El mal no existe, de Ryûsuke Hamaguchi

LO BELLO Y LO OSCURO. 

“Cuando actuamos sin prisas y con prudencia, nos damos cuenta de que sólo lo grande y valioso posee existencia permanente y absoluta y de que las cuitas y placeres vanos no son sino sombra de la realidad”.

Frase de la novela «Walden», de Henry David Thoreau

Temas como la soledad, la incomunicación y el dolor ocasionado por la pérdida son elementos esenciales en Happy Hour (2015), Asako I & II (2018), La ruleta de la fortuna y fantasía (2023) y Drive My Car (2013), las tres películas que he visto de Ryûsuke Hamaguchi (Kawasaki, Prefectura de Kanagawa, Japón, 1978), donde el tiempo y el encuadre resultan de una magnetización absoluta entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, en una simbiosis perfecta entre los personajes, tan solitarios y perdidos, como todos y todas, y entre el espectador, donde se genera un tercer espacio, aquel en que vas reconstruyendo el pasado inmediato de estos individuos, y reflexionando sobre unas existencias anodinas, vacías y ancladas en una especie de limbo que les impide avanzar y les deja en vía muerta, en ese tiempo y emociones del pasado. 

En El mal no existe, el cineasta japonés sigue explorando todas sus obsesiones, con ese hipnótico arranque: una panorámica que muy lentamente va capturando un reguero de árboles tomados desde abajo, acompañados por la sensible y susurrada música de Eiko Ishibashi, en un maravilloso plano en el que conjuga los dos elementos que prevalecen en la historia que estamos a punto de ver: la naturaleza y la belleza, eso sí, tanto una como otra, ocultan sus negruras, su inquietud y su maldad. Hamaguchi trocea en dos partes bien diferenciadas su película. En la primera, parece que estemos en una película social, la de los de la ciudad que llegan al pueblo, cercano de Tokyo, con la intención de construir un resort para turistas, cosa que molesta a los del lugar, un remanso de paz rodeado de montañas y nieve, porque estamos en invierno, y los aturde por los conflictos que generarán los residuos en el agua pura de la que viven todos y todas. En la segunda mitad, el relato vira hacia lo abstracto, pero no en un sentido frontal, sino en una película donde impera lo invisible, lo oculto, y sobre todo, lo fantástico, donde el terror más puro se va adueñando de la historia, no con toques efectistas ni estridencias a golpe de sonido, sino todo lo contrario, a partir de una sutileza que conmueve, en ese espacio donde habitan nuestros monstruos, a partir de la ausencia, de la convulsión que se instala en el pueblo donde una pérdida va llenando de inquietud y angustia el lugar y sus habitantes. 

La maestría de Hamaguchi está fuera de toda duda, porque nos sabe atrapar con lo mínimo, llevándonos a un terreno donde impera lo extraño y sobre todo, lo enigmático, donde la película juega con nuestra imaginación, porque no sabemos muy bien lo que pasa y mucho menos, los porqués, vamos, como la vida misma, en un proceso parecido al cine de Haneke, en que la espera de que pasará o no, resulta poderosa. En la película se adueña una alucinante atmósfera que conjuga la cotidianidad y la repetición: Takumi, el protagonista y conocedor de bosques y animales, el hombre-sabio y tranquilo del lugar, cortando troncos, recogiendo a su hija Hana del colegio, y acudiendo a comer la sopa especial al pequeño restaurante de sus amigos. Un personaje silencioso que actúa como hilo conductor y base desde donde la narración empieza y termina, es decir, con su mirada vamos conociendo el pueblo, sus montañas y sus animales, y todos los códigos, visibles e invisibles que existen en ese espacio natural y oscuro. Podemos mirar El mal no existe como una forma de análisis sobre la condición humana, sobre todo aquello oculto que nos define ante los demás y ante los hechos que se producen, sobre nuestro cuestionamiento moral y sobre nuestra verdadera naturaleza. 

En ese sentido, la parte técnica potencia todos los enigmas que sobrevuelan en la historia, donde el cineasta nipón vuelve a contar con sus colaboradores más estrechos como el mencionado músico, una banda sonora llena de sutilezas y detalles, donde la sensibilidad acompaña y cuenta, sin ser obsesiva ni juzgante, al igual que la cinematografía de Yoshio Kitagawa, con esa naturalidad y cercanía del primer tramo, y luego, a partir de leves variaciones componiendo una atmósfera más abstracta, extraña e inquietante, como el montaje de Azusa Yamazaki que, en sus intensos y pausados 106 minutos, nos van envolviendo en ese aura que se mueve de puntillas entre la fascinación de la naturaleza y la condición humana oscura que la habita, y el elaborado y magnífico trabajo de sonido de Izumi Matsuno, porque tan importante es lo que vemos como aquello que se nos oculta. Con el reparto, Hamaguchi vuelve a acertar de pleno, reclutando unos intérpretes como Hitoshi Omika, que estuvo en el equipo de producción en La ruleta de la fortuna y la fantasía, y ahora encarna de forma magistral y sobria al poderoso Takumi el hombre del lugar, de la naturaleza y del silencio, Ryo Nishikawa es la pequeña Hana, Ryuji Kosaka es Takahashi y Ayaka Yibuti es Mayuzumi son los de la ciudad, y ella era una de las actrices que componían el reparto de Happy Hour, como Hazuki Kikuchi, que también estaba en la citada película, ahora como cocinera del restaurante. 

No se acerquen a ver una película como El mal no existe esperando una catarsis o algo parecido, aquí no hay nada de eso, y no lo hay, porque si conocen alguna película de Ryûsuke Hamaguchi, sabrán que su mirada a los sentimientos y los avatares vitales de sus personajes, y por ende de la existencia, carecen de esos momentos catárticos, y por el contrario, todo se envuelve en una cotidianidad a veces demasiado normalizada, otras, más extrañas, y la mayoría, sin calificar, es decir, que las experimentamos sin saber nada de lo que ocurre y sus porqués, porque como nos viene a decir, o quizás, a reflexionar el director japonés, la existencia está llena de tantos enigmas, quizás, nuestras propias existencias son enigmas demasiado profundos y complejos y no tenemos la capacidad de poder entenderlos aunque sea un poco, y en eso, reside la intimidad y la grandeza de nuestras vidas, o nuestras sombras que, en ocasiones, pueden parecer lo más naturales posibles, y otras, se convierten en una oscuridad e inquietud imposibles de descifrar y mucho menos manejar, tal y como sucede en las imágenes magnetizantes y maravillosas de la película, donde la belleza y la oscuridad se dan la mano y nos transporta a otros mundos, esos universos que nunca están fuera, sino en nuestro interior, aquello que nos inquieta tanto. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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