UNA MADRE ENFURECIDA, UN POLICÍA VIOLENTO Y UN ASESINATO SIN REVOLVER.
“¿Qué dice la ley sobre qué se puede poner o no en una valla?”
En Ebbing, Misuri, un pueblo del medio oeste de Estados Unidos casi nunca pasa nada, es uno de esos lugares de la América profunda donde todo parece pasar de largo, los forasteros no lo conocen ni por casualidad. En ese lugar todos se conocen, la vida o algo parecido a ella, sigue su curso cotidiano y anodino, donde parece que las cosas le pasan a otro, y la mayoría simplemente se entera por casualidad. Aunque, hace unos meses, la aparente tranquilidad del lugar ha quedado ensombrecida, porque una adolescente Angela Hayes fue encontrada violada y asesinada, y la policía no tiene ningún sospechoso y además, parece muy perdida. Cosa que Mildred Hayes, la madre de Angela, no puede soportar, y debido a la inexactitud policial, decide tomar cartas en el asunto, y contrata tres vallas publicitarias en desuso evidenciando la incompetencia de la policía. Hecho que la pondrá en contra de la policía y algunos habitantes. El tercer trabajo en la filmografía de Martin McDonagh (Camberwell, Londres, 1970) es un sobrio y enérgico retrato del aroma del sur estadounidense, en el que mezcla diversas texturas como el drama y la comedia negra, muy en la línea de sus anteriores películas, como la fantástica Escondidos en Brujas (2008), que significó su debut cinematográfico (después de una larga trayectoria en las tablas donde cosechó grandes éxitos de crítica y público) donde seguía los problemas existenciales de dos asesinos a suelo, y su siguiente trabajo Siete psicópatas (2012) en el que un guionista en crisis encontraba inspiración en el descabellado plan de dos amigos con secuestro peligroso de por medio. Retratos violentos y grotescos, azotados de una violencia dura y áspera, donde la existencia de sus personajes se ve envuelta en situaciones tragicómicas, dentro de su aparentemente cotidianidad, encerrándoles en situaciones de difícil encaje y no menos solución.
En Tres anuncios en las afueras se centra en tres personajes y el enfrentamiento que se produce entre ellos, un entuerto en el que conoceremos a Mildred Hayes (divorciada, mujer de armas tomar, madre de un hijo adolescente, que hará lo indecible para conseguir capturar al asesino de su hija) el jefe de policía Willoughby (dialogante y comprensivo, padre de familia y querido en el pueblo, que oculta un galopante cáncer terminal) y el tercero en discordia, el oficial Dixon (racista y violento que vive al amparo de una madre alcohólica). El cineasta anglo irlandés construye una retrato complejo y de ritmo sobrio, donde los personajes se mueven casi por instintos, dejándose llevar por la situaciones que experimentan, con ese aroma tan sureño, ese olor putrefacto donde las cosas no se resuelven con buenas palabras, sino a pistoletazo limpio, como los antiguos pobladores, en el que todos luchan incansablemente por defender su lugar en la comunidad, pese quién pese, y según las circunstancias que se produzcan. Un retrato contundente y demoledor sobre una madre enfurecida, una madre que debe levantarse cada día y trabajar como empleada en la tienda de souvenirs a pesar de lo sucedido, sin poder dormir, acarreando el dolor de una madre que ha perdido a su hija y no ha pasado nada, nadie ha pagado por ello, y además, parece que la policía no hace nada para resolver el crimen.
McDonagh ha construido una película donde su argumento tiene nervio y fuerza, dónde sus personajes, complejos y vivos, podrían tener cada uno de ellos su propia película, unos individuos que se mueven con decisión, que se muestran contundentes y violentos si la ocasión lo merece, defendiendo lo que es suyo y lo que creen justo, aunque, en ocasiones, pierdan los estribos y la cosa se líe demasiado. El director británico impregna su cinta del sello de los westerns de los setenta, en los que el crepúsculo absorbía todas las vidas que no encontraban su lugar, donde sus maduros pistoleros se movían sin saber hacia dónde, casi en bucle, añorando viejos tiempos, y queriendo inútilmente seguir el ritmo de los acontecimientos, y percatarse que la modernidad los había desplazado para siempre. Esos títulos como Yo vigilo el camino, El fuera de la ley, Missouri, Los vividores, La balada de Cable Hodge o El último pistolero, donde los Frankenheimer, Eastwood, Penn, Altman, Peckinpah o Siegel (testigo que han heredado los hermanos Coen con inteligencia y aplomo) no retrataban las heroicidades de los pistoleros legendarios, sino todo lo contrario, lo más íntimo de unos tipos cansados, viejos y sin lugar, con demasiado polvo en las botas, camisas roídas, pistolas oxidadas y canas, hombres que en su día fueron alguien a base de tiros, y ahora, simplemente son objetos oxidados que el tiempo va borrando de un plomazo. Mildred Hayes podría ser uno de estos individuos, pasados de vueltas, a los que la vida ha zurrado de lo lindo, que tienen que aguantar como su ex marido maltratador y pusilánime la ha dejado por una niña de 18 años, y encima viene a darle lecciones de moralidad y demás, o las difíciles relaciones con su hijo, y para colmo de males, soportar con dignidad la inoperancia policial y demás miradas inquisidoras del maldito poblacho.
McDonagh ha construido un relato inmenso, de gran elegancia formal y argumento poderoso, con esa fotografía de Ben Davis, que captura el aroma setentero de luces apagadas y lugares sombríos (con esos espacios tan característicos como los bares nocturnos grasientos, las casas con porche en las que se divisa el pueblo, o los días en familia con el lago como testigo) la excelente score de Carter Burwell, que nos atrapa y nos describe el ritmo ausente y lúgubre de esos pueblos tan perdidos y cercanos a la vez, en un guión brillante que firma en solitario el propio McDonagh, donde prima la fuerza y el interior de sus incómodos personajes, a cuál más complejo y enrevesado, donde el trío protagonista raya a una altura impresionante, como la sublime y cautivadora Frances McDormand, que compone esas miradas duras, ausentes y ásperas, o Woody Harrelson y Sam Rockwell (segunda colaboración de ambos con el director) que son los personajes antagónicos, dos polis frente a frente, en las antípodas de cómo llevar su trabajo, muy diferentes en modos y ejecuciones, sin olvidarnos de los maravillosos secundarios, como suele pasar en este tipo de películas, com el hijo de Mildred, la esposa maternal y abnegada de Willoughby, el ex marido de Mildred interpretado por el correcto John Hawkes o Peter Dinklage como ese amigo de Mildred que le echa mas de un capote.
McDonagh se afianza en esta película como un gran director, un cineasta que necesita de muy poco para sumergirnos en un ambiente tranquilo y hostil, en una atmósfera cadente y putrefacta, donde los personajes no siempre se muestran obedientes y sumisos, sino que asumen la realidad injusta y la conducen a su terreno, haciendo lo posible para cambiarla, aunque para ello deban enfrentarse a ellos mismos y a un entorno muy hostil, miserable, hipócrita y violento. La película nos azota e incómoda, y nos sumerge en el sur, el maldito sur, lleno de enfrentamientos y heridas sin revolver, en el que nos impregnamos del espíritu de los westerns desmitificadores del American New Wave, donde las heroicidades y patriotismo dejó espacio a uan realidad viva y diferente, un tiempo de personas comunes, sencillas y solitarias, que pueblan lugares vacíos y tranquilos, con el único entretenimiento que fumarse un cigarro en el porche mientras la carretera se muestra cada vez más extraña, personas que la vida con demasiada frecuencia les violenta con demasiada fuerza y brutalidad, aunque son gentes de corazón inquieto y carácter rudo que seguirán, aunque duela mucho, derribando todos los muros que se les pongan por delante.