Planta permanente, de Ezequiel Radusky

LOS ÚLTIMOS MONOS.  

“Trabajamos para comer para obtener la fuerza para trabajar para comer para obtener la fuerza para trabajar para comer para obtener la fuerza para trabajar para comer para obtener la fuerza para trabajar”.

John Dos Passos

Seguramente hay pocas películas que hablen no del trabajo, sino del sistema laboral, aquel que se rige por necesidades económicas, que usa arbitrariamente a personas para que cumplan con eficacia todos los objetivos que, en su mayoría, solo sirven para seguir manteniendo un sistema desigual, injusto y terrorífico, que solo beneficia a unos pocos privilegiados, que desde tiempos ancestrales, siguen manteniendo el poder y deciden sobre el resto. Planta permanente habla de estas cuestiones y más. Se trata de la segunda película de Ezequiel Radusky (San Miguel de Tucumán, Argentina, 1981), con la producción de Diego Lerman, director entre otros de Mientras tanto, RefugiadoUna especie de familia), que ha producido a cineastas tan interesantes como Alejandro Landes y Ana Katz.

El relato se centra en Lila y Marcela, dos amigas del alma que limpian en uno de esos edificios estatales, en este caso el de Obras Públicas. La primera lleva más de tres décadas en el puesto, es una más o no, y la otra, más ambiciosa, más impaciente, será la que no se conforme con las decisiones de la nueva jefa del barco. Las dos mujeres son comadres e íntimas, y además, mantienen un comedor casero para los empleados en una de esas salas que se amontonan en este tipo de lugares. Pero las cosas cambian, y la nueva directora, cercana y de discursos complacientes y vacíos, como la mayoría de gobernantes, viene dispuesta a cambiarlo todo, como despedir a los contratados, entre los que se encuentra la hija de Marcela, que enemista a las dos amigas, ya que la perjudicada quiere que Liliana, más de treinta años en el puesto, medie. Y así, con el resto. Igual que ocurría en su primer trabajo, Los dueños (2012), donde ya se profundizaba en las complejas relaciones y conflictos que se generaban entre criados y señores, entre los de arriba y los de abajo.

En Planta permanente vuelve a los mismos planteamientos, en este caso, entre trabajadores y jefes, y volviendo al espacio único, la casa cede el lugar al edificio laboral, y pocos personajes, con esa cámara que filma por los diferentes espacios y pasillos, usando planos cortos y muy cercanos, con esa luz mortecina y opaca para los lugares por los que se mueven los operarios, y esa luz más brillante y aireada de los sitios de los jefes, un grandísimo trabajo de cinematografía que firma Lucio Bonelli (que tiene en su filmografía nombres tan importantes como los de Lisandro Alonso, Mariano Llinás y Julia Solomonoff, entre otros), el excelente montaje de Valeria Racioppi (con una larga trayectoria en el campo documental entre los que destacan títulos como Ficción, de Andres di Tella y El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi), y qué decir de esa música de Maximiliano Silveira (del que habíamos visto trabajos en Bezinho y Mi amiga del parque), que logra con una melodía que se va repitiendo a lo largo de la película, esa sensación de bucle que es el trabajo.

Radusky opta por una trama centrada en las decisiones arbitrarias y alejadas de la realidad de los jefes, más de cara a la apariencia de los más arriba que a la buena relación en el trabajo, acaban afectando de manera muy importante a los empleados, enemistándolos entre ellos, y creando ese distanciamiento entre unos y otros, donde los empleados de menos rango siempre tendrán las de perder. La película opta por un conflicto sencillo, casi invisible, en el que la amistad entre las dos protagonistas se tornará en una guerra cruel, donde había concordia reinará la maldad, donde la historia deja clara esa maligna idea en que se ha convertido el mundo laboral, ya sea público o privado, donde la gestión se produce por acumulación de trabajos, sean o no importantes, y los constantes cambios de los nuevos directores, que así creen que su trabajo queda mejor reflejado, siempre de cara a la opinión pública, provocando el malestar de los de abajo, los últimos de la empresa.

Dos grandes actrices que ya habían estado en la anterior película de Radusky, interpretan de manera sutil y sobria unos personajes que apenas hablan, y miran mucho y reflexionan aún más. Por un lado tenemos a Liliana Juárez, la veterana y servicial Lila, la que más sabe, incluso más que los directores, que ya ha visto unos cuántos, más prudente y la que mejor se mueve en el laberintico edificio, y sabe tratar con todos. Frente a ella, Rosario Bléfari que hace de Marcela, el lado opuesto a la otra, la entrometida, que constantemente se precipita y Lila le saca de todos sus apuros, más guerrera y menos reflexiva que la compañera, con una vida personal más compleja que Lila, dos formas de ver las cosas aunque compartan el mismo trabajo y categoría. El director argentino provoca la reflexión en unos escasos 78 minutos de metraje, mirando a sus personajes de la forma más humana e íntima posible, dejando las respuestas, si es que las hay, a los espectadores, porque lo que nos cuenta Planta permanente es que el sistema laboral parece que funciona para que unos se cuelguen medallas sin merecerlas, y otros, los de abajo, mereciéndoselas, no saben ni que existen tales reconocimientos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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