BAILAD, BAILAD, MALDITOS.
“Es curiosa la vida… ese misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos fútiles! Lo más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo… que llega demasiado tarde… una cosecha de inextinguibles remordimientos. He luchado a brazo partido con la muerte”.
“De la novela “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad
De las cuatro películas que componen la filmografía de Oliver Laxe (París, Francia, 1982), todas tienen parámetros que se acompañan y abrazan. En la primera Todos vós sodes capitáns (2010), en la que el propio cineasta filma su experiencia como tallerista de cine con sus jóvenes alumnos en plena región de Magreb, arranca la estrecha e íntima relación de Laxe con Marruecos, país en el que residió durante un tiempo. En su segunda obra Mimosas (2016), Marruecos vuelve a tener una importancia esencial en un western donde un grupo de personas recorren las angostas montañas del Atlas. En la tercera, O que arde (2019), la acción se traslada a la Galicia rural, lugar de origen del director, donde nuevamente el paisaje y sus gentes y la relación que tienen entre sí resulta fundamental para describir física y emocionalmente las circunstancias de la historia.

Con Sirat nos devuelve a Marruecos, después del paréntesis geográfico de O que arde, aunque no de planteamiento estético, porque el paisaje y los individuos que lo habitan agitan el relato. El desierto del país árabe y más concretamente el sur, acoge una película donde lo convencional y ese espíritu indomable que tiene el cine de Laxe, es una mera excusa para mover a sus personajes y en segundo plano, la historia, una lucha contra el azar. Si bien un primer tercio se rodó en los parajes imponentes de Los Monegros, entre Zaragoza y Huesca, la acción se desarrolla y en dos tercios tuvo su rodaje en el inabarcable y difícil desierto de Marruecos, a bordo de unos camiones de los “raves”, personas que, a modo de nómadas siguen las fiestas en el desierto con su afán de bailar y bailar hasta que se termine y se trasladen a la próxima cita. Unos individuos “misfits”, inadaptados, expulsados y excluidos de un sistema esclavo del mercantilismo que no encuentra libertad ni tiempo para buscarse a uno mismo. Personajes-personas que tanto transitan el cine de Laxe, ya que siempre son interpretados por actores naturales que el director gallego-francés construye a base de miradas y gestos y de explicar lo mínimo para dejar esos vacíos tan necesarios para involucrar a los espectadores.

El riesgo y la idea del cine como aventura de ensayo y error donde la película se construye a través de un continuo azar como motor de acompañante esencial en una constante planificación que, coge de la ficción y del documental según sea, convirtiendo el resultado en un viaje fascinante donde la imagen y su planificación, acompañado de un sonido envolvente hace de sus películas unas experiencias muy profundas y absorbentes. Ayudado de un equipo fiel y cómplice con el que llevan tres películas juntas desde Mimosas. Tenemos a Mauro Harce, que sabe atraparnos con la película 35 mm, contribuyendo a esa idea de viaje espectral y alucinante que tiene la película, donde se mezcla con sabiduría la agitación del día con la serenidad de la noche. El coguionista es el cineasta Santiago Fillol, creando un tándem donde el guion resulta siempre invisible/visible en un juego donde el destino se involucra en la concepción de la película. El montaje de Cristóbal Fernández acoge una trama que fusiona constantemente en sus 114 minutos de metraje. El gran trabajo musical de Kangding Ray con sus sonidos industriales que se acoplan con el sonido atmosférico que recoge una grande como Amanda Villavieja, y la mezcla de Laia Casanovas creando una sonoridad alucinante y brutal que es uno de los elementos esenciales en el cine de Laxe.

Los intérpretes son “raves” reales reclutados en varias fiestas del baile, con unas miradas que traspasan la pantalla, en que el silencio juega un papel crucial para ir conociendo sus circunstancias, no sus pasados, que acertadamente se obvian en la cinta. Son Steff que hace Stefania Gadda, Josh es Joshua Liam Henderson, Bigui es Richard “Bigui” Bellamy, Tonin es Tonin Janvier y Jade es Jade Oukid, con la presencia del niño Esteban que hace Bruno Núñez Arjona, y la incorporación de Segi López como Luis, el primer actor profesional que vemos en el universo de Laxe, una idea que añade el “extranjero” en las raves que aparece buscando a su hija desaparecida. El toque ficcional en una aventura que habla de unos individuos y sus “raves”, a los que entra alguien de fuera, un extraño del que tampoco sabemos mucho más. Tiene ese aroma Rossellini y Pasolini donde a partir de un paisaje y sus gentes, se añade una persona de fuera, alguien de otro lugar, en el que vemos las relaciones que se generan en espacios tan duros y difíciles. En este mismo sentido podemos acordarnos de Entre dos aguas (2018) de Isaki lacuesta y Pacifiction (2022), de Albert Serra, en las que también se componían con un personaje/actor profesional rodeado de actores naturales en un espacio muy ajeno y hostil, en el que los convencionales cinematográficos saltan por los aires creando una mirada diferente y audaz.

Si hablamos de desierto, de personajes perdidos y a la deriva, en una constante de huida y salvar el pellejo, y además, esos individuos son seres desplazados del sistema atroz y vacío, o dicho de otra manera, gentes desterrados y ocultos, o al menos eso desearían, en el vasto destierro envueltos con los peligros y problemas de las autoridades y demás. Viendo todo esto podemos imaginar que la película nos remite al western, pero no al género que idealiza injustamente la conquista del oeste o mejor dicho, la expulsión y exterminio de los indios que ya estaban. Vienen a la memoria cineastas como Peckinpah y Hellman que, con su talento y mirada, crearon ese otro western, el de verdad, lleno de almas perdidas, solitarias y sin amor, el que mira a un territorio peligroso, lleno de dificultades, donde la muerte está muy presente, en que la vida se mueve a partir de un hilo invisible muy frágil a punto de romperse. Podemos mirar Sirat como una nueva mirada a los elementos que empujaron a Joseph Conrad a hacer su excelente “El corazón de las tinieblas”, que tuvo dos versiones oficiales o no en el corazón del bosque (1978), de Manuel Gutiérrez Aragón y Apocalypse Now (1979), de Coppola. No sabemos dónde están “El Andarín” y el “coronel Kurtz” en la película de Laxe, lo que sí sabemos es que, en el desierto, la muerte está siempre al acecho, así que no dejemos de bailar como hacen las criaturas de la película. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA