JUEGOS DE GUERRA.
“Todo está en la infancia, hasta aquella fascinación que será porvenir y que sólo entonces se siente como una conmoción maravillosa”.
Cesare Pavese
Hace años recabando información sobre la Guerra Civil Española, me topé con una fotografía que ilustraba el horror de la contienda. Unos niños jugaban a fusilar a otros durante la guerra. Una fotografía que hizo Agustí Centelles. Una imagen que dejaba clara la inmensidad de la tragedia reflejada en los juegos de los niños. La misma imagen podría estar en la película La sala de cristal, de Christian Lerch (Wasseburg, Baviera, Alemania, 1966), intérprete con una extensa carrera en su país, que también se ha puesto detrás de las cámaras, en el que ha tocado la comedia, el documental, y ahora, en su tercer trabajo como director, con el melodrama bélico, en el marco de ese 1945 a pocos meses del final de la guerra, a través de los niños, los niños de un pueblo cerca de Múnich, donde Anna y su hijo Félix de 11 años han huido a la casa de los abuelos, escapando de las bombas de la ciudad. Allí, el líder nazi local, Feik, aquejado de una cojera que le ha impedido estar en el frente, como la mayoría de los hombres, entre ellos Bernd, el padre de Félix. Karri, el arrogante hijo de Feik, es el líder de los niños, que después de la escuela, juegan a la guerra, como los niños que inmortalizó Centelles, donde se sienten soldados y aman incondicionalmente al Führer, empujados y alentados por Feik.
Lerch, muy sabiamente, nos cuenta la historia, que se basa en las experiencias reales del coguionista Josef Einwagner, que firma el guión con el propio Lerch, a través de Félix, el citado Karri, Martha y Tofan, un niño refugiado que ha huido de la Polonia sitiada por los soviéticos. Félix se convierte en uno más, abrazando la ideología nazi y creyendo a pies juntillas en la victoria final, aunque la realidad difiera muchísimo de esa ilusión, muy diferente a la idea de Anna, su madre, que detesta lo nazi y asume la derrota inminente, como la mayoría de los habitantes del pueblo. Conjugando el horror de la guerra, con esas bombas que van cayendo y demás episodios, y la inocencia infantil, el mismo tono que tenía la magnífica Juegos prohibidos (1952), de René Clement y El viaje de Carol (2002), de Imanol Uribe. El cineasta alemán cuenta un relato lleno de sensibilidad y humanismo, asistiendo al proceso inevitable de dejar de ser niño para ir poco a poco convirtiéndose en un ser que va tomando conciencia del contexto en el que vive y sobre todo, de todo lo que está ocurriendo.
La película profundiza en la idea que planteaba Borges en su esencial novela del “Tema del traidor y el héroe”, donde se investigaba la finísima línea que separa una condición de la otra, dependiendo de la posición elegida o impuesta por otros, como ocurre en el caso de Félix, donde la mala influencia de los citados nazis del pueblo, lo lleva a dudar de sí mismo y de los suyos. La parte técnica destaca enormemente en una película sutil, sencilla e intimista, con esos planos y encuadres que en muchos momentos nos recuerda a la naturalidad de Truffaut y Malick, a la hora de acercarse a la cotidianidad de los niños y la naturaleza, una grandísima cinematografía que firma Tim Kuhn, el exquisito montaje de Valesca Peters, y la extraordinaria música de Martin Probst, que recoge con suavidad e intensidad toda la atmósfera infantil a través de sus relaciones, sus juegos y sus conflictos interiores. El grandísimo trabajo de todo el reparto encabezados por unos niños en estado de gracia con Xari Wimbauer como Félix, en su segunda película como actor, Luis Vorbach en la piel de Karri, Hannah Yoshimi Hagg como Martha, y los adultos, Lisa Wagner como Anna, excelente contrapunto con la ideología creciente de su hijo, y Philipp Hochmair como el convencido Feik, de esos tipos fanáticos que acaban creyéndose todas las mentiras del nazismo.
El cineasta alemán ha construido una interesantísima fábula sobre el universo de los niños durante la guerra, con esa guerra que se acerca inevitablemente, asistiendo a los últimos coletazos de la locura nazi, donde la educación se convierte, como no podía ser menos, en la pieza fundamental en el desarrollo emocional de los niños, donde sus juegos, como la fotografía de Centelles, acaban contaminándose del horror en el que viven, en una película sensible, que no sensiblera, que huye de ese falso positivismo de la sociedad actual, que niega una realidad para creer en otra falsa y alejada de los acontecimientos, donde lo humano es una pieza clave para seguir siendo cuando el entorno se cae a pedazos, donde Lerch compone un retrato de todos aquellos niños que fueron arrastrados a la locura de la guerra sin tener conciencia en qué consistía todo aquello, y que fueron, muy a su pesar, responsables de las decisiones funestas de sus padres, en que la película también mira con emoción y humanismo a todos aquellos niños y niñas que tuvieron que vivir aquello. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA