Hasta el fin del mundo, de Viggo Mortensen

HISTORIA DE UN AMOR. 

“Cuando nos vimos por primera vez, no hicimos sino recordarnos. Aunque te parezca absurdo, yo he llorado cuando tuve conciencia de mi amor hacia ti, por no haberte querido toda la vida”

Antonio Machado 

Me gusta pensar que Hasta el fin del mundo (“The Dead don’t Hurt”, en el original), la segunda película de Viggo Mortensen (Watertown, New York, 1958), nace de dos películas que protagonizó el actor danés-estadounidense como Appaloosa (2008), de Ed Harris y Jauja (2014), de Lisandro Alonso. Dos western crepusculares, o como a mi me gusta describirlos: “No Westerns”, es decir, historias donde la épica y el heroísmo de los primeros años del género ha desaparecido, donde sus protagonistas son almas de vuelta, entrados en los cincuenta y sesenta, seres que fueron y ya no son, individuos perdidos y solitarios que ya no encuentran su lugar y mucho menos su paz, tipos que la modernidad materialista ha pasado muy por encima. Hombres a caballo que arrastran demasiadas derrotas, demasiados recuerdos y sobre todo, demasiados amores perdidos. En definitiva, fantasmas vagando por unos territorios ajenos, raros y vacíos. 

Mortensen se aleja de su primera película o quizás, se sitúa en otra perspectiva sobre el significado de amar. si en aquella Falling (2020), se centraba en la imposible relación entre un autoritario padre y su hijo homosexual. Ahora, el amor que nos explica es un amor maduro, un amor inesperado, y un amor entre dos seres independientes, libres y valientes. Dos almas que se encuentran o reencuentran, quién sabe. Durante la mitad del XIX, tenemos a Holger Olsen, un inmigrante danés que se agencia una abandonada y pequeña granja en Elk Falts en Nevada, un pueblo cerca de la frontera.  Un día, conoce a Vivienne Le Coudy, otra desplazada pero francesa, que es su alma gemela y los dos se enamoran, o lo que es lo mismo, los dos aceptan sus soledades y sus formas de compartirla. Tiene la película el aroma de Doctor Zhivago (1965), de David Lean, tanto en un amor imposible y una coyuntura política y violenta difícil de soportar. No voy a entrar en detalles del argumento, pero pueden imaginarse que la película está estructurada a través de los arquetipos del género: un pueblo miedoso, los típicos caciques, dueño del banco y del salón, que controlan el cotarro, y además, el matón de turno. Almas oscuras que, desgraciadamente, se verán las caras con la paz en la que viven Holger y Vivienne. Sólo decir que el guion, también de Mortensen, está dividido en dos tiempos, el presente y el pasado, o lo que es lo mismo, lo vivido y lo recordado, con la guerra de Secesión en la trama, aparta a él de ella y la deja sola, como si fuera Penélope esperando a Ulises, pero en una espera quieta sino muy activa, centrándose en su cotidianidad, en su trabajo, en su carácter y en la transformación de una granja sin más en un agradable hogar. 

Mortensen se ha rodado de dos grandes productores como Jeremy Thomas, toda una institución en la industria cinematográfica con más de 70 títulos a sus espaldas al lado de extraordinarios cineastas como Bertolucci, Wenders, Cronenberg, Frears y Skolimowski, entre muchos otros, y Regina Sólorzano, detrás de éxitos recientes como La isla de Bergman (2021), de Mia Hansen-Love y El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund, amén de parte del equipo que ya estuvo con él en Falling como el director de fotografía Marcel Zyskind, habitual de Michael Winterbottom, consiguiendo esa luz tenue y acogedora en la que no sólo se detallan los pliegues de la intimidad, sino aquella leve brisa donde nada ocurre y en realidad, ocurre la vida o eso que llamamos vida, la edición de Peder Pedersen, que debuta con esta película, en una obra nada fácil que se va a los 129 minutos de metraje, pero que no es un hándicap, ni mucho menos, porque se cuenta sin prisa, con las debidas pausas, y sin embellecer nada, hurgando en las vidas pasadas y presentes de sus dos protagonistas y demás almas que se encuentran, y tres cómplices como los diseñadores de producción Carol Spier y Jason Clarke, y la diseñadora de vestuario Anne Dixon. 

Un reparto encabezado por la magnífica Vicky Krieps que, a cada película que vemos de ella, no sólo incrementa su altura como actriz, sino que nos deja alucinados con sus múltiples registros y detalles, en unos interpretaciones basadas en la mirada y el gesto, comedidos y sin estridencias, desde dentro, transmitiendo sin hablar todo el peso y la memoria de sus respectivos personajes. Estoy enamorado de la calidad interpretativa de una mujer que añade profundidad a cada gesto de la inolvidable Vivienne Le Coudy, tan misteriosa como sencilla, tan cercana como de verdad, un personaje que está a la misma altura de Lara que hacía Julie Christie en la antes mencionada obra cumbre de Lean. Dos almas enamoradas, dos almas inquietas, dos almas independientes y sobre todo, dos almas humanas. Mortensen que, a parte se encarga del guion como he comentado, de la coproducción, de la música, excelente composición, como ya hizo en las citadas Jauja y Falling, y de partenaire de la Krieps, en la piel de Olsen, un tipo maduro, un tipo que ha cabalgado mucho tiempo, y ya cansado quiere estar tranquilo y en paz consigo mismo, aunque todavía le quede algo de aventura y acción, con la misma sobriedad que su compañera de reparto, en el mismo todo y con la mirada llenando el cuadro. Les acompañan un elenco comedido y profundo, que con poco hacen mucho, como el chaval, que recuerda cuando el actor hizo La carretera (2009), de John Hillcoat y la compañía de grandes actores como los Danny Huston, Garret Dillahunt y Solly McLeod, el trío calavera de la cinta, volvemos a encontrarnos con Lance Henriksen que fue su padre en Falling, y los veteranos Ray McKinnon y W. Earl Brown, entre otros. 

No se pierdan una película como Hasta el fin del mundo, según el distribuidor, porque es una película que recuerda a aquellos westerns como El árbol del ahorcado, de Delmer Deaves, El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, Érase una vez el oeste, de Leone, La balada de Cable Hogue, de Peckinpah, El juez de la horca, de Huston, Sin perdón, de Eastwood, y muchas más, que arrancó a finales de los cincuenta y cayó a finales de los setenta, con alguna excepción. Sólo son unas pocas porque los amantes del género sabrán muchas más, y tendrán sus favoritas. Un cine que dejó el falso heroísmo, tan propagandístico en el Hollywood que vendía felicidad, y comenzó a mirar el no western con nostalgia, centrándose en sus mayores, en lo quedaba después de años de deambular por el desierto y los pueblos, y por tantas llanuras y desafíos, que quedaba de esos hombres a caballo, pistola en el cinto y sin más hogar que el que cabía en las alforjas de su caballo. Hombres convertidos en meras sombras y espectros de lo que fueron, alejados de la leyenda y siendo hombres viejos, cansados y con ganas de paz y por qué, no, enamorarse. Quizás es mucho pedir, pero viendo sus biografías, era lo que desearíamos cualquiera de nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Jauja, de Lisandro Alonso

jauja-posterPoema sobre el vacío

Lisandro Alonso (Buenos Aires, 1975) se ha pasado 6 años sin dirigir un largometraje, después de Liverpool, si exceptuamos su trabajo en las Correspondencias para el CCCB (2011) que mantuvo con Albert Serra, una pequeña pieza de 23 minutos rodada en la Pampa donde recuperaba a Misael, el personaje de La libertad (2001), su opera prima. Tiempo suficiente para pensar en cómo afrontar su nueva película. Jauja, es una obra radical e hipnótica, que si bien sigue el mismo discurso que Alonso ha investigado en sus anteriores obras, aquí da un paso más, o podríamos decir, llega al final de su camino, y no sólo con la película, sino también con su faceta como director de cine. En su última obra, también reconocemos sus constantes tanto temáticas como formales: hombres errantes en busca de alguien o algo –que Alonso utiliza como mera excusa argumental-, un paisaje exterior e interior que aplasta y devora al personaje de forma brutal, la relación de los personajes con objetos reveladores, los planos fijos y mantenidos de extensa duración que provocan el desconcierto en el espectador, su rodaje en 35mm, y sobre todo, una investigación constante de las propias formas del lenguaje cinematográfico que le han llevado en cada película a reinventarse como creador adoptando nuevas fórmulas y caminos. En su quinto título, nos sitúa en la Patagonia en 1882, durante una de las campañas del ejército argentino en busca de Jauja, ese lugar mítico donde reina la abundancia y la felicidad. Les ayuda Dinesen, un capitán danés ingeniero, -magistral la composición de Viggo Mortensen- al que le acompaña su hija, Ingebor. Una noche, Ingebor se fuga con uno de los soldados, y su padre sale tras ella adentrándose en territorio enemigo. Alonso arranca su película cercando a sus personajes en un tiempo de espera, -recuerdan el ejército de El desierto de los tártaros (1976), de Zurlini- entre diálogos, tareas y baños, recordando al oficial Zuluaga que ha desaparecido (como el coronel Kurtz de Apocaypse Now), encuadrados en el formato 1:1, la total ausencia de la mise en scène, y la ruptura entre el tiempo y el espacio temporal, tres cuestiones en las que Alonso da un paso más en relación a sus anteriores trabajos. En el instante en que Dinesen se apodera de la película, el director argentino empieza su viaje, un trayecto en el que se inspira de muchas fuentes del western: desde Ford, -donde La legión invencible (1949), tendría un papel destacado-, el metafísico de Hellman, o el crepuscular de Peckinpah, donde la hermosísima y penetrante luz de Timo Salminen –habitual colaborador de Kaurismäki-, juega un gran papel dotando a la textura del filme un sabor clásico y moderno a la vez, en que el formato cuadrado afianza una imagen que conmueve e inquieta. Alonso sigue a su criatura desde la distancia, abriendo el plano, observando como el desierto lo va devorando lentamente, como su difícil tránsito por las rocas y las hierbas lo van derrotando y consumiéndolo a la nada –la secuencia nocturna donde el capitán se recuesta mirando el firmamento estrellado, resulta de una emoción sobrecogedora-. En ese momento, el espacio físico y emocional se apropian de la película transportándonos hacía otro lugar, y revelando la cinta hacía una experiencia poética y existencial, donde ya nada existe y somos invadidos por sensaciones, y estímulos de todo tipo. La secuencia de la cueva, -que podría haber firmado Lynch-, navega entre el sueño y el lirismo- podría resumir todo el trayecto de la película, donde también podríamos encontrar elementos del cine de Herzog. El cineasta bonaerense nos conduce hacía otra dimensión, quizás hasta la tierra de Jauja, un lugar que sólo existe entre lo físico y lo emocional, donde el pasado se ha borrado y el futuro no existe, un espacio espiritual y mágico que habita en algún lugar profundo de nuestro ser.