First Cow, de Kelly Reichardt

HISTORIA DE UNA AMISTAD

“El  pájaro,  un  nido;  la  araña,  una  tela;  el  hombre,  la  amistad”

William Blake

El western es el género clásico por excelencia del cine estadounidense, un género que mitificó y enarboló hasta la saciedad la conquista del oeste, elevándola hacia aspectos que tenían que ver con el heroísmo y la épica, construyendo una realidad que nada tenía que ver con la historia de verdad. Será a partir de finales de los cincuenta, cuando el tiempo de los grandes estudios estaba llegando a su fin, que aparecerán películas que respondían a toda esa idea de grandeza y conquista, con relatos más sencillos, más sucios, más reales, y sobre todo, más humanistas, donde toda esa épica dejaba paso a una realidad más difícil, compleja y violenta, con un cine que protagonizaban realidades crudas antes ignoradas como la de los buscadores de oro en El tesoro de Sierra Madre (1948), de Huston, los indios en Apache (1954), de Aldrich, la gente negra en El sargento negro (1960), de John Ford. En los sesenta y posteriores décadas serán los Peckinpah, Hellman, Leone y demás, nombres que se acercarán al western desde las entrañas, desde esos tipos malcarados, desde el hombre y la mujer, dejando fuera el mito y la leyenda, hablándonos de la cotidianidad de esas personas, sus dificultades, y sobre todo, sus realidades de carne y hueso.

La cineasta Kelly Reichardt (Condado de Miami-Dade, Florida, EE.UU., 1964), ya desde su opera prima, la inolvidable River of Glass (1994), ha tenido una mirada crítica y honesta hacia esa otra América, la más oculta, la que no protagoniza los grandes titulares, solo si es una tragedia. Una América llena de personas con sus pequeñas cotidianidades, amistades y circunstancias, como las que ha retratado de forma sincera e íntima durante toda su filmografía en películas como Old Joy, Wendy & Lucy, Night Moves, y Certain Woman, gentes con poca suerte en la vida, gentes de realidades oscuras que luchan diariamente para salir adelante en un país tan capitalista, tan plano y tan desigual. En cierta manera, el cine de Reichardt se ha instalado en el western, en un western urbano, pero muy rural, lleno de viajes, de continuo movimiento, donde el estado de Oregón, en su zona del Pacífico Noroeste ha sido su espacio habitual. Historias sobre la amistad, sobre el ser humano en su entorno, sobre todo aquello que anida en nuestro interior.

Reichardt ya había tocado el western de manera más clásica en Meek’s Cutoff (2010), clásica en su decir, porque la cineasta estadounidense va mucho más allá de su contexto y sus circunstancia, porque acoge una caravana de futuros colonos a la caza del oeste, para profundizar en el interior de sus criaturas, donde la llanura desértica donde se desarrolla el relato, escapa de toda épica para enrolarse en un torbellino angosto, devastador y carcelario. Sin dejar el estado de Oregón, lleva a la pantalla la novela “The Half-Life”, de Jon Raymond, con el que ha escrito cinco películas contando esta, en la que deja el desierto para adentrarse en las montañas de un puesto fronterizo, también en el estado de Oregón, pero durante el primer tercio del siglo XIX, en un lugar que nos recuerda mucho al de Los vividores (1971), de Altman, donde conoceremos a Cookie (estupendo el actor John Magaro), un cocinero solitario, taciturno y silencioso que acompaña a un grupo de tramperos, y a King-Lu (emocionante la interpretación de Orion Lee), un inmigrante chino que huye de unos hombres. Entre los dos hombres nacerá una amistad y encontrarán en la venta ambulante de buñuelos y galletas su modus vivendi, pero necesitan leche que sacarán de la única vaca del terrateniente, con nocturnidad y alevosía.

El formato 4:3 del cinematógrafo Christopher Blauvelt, que ya habíamos visto en Meek’s Cutoff, vuelve aquí para darle ese toque donde la cámara a ras del suelo, nos invita a adentrarnos en ese mundo de rostros, cuerpos y pieles que esperan su oportunidad, o su momento, como se dice en la película, gentes de mil millones de sitios que pululan por un lugar embarrado, sucio y oscuro, que trabajan para un señor que habla de la moda en París y demás estupideces, en un país que se construyó a fuerza de trabajo explotado y de sacar réditos a costa de los demás, muy alejado de esa épica y grandeza que hablaban otros. Al Igual que la música de William Tyler, donde se evoca todo ese mundo cotidiano, extremadamente difícil para aquellos que intentan salir adelante, y que da valor a las personas y todo su interior. La vaca como ejemplo de esa riqueza que no se comparte, en la que el excluido y el que vive en los márgenes, que tanto observa el cine de Reichardt, debe de delinquir para sobrevivir, porque con el trabajo no le llega, la base del capitalismo de antes y siempre.

La directora estadounidense que vuelve a firmar el montaje, como en sus anteriores películas, compone en 122 minutos un cine en mayúsculas, magnífico en su composición y desarrollo, donde todo tiene vida y muerte, donde todo tiene alma y poesía, lleno de pliegues, de tiempo, de hombres que más que vivir se arrastran por el barro, donde todos y cada uno de ellos arranca un nuevo día con la esperanza que su suerte cambie, en la que aborda desde la amistad de dos tipos muy diferentes entre sí, pero con el mismo destino de sobrevivir en un universo hostil, desigual y lleno de peligros, donde el western es ya otra cosa, no hay caballos, ni llanuras que cabalgar, ni gestas que conseguir, solo personas, personas ancladas a una aventura o no, donde vivir lo es todo, porque las dificultades se acumulan, donde hay multitud de personas que vienen de diferentes lugares del mundo, al igual que los indios de la zona, donde todos miran de frente, miran con el objetivo de mejorar, aunque quizás no lo consigan nunca. Reichardt conmueve con su sencillez, con su forma de retratar los orígenes de Estados Unidos, con esa suciedad, barro e inmoralidad que campa en ese poblado junto a la frontera, como esa maravillosa secuencia donde Cookie y King-Lu llevan el pastel a casa del hacendado, y las fútiles conversaciones que mantienen, donde unos viven gracias al trabajo esclavo de otros, que nos retrotrae a Pozos de ambición (2007), de Paul Thomas Anderson, que también se centraba en el nacimiento de Estados Unidos, sin grandeza, solo con sangre y muerte. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA