos y a una, y el resto del reparto con actores de la solvencia de Matthias Schoenaerts, Michael Nyqvist, Jürgen Prochnow o Bruno Ganz, en uno de sus últimos papeles.

Malick ha construido una película magnífica, profunda y sincera, muy sensorial y con unas imágenes que traspasan la pantalla, donde apenas escuchamos diálogos, en que una primera parte estaría contada a través de lo físico, mediante los trabajos en la granja, y una segunda mitad, donde prevalece la palabra escrita, mediante esas voces en off que van leyendo las cartas que se dirigían la pareja enamorada cuando estaban separados. Sus 174 minutos no agotan ni juegan en su contra, sino todo lo contrario, convirtiendo la película en un hermoso canto al amor y a la libertad, con ese aspecto de cotidianidad y de gentes anónimas que desafiaron el terror nazi con las armas que poseían, su dignidad y valentía, en que el relato consigue esa brutal capacidad de transmisión y belleza que tiene la mirada de Malick, sumergiéndonos en un paisaje físico y moral, donde todo pende de un hilo, en que el equilibrio emocional de los personajes interpela directamente a los espectadores, dirigiendo nuestras emociones a la actitud férrea de Franz y su digna decisión de enfrentarse a los malvados y preservar sus valores humanistas y sobre todo, seguir indemne durante todo su cautiverio y condena, siendo fiel a sus principios morales y teniendo a su mujer y familia a su lado, en esa lucha hasta el final contra el fascismo que todo lo devora. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA