LA VIDA QUE DEJASTE.
“No son cosas que pasan. Son cosas que haces”.
El arranque de la película define con precisión y naturalidad el estado emocional de Edu, su protagonista, un músico talentoso instalado en Londres, esperando para la prueba que le permitirá ingresar en una de las bandas más importantes de la ciudad. Aunque, mientras espera sentado en la sala contigua, algo ocurre en su interior y de repente, se levanta y se marcha, coge un taxi y coge el primer vuelo que le llevará a su pueblo del que salió hace tres años. Esa dicotomía emocional de la vida de ahora con la vida de antes es la que define el estado en el que se encuentro Edu, enfrascado en un puente entre dos mundos, dos vidas, una especie de limbo en el que se debate entre dos formas de vivir, dos caminos diferentes que definirán su vida de ahora en adelante. Roberto Bueso (Valencia, 1986) se inicia en el campo del largometraje con un relato iniciático, un conflicto emocional en el que describe a él mismo y muchos jóvenes de su edad, esa edad en la que dejamos de ser quién éramos para convertirnos en aquello que siempre hemos querido ser o no. Ese conflicto emocional por el que atraviesa Edu, que se incrementará aún más cuando llega al pueblo para asistir a la boda de su hermano mayor, un hermano con el que tiene poco o nada en común, y unos padres, que según él, a pesar de tantos años de amor, se siguen cogiendo de la mano, quizás, ese leve gesto de los progenitores aún evidencia más la falta de arraigo emocional que siente Edu.
El protagonista se reencuentra con sus colegas del alma, aquellos que desde niños forman parte de la banda musical del pueblo, ahora, los ve diferentes, extraños, o simplemente iguales pero él los ve de otra manera, Juanma, su mejor amigo, que sale con Alicia, su amor secreto, el Cabolo y el Farinós, que andan casi como él y los demás, de aquí para allá, sin saber muy bien que hacer o que elegir, atrapados en ese estado de no lugar, de no sentir, de no saber, como reiterará el personaje de Edu varias veces durante la película, ese “No sé”, reiterativo que describe ese estado emocional tan significativo de alguien con miedo, que no reconoce su vida de antes y se siente perdido con la vida de ahora, la que tiene que afrontar, un mar de dudas, de conflictos y de andar por un pueblo intentando recuperar lo que ya no es, con los objetos que ya no le pertenecen como esa moto de aventuras juveniles, o ese recorrido por un pueblo nocturno mientras tocan canciones populares de toda la vida como “La manta al coll” o “No en volem cap”, himnos para tantas generaciones de valencianos en las fiestas, o incluso, sentirse ausente en esas quedadas para beber con los colegas, unos colegas con los que ya se ha perdido aquello que tenían, la vida, dirán algunos o el tiempo, ese tiempo que nos hace mayor y nos va definiendo según el camino que vamos eligiendo.
Bueso nos habla entre susurros de un tiempo que jamás volverá, de un tiempo que puede atraparse una noche entre cervezas y “papas”, pero nada más, el tiempo continuará su curso y tú, a su lado con tus decisiones, con la lluvia como leit motiv narrativo que va y viene como las dudas emocionales instaladas en el interior del protagonista. Quizás, ese tiempo, como el que vivirá con Alicia, la novia del colega con el que ahora pasan una crisis, un amor secreto y de juventud, de la primera, de esa que ha pasado, donde los recuerdos se pierden o se reinventan porque ya no se recuerdan o quizás se han vivido de otra manera. Alicia como ese amor de antes que le hará volver a vivir en el pueblo, instalarse de nuevo, no como un pasajero sin destino como ahora, un amor que quizás es algo mágico, de cuento, casi como un espejismo como ese grandísimo momento en el jardín botánico, donde todo se paraliza, donde el tiempo que tanto daña ha dejado de correr, donde las cosas y el amor pueden salir y abrazarnos, quizás es un sueño, pero un sueño que vive, aunque sea por unos momentos, una realidad maravillosa entre Alicia y Edu.
El director valenciano filma en esos pueblos alrededor de Valencia, en su ambiente y con los suyos, y homenajea la música de su tierra (no obstante el 50% de los músicos españoles son valencianos) y opta por un plantel de intérpretes debutantes en el cine escogidos de las bandas de los pueblos por Eva Leira y Yolanda Serrano, dos de las más grandes directoras de casting del panorama nacional. Un reparto que transmite proximidad, naturalidad y brilla con lo mínimo, haciendo creíble cada situación y diálogo manteniendo ese valenciano tan característico de las zonas rurales. La banda, tanto la musical como el grupo de amigos, ya pertenecen a ese otro mundo en el que Edu no sabe estar, en esa circunstancia donde ya nada será como antes, perdido y envuelto en ese entorno, el pueblo de antes, un lugar que ya parece lejano y cercano a la vez, un espacio que se puede tocar y saborear, pero tiene diferente tacto y gusto, como alejado, como un aroma perdido en el tiempo.
La película acoge a sus referentes no sólo de fuera, como mucho del cine independiente americano, sino de aquí también, como ese instante sublime en el cine, viendo Los chicos, de Ferreri, escrita por Azcona, donde unos chavales se arremolinan alrededor de un quiosco esperando a ser otros, a ser mayores, a tener una vida o un futuro mejor, que todavía desconocen y sobre todo, no son incapaces de vislumbrar. Un película de hace sesenta años que describe las mismas dudas existenciales que siguen viviendo los jóvenes cuando la vida se pone seria, cuando la vida no la definen las fiestas con los colegas o los días de ensayo, sino tomar decisiones, equivocarse o acertar, y vivir según esas decisiones tomadas, tan complejas y difíciles, tan desestabilizantes emocionalmente, tan duras de llevar, movidos por una existencia dubitativa y a la deriva, en el que la película se asemeja a esas películas intimistas y sencillas del maestro Rohmer, donde sus seres se mueven de aquí para allá sin tener nada seguro ni saber adónde llegar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA